REALIDADES Y FICCIONES
—Revista Literaria—
Nº 7 — Diciembre de 2011 — Año II
—Revista Literaria—
Nº 7 — Diciembre de 2011 — Año II
Inscripción gratuita como LECTOR
si escribe a zab_he@hotmail.com
indicando nombre y
apellido, ciudad y país
Sumario:
.
Narrativa (Héctor Zabala):
• “El viejo” de Holloway Horn. Cuento y análisis.
• “Los nueve mil millones de nombres de Dios” de Arthur C. Clark.
Cuento y análisis. Bibliografía.
• “Las aventuras de Tom Sawyer” de Mark Twain. Reseña.
Bibliografía.
.
Poesía (Luis Benítez):
• La poesía de Kathryn
Rantala.
• Selección de poemas de la
autora.
.
Ensayo:
• La gran patria kafkiana. (Agustín Romano)
.
Y algo más…
• Virginia Woolf desde mi cuarto montevideano. (Tomás Stefanovics)
• Tomás Stefanovics. Currículo y
bibliografía.
EL VIEJO
Holloway Horn © .
.
Había
promovido dudosas peleas de boxeo y aún más dudosos juegos de azar. Un
profesional cuya gestión había defraudado a los apostadores; en síntesis, un
corredor de apuestas que estafaba a sus clientes.
Con
más viveza que imaginación, y dentro de ciertos límites, de todas maneras
poseía cierta pervertida habilidad.
Sus
íntimos lo conocían como Battler Thompson, y como tal su reputación no dejaba
de ser sorprendentemente grande. En apariencia era un caballero, pues su larga
experiencia le había enseñado a evitar toda ostentación y vulgaridad en el
vestir. De hecho, su gusto sobrio había demostrado a menudo resultar un valioso
activo en los negocios.
Por
supuesto su suerte variaba, aunque por lo general andaba más o menos de fondos.
Pero como Battler decía en sus más geniales arranques: “Por cada tonto que
muere, nacen diez más”.
Sus
fondos justamente andaban bastante bajos la noche que conoció al viejo. Battler
había pasado las primeras horas del atardecer con dos conocidos en un hotel
cercano a Leicester Square. Fue una reunión de negocios y las relaciones habían
sido un poco tirantes; ellos le habían expresado sus opiniones con franqueza y
estas evidenciaban una completa falta de confianza en Battler.
No
era que le molestaran tales opiniones en lo más mínimo, no, pero sí el hecho de
que en esa coyuntura le retiraran todo el crédito.
Por
ende, no estaba del mejor humor cuando tomó por la calle Whitcomb, camino de
Charing Cross. La fealdad de sus rasgos crecía tras el ceño fruncido, y su
aspecto general inquietó a las pocas personas que lo vieron.
A
las ocho de la noche, Whitcomb no es una calle concurrida y no había nadie por
allí cuando el viejo le habló. Estaba de pie, en un pasadizo cercano al final
de Pall Mall. Battler no podía verlo con claridad.
“¡Hola,
Battler!”, dijo el viejo.
Thompson
se dio vuelta.
En
la oscuridad apenas pudo distinguir la figura oscura, cuyo rasgo más
contundente era una desmesurada barba blanca.
“Hola!”,
respondió Thompson, desconfiado. Por lo que recordaba, esa barba blanca no le
era conocida.
“Hace
frío…”, dijo el viejo.
“¿Qué
quiere?”, dijo Thompson con sequedad. “¿Quién es usted?”
“Soy
un viejo, Battler.”
“Mire,
¿cuál es el juego? Yo a usted no lo conozco...”
“No.
Pero yo sí lo conozco a usted.”
“Si
eso es todo lo que tiene que decir...”, dijo Battler, inquieto.
“Es
casi todo. ¿Quiere comprar un diario? No es un diario común, se lo
aseguro.”
“¿Qué
quiere decir con... que no es un diario común?”
“Es
el Eco de mañana a la noche”, dijo el viejo con calma.
“Estás
chiflado, viejo amigo, eso es lo que pasa. Mira, las cosas no están demasiado
bien, pero aquí tienes medio dólar... ¡y buena suerte!” A pesar de su falta de
principios, Battler tenía la natural generosidad de los que viven
precariamente.
“¡Suerte!”
El viejo se rió con una tranquilidad que sacudió los nervios de Battler. Sintió
que algo extraño subía y bajaba por su espina dorsal.
“Mire...”
—dijo de nuevo, consciente de alguna cosa extraña, irreal, en la figura del
viejo, que apenas se veía en el pasadizo— “¿Qué clase de juego es este?”
“El
juego más antiguo del mundo, Battler.”
“Dele
un descansito a mi nombre... si no te importa.”
“¿Lo
avergüenza su nombre?”
“No”,
dijo Battler con firmeza. “¿Qué quiere? No tengo tiempo que perder con alguien
como usted.”
“Entonces,
váyase... Battler.”
“¿Qué
quiere?” Battler insistió, extrañamente inquieto.
“Nada.
¿No le gustaría tener el diario? No hay otro igual en el mundo. Tampoco lo
habrá por veinticuatro horas.”
“Sí,
supongo que no habrá muchos diarios de mañana a la venta... todavía”, dijo
Battler con sorna.
“Tiene
los ganadores de mañana”, dijo el viejo con el mismo tono casual.
“No
lo creo”, respondió Battler.
“Ahí
está; puede verlo usted mismo.”
Un
diario saltó de la oscuridad en dirección a Battler, cuyos dedos se negaban a
cerrarse sobre el papel. Una carcajada retumbó en lo más recóndito del pasadizo
y Battler quedó solo.
Aunque
consciente e incómodo por los latidos de su corazón, igual tomó el diario y
caminó hasta llegar a una vidriera iluminada; allí se paró y se puso a
mirarlo.
“Jueves,
29 de julio de 1926...”, leyó.
Pensó
un rato.
Hoy
era miércoles... estaba seguro de que era miércoles. Sacó su agenda.
Era
miércoles, 28 de julio, último día de carreras en Kempton Park. No había
duda.
Con
una extraña sensación, miró el diario de nuevo: 29 de julio de 1926. Buscó la
última página, casi instintivamente, la página de las carreras.
Gatwlck...
La
reunión de hoy había sido en Kempton Park. Mañana sería el primer día de
carreras en Gatwick, y allí estaban los cinco ganadores. Se pasó la mano por la
frente, estaba húmeda de un sudor frío.
“Hay
un truco en todo esto”, murmuró para sí, y con mucho cuidado volvió a comprobar
la fecha del diario. La fecha se repetía en cada página... clara y sin
alteraciones. Escudriñó la última cifra del año, y vio que los “seis” tampoco
habían sido retocados.
Echó
un vistazo a toda prisa a la primera plana. Había un titular sobre la huelga
del carbón... ¡que no tenía un cuarto de siglo! Con atención profesional
examinó los resultados de las carreras. Inkerman había ganado la primera...
Inkerman, y pensar que había resuelto jugarle a Paper Clip, y más dinero del
que podía permitirse el lujo de perder. Paper Clip no era más que uno del
montón. Se dio cuenta de que la gente que pasaba lo miraba con curiosidad.
Rápidamente metió el diario en un bolsillo interior y siguió caminando.
A
la mañana siguiente fue a Gatwick. Era un hipódromo que le gustaba, por lo
general ahí siempre había sido muy afortunado. Pero ese día no era solo una
cuestión de suerte.
Hubo
un atisbo de precaución en sus apuestas de la primera carrera, pero después
tiró al viento toda mesura cuando Inkerman llegó como cómodo ganador, y pagando
6 a 1. ¡Qué caballo y qué boleteada! No, ya no tenía dudas. Salmon House ganó
la segunda, un gran favorito por 7 a 4.
En
la carrera principal casi nadie apostó a Shallot. El caballo no estaba en
forma, y no había ninguna razón para hacerlo. Estaba entre los que los
apostadores llaman “los matungos”. Pero aquel día a Battler nada le importaba
la “forma”.
Repartió
su dinero juiciosamente. Veinte aquí, veinte allá. No fue sino hasta diez
minutos antes de la carrera que envió el telegrama a las oficinas de West End,
pero para entonces algunos de los aficionados más pesados abrieron los ojos
cuando vieron cómo apostaba. Battler estaba dispuesto a ganar una fortuna. Y la
ganó. Cuando los caballos tomaron la recta, uno estaba muy por delante del
resto. Logró el resplandeciente dorado y azul para el propietario. El griterío
de los apostadores más cercanos fue de pura alegría, pero la carrera para él no
tenía emoción: era seguro de que ganaría Shallot. No hubo objeción... y
procedió a recoger el dinero.
Sus
bolsillos estaban repletos de billetes, pero esas ganancias eran nada en
comparación con la cosecha que obtendría de los peces gordos del West
End.
Pidió
una botella de champán y con una sonrisa silenciosa bebió a la salud del viejo
de la barba antes de tomar el taxi que lo llevaría a la estación.
El
tren tardó una media hora y, cuando llegó, el vagón se llenó de carreristas,
entre los que se veían varios conocidos. Los aficionados más prudentes rara vez
esperan hasta el final de una reunión. Battler por lo general era muy
extrovertido después de una buena jornada, pero esa tarde no intervino en la
conversación, salvo con algún gruñido ocasional cuando el comentario se dirigía
a su persona.
Aunque
lo intentaba, no podía alejar sus pensamientos del viejo. Y sobre todo la
sonora carcajada. Todavía podía sentir esa sensación extraña en la espina
dorsal...
En
un impulso repentino sacó el diario que aún tenía en el bolsillo. No tenía gran
interés en las noticias, pues las carreras absorbían la totalidad de su
limitada imaginación. De ahí que se podría decir que fue solo como un
vistazo casual a un papel común y corriente.
Así
que tomó la decisión de obtener otro diario cuando bajara en la estación y
comparar ambos para ver si el viejo había dicho la verdad. No es que le
importara demasiado, tal como él mismo decía para sí, pero...
De
repente, su mirada indiferente se detuvo. Un suelto en la columna de cierre le
llamó la atención. No pudo evitar un grito.
“Muerte
en el tren de los carreristas” encabezaba el párrafo. El corazón de Battler
comenzó a sufrir palpitaciones, pero igual siguió leyendo mecánicamente:
“El
señor Martin Thompson, un conocido hombre de turf, murió esta tarde cuando
regresaba de Gatwick.”
No
pudo continuar, el diario cayó de sus dedos y fue a parar al suelo del
vagón.
“Miren
a Battler”, dijo alguien. “Está enfermo...”
Respiraba
pesadamente, con dificultad.
“Paren...
paren el tren”, dijo él con voz entrecortada, mientras pretendía levantarse y
alcanzar el cable de alarma.
“Quieto,
Battler”, dijo uno de ellos y lo tomó del brazo. “Usted se sienta, amigo... no
debe tirar de esa maldita cosa...”
Se
sentó... o mejor dicho se desplomó en el asiento. Su cabeza cayó hacia
adelante.
Le
metieron whisky entre los labios pero fue en vano.
“Está
muerto”, dijo la espantada voz del hombre que lo sostenía.
Nadie
se dio cuenta del diario en el suelo. El alboroto lo había empujado bajo el
asiento y no es posible decir qué fue de él. Tal vez lo barrió algún auxiliar
en Waterloo.
Tal
vez.
Nadie
sabe.
ANÁLISIS DE “EL VIEJO”
de Héctor Zabala ©
.
A
MANERA DE INTROITO
He
traducido este interesante cuento de la edición de The Argus Week-End
Magazine (Melbourne, sábado 11 de junio de 1938, página 12). Aclaro
que el nombre original es The
Old Man, que significa simplemente El viejo y no Los
ganadores de mañana, tal como lo bautizaron Borges, Bioy Casares y Silvina
Ocampo en su famosa Antología de la literatura fantástica (1940),
seguramente con la idea de mejorar el título en castellano. También es menester
señalar que los antólogos cambiaron el nombre del protagonista, Battler (el
batallador), por el de Knocker (el noqueador). El cuento fue
escrito por Horn en 1927 como parte del libro The Old Man and Other
Stories.
En
el suplemento mencionado de The Argus hay un epígrafe con la frase “The
Downfall of a Cunning Man Who Met a Mysterious Old Stranger”, que bien
puede traducirse como “La caída de un hombre astuto que conoció a un
extraño y misterioso viejo”, pero que casi con seguridad es un agregado del
editor, dado que aparece a modo de copete en su página 12.
En
la traducción opté por el argentinismo “matungos” (incorporado por el
Diccionario de la RAE )
para definir a caballos de baja calidad deportiva pues creo que va mejor con el
espíritu de la palabra inglesa rags que se traduciría
literalmente como trapos o andrajos.
Hay
un detalle extraño en el cuento: pese a que se trata de la ciudad de Londres,
el protagonista dice al viejo para sacárselo de encima “pero acá tienes medio
dólar”, en lugar de hablar de chelines o peniques. No es un error de
traducción, en el original se lee claramente “but here's half a dollar”.
El
autor describe con mucha precisión la personalidad de Martin “Battler”
Thompson. Se trata de un hombre que vive con frecuentes apurones financieros
como muchos carreristas, pero que además es un vivillo, un aprovechado, un
pequeño estafador. Su frase “Por cada tonto que muere, nacen diez más” lo
resume y no deja duda sobre sus intenciones para con la gente.
Ahora
bien, pese a su astucia y falta de escrúpulos, Battler tiene una cuota de
ingenuidad, que el cuentista señala por lo menos en dos ocasiones al decir que
se trata de un sujeto de imaginación limitada. En efecto, Battler debió
imaginar que el asunto del diario del día siguiente no era gratis, y que podía
ser un presente griego de parte del misterioso viejo. Pero la codicia lo
perdió.
Lo
paradójico de todo el asunto es que el tonto resultó ser el propio Battler,
quien siempre buscaba a otros tontos para estafar.
¿QUIÉN ES EL VIEJO?
Varios indicios apuntan a que
es el mismísimo Diablo:
1) Las
varias referencias a la oscuridad. Al diablo también se lo conoce como “El
Oscuro”. No solo encontraremos muchos casos en literatura apodándolo así, sino
que aun en la misma Biblia se hace hincapié sobre el contraste entre la luz
(todo lo relativo a Dios y su bondad) y la oscuridad (todo lo referido al
Diablo y su maldad), vgr. Juan 12: 35, 36 ó Carta a los Efesios 5: 6-8, por dar
un par de ejemplos.
Al
respecto, repaso algunas frases significativas de esta obra de Horn:
• …el
viejo le habló. Estaba de pie, en un pasadizo cerca del final de Pall Mall.
Battler no podía verlo con claridad.
• En
la oscuridad [Battler]
apenas pudo distinguir la figura oscura, cuyo rasgo más contundente
era una desmesurada barba blanca.
• “Mire...”
—dijo de nuevo [Battler],
consciente de alguna cosa extraña, irreal, en la figura del viejo, que
apenas se veía en el pasadizo—.
• Un
diario saltó de la oscuridad en dirección a Battler, cuyos
dedos se negaban a cerrarse sobre el papel.
2) El
frío no corresponde a la época del año. El viejo dice casi al principio del
diálogo, y sin que venga a cuento: “Hace frío…” Este es un
detalle genial del autor, que suele pasar desapercibido a los lectores.
Pensemos, ¿cómo puede hacer tanto frío un 26 de julio (pleno verano del
hemisferio norte) en Londres. Solo alguien acostumbrado a un calor
inconmensurable, como el Diablo en su infierno, podría decir algo así.
3) El
diálogo con Battler está cargado de fuertes sugerencias y técnicas para
seducir, propias de un gran tentador. Así por ejemplo, el viejo no le
revela enseguida que posee un diario con los resultados de las
carreras del día siguiente. No, una cosa así espantaría a Battler también
enseguida (tal como lo haría con cualquiera). Por el contrario, se lo va
comunicando de a poco. El viejo dirige el diálogo con movimientos de serpiente:
avanza un trecho, vuelve, hace un descanso, va para el costado, luego un rodeo,
vuelve a avanzar, etc. Una técnica como para que el otro, el vivillo, caiga en
la trampa por propia cuenta por no poder controlar su curiosidad, su ansiedad.
Cuando Battler le contesta que no tiene tiempo para perder, el viejo
simplemente le responde “Entonces, váyase... Battler”, lo que
equivale a decir: “usted se lo pierde, Battler”. Es decir, el viejo
usa un tono indiferente pero a la vez sugerente, insidioso, pues casi de
inmediato le agrega “¿no le gustaría
tener el diario?” Y luego de un par de frases más, lo tienta en el instante
justo con el tema principal que sabe le interesará (y mucho) a un
carrerista: “Tiene los ganadores de mañana”. En síntesis, un
diálogo magistral.
Diálogo
que nos recuerda al Diablo, metamorfoseado en serpiente y tentando a Eva a
comer del fruto del árbol del bien y del mal en el Jardín de Edén. En efecto,
además de sugerir que no estaba al tanto de los detalles y simulando escaso
interés en el asunto (“¿Cómo es eso de que Dios les dijo que no deben comer
de todo árbol del jardín?”), en ningún
momento “la sierpe” le pide que coma del fruto sino que le
asegura que de comer, no irían a morir, y que la prohibición divina era para
evitar que ella y Adán se hicieran sabios. Una forma más efectiva de tentar que
la directa, porque apunta al ego del otro y le hace creer que la decisión es
algo exclusivamente personal del tentado, libre de influencias y tomada por
alguien con personalidad y seguro de sí.
4) El
juego más antiguo del mundo. En ese sentido se debe entender la notable
respuesta del viejo a la pregunta de Battler (¿qué clase de juego es
este?): “El juego más antiguo del mundo, Battler”. En efecto, el
juego del engaño diabólico data de tiempos que coinciden con el origen del
hombre, según la versión bíblica, como hemos visto. Obviamente, el viejo no se
refería al turf como al juego más antiguo, ya que el uso del caballo no fue
contemporáneo a la aparición del hombre, según toda la evidencia histórica y
prehistórica disponible.
Pero
además, el asunto de la tentación diabólica es un clásico de la literatura
(vgr. Fausto), el hombre que es
tentado a entregar su alma a cambio de un deseo. De hecho, Battler se hará
millonario gracias al diario con los resultados anticipados que le entrega el
viejo, pero a cambio de su vida.
5) La
desaparición mágica del viejo, que solo se comprende si se trata de un ser
sobrenatural.
6) La
carcajada final del viejo, que equivale a una gran burla por haber logrado
el objetivo que se había propuesto.
• Una
carcajada retumbó en lo más recóndito del pasadizo y Battler quedó solo.
• Aunque
lo intentaba, no podía alejar sus pensamientos del viejo. Y sobre todo la
sonora carcajada.
7) El
viejo se niega en todo momento a dar su nombre, una cuestión que no tendría
sentido si no estuviera ocultando algo malo. Cuando Battler le pregunta quien
es, el viejo simplemente responde: “Soy un viejo, Battler”. La
respuesta intenta hacerle creer a su interlocutor que es inofensivo, pues
equivale a decirle “Soy un viejito…
no me tengas miedo”.
Pese
a todo, el viejo juega con las palabras y sugiere que es alguien poderoso. Por
ejemplo, a la afirmación de Battler: “Yo a usted no lo conozco...”,
surge la rápida respuesta: “No. Pero yo sí lo conozco a usted”, que
insinúa una evidente superioridad del anciano misterioso en la relación con
Thompson y, en especial, respecto a un eventual trato.
8) El
pasadizo de la calle Whitcomb al final de Pall Mall nos recuerda el
asunto de “salirse del camino correcto, salirse de la luz”, un desvío que lleva
a lo tenebroso, donde todo es oscuridad y peligro. Es decir a los dominios del
diablo. Nótese que Battler había decidido llegar a Charing Cross, un lugar
céntrico, muy iluminado seguramente, pero ante la llamada del viejo se
entretiene y demora, tentándose en un estrecho y oscuro desvío.
9)
Finalmente, se podría agregar que el número 6, aparece tres veces en forma de
cifra: una velada referencia al 666 del Apocalipsis
bíblico y su connotación satánica. Veamos:
• “Jueves,
29 de julio de 1926...”, leyó.
• …miró
el diario de nuevo: 29 de julio de 1926…
• Inkerman
llegó como cómodo ganador, y pagando 6 a 1.
INDICIOS
DE QUE ALGO ANDABA MAL EN EL ASUNTO
1)
Battler está permanentemente inquieto durante el diálogo con el viejo. Algo le
suena mal. Veamos:
• El
viejo se rió con una tranquilidad que sacudió los nervios de
Battler. Sintió que algo extraño subía y bajaba por su espina dorsal.
• “¿Qué
quiere?” Battler insistió, extrañamente inquieto.
• “Si
eso es todo lo que tiene que decir...”, dijo Battler, inquieto.
2)
El mismo viejo le da indicios para dudar de sus intenciones al lanzarle
respuestas ambiguas, como cuando a la aseveración citada en el punto anterior
le dice: “Es casi todo”. Respuesta que puede
referirse no solo al tema de su vejez o al asunto del diario que vendrá luego,
sino a alguna otra cosa más. En efecto, el casi todo también
puede referirse al objetivo del viejo, pues la palabra de un ser
poderoso equivale a la realización misma de lo que dice y aquí el casi
todo bien podría implicar, por extensión, que aún no terminó con él,
que falta algo: obtener el alma de su interlocutor para sí.
3)
El propio Battler nos da un indicio: “Hay un truco en todo esto”,
dice la primera vez al estudiar el diario del día siguiente. Y sí, había un
truco: información mágica a cambio de su vida.
4)
Incluso después de ganar, Battler mantiene una incómoda sensación: "Aunque
lo intentaba, no podía alejar sus pensamientos del viejo. Y sobre todo la
sonora carcajada. Todavía podía sentir esa sensación extraña en la espina
dorsal..."
INDICIOS
DE QUE BATTLER MORIRÍA
A
medida que se desarrolla el cuento, el autor nos deja indicios indudables de
que la salud de Battler no andaba del todo bien:
• Aunque
consciente e incómodo por los latidos de su corazón, igual tomó el diario y
caminó hasta llegar a una vidriera iluminada.
• “Muerte
en el tren de los carreristas” encabezaba el párrafo. El corazón de Battler
comenzó a sufrir palpitaciones.
•
Incluso, si bien la frase apunta en principio al temor que inspiraba Battler a
los transeúntes, también puede referirse a que él no se veía muy saludable
mientras caminaba por la calle Whitcomb: …su aspecto general inquietó a
las pocas personas que lo vieron.
•
En principio el West End se refiere al barrio de élite londinense. Pero también
podría tomarse metafóricamente como el lugar a donde van las almas al morir. En
la Odisea ,
Homero sugiere que el inframundo se encuentra más allá del horizonte
occidental, lo cual no parece muy distinto a la expresión West End (Fin del
Oeste).
Es
decir, Battler se dirigía al West End para cobrar su fortuna cuando le
sobrevino la muerte. La inclusión de la palabra Waterloo en el cuento, si bien
se trata de la estación terminal de Londres, no deja de ser una fina ironía
para denotar (tal como le ocurriera a Napoleón Bonaparte) el mal fin de una
larga carrera.
SOBRE
LA AMBIENTACIÓN DEL
CUENTO
Si
bien se trata de un cuento de género fantástico, esto no impidió que el
escritor haya sido muy cuidadoso al describir los contextos de género
realista.
Personalmente
nunca he pisado un hipódromo pero por lo poco que sé, el cuento es muy
verosímil en cuanto al ambiente en que se mueve la gente del turf. A fines de
los años ‘60, tenía clases en la facultad los sábados y al volver a media tarde
a Villa Ballester desde Retiro, mi tren coincidía a menudo con la oleada de
carreristas que subían en la estación Tres de Febrero, procedentes del
hipódromo de Palermo. Puedo asegurar que el escenario era muy similar al que se
describe en el cuento, no obstante la diferencia de ciudades y épocas: se
conocían todos, discutían las razones por las que perdieron (resultado casi
normal), los pormenores de tal o cual carrera, las referencias a malos y buenos
caballos (todos parecían conocerlos al dedillo) y, por supuesto, siempre todo a
viva voz. Incluso el detalle de que muchos aficionados no se quedaran hasta la
última carrera, tal como en el cuento, también era motivo de
conversación.
UN
ENFOQUE DISTINTO
Por
supuesto, también se podría pensar en una interpretación absolutamente
psicológica y decir que es todo una simple alucinación de Battler, trastornado
ante su estrechez económica. Y habría algún asidero: solo él vio al viejo, solo
él tuvo el diario mágico con veinticuatro horas de anticipación, solo él leyó
los resultados de las carreras y solo él leyó la noticia de su propia muerte.
Pero entonces, muchos de los cuentos fantásticos (por no decir casi todos)
podrían catalogarse como alucinación de los personajes.
Sin
embargo, en este caso no es muy factible esta hipótesis. Battler era un hombre
acostumbrado a vivir con poco o ningún dinero. Una personalidad así
difícilmente se desespera al grado de caer en la locura, no se alucina tan
fácil. Además, si bien podría aceptarse la alucinación respecto de la imagen
del viejo (una sombra en la oscuridad del pasadizo que sugiere lo que no es),
no sería tan sencillo explicar cómo el pobre Battler alucinó sucesivos aciertos
sin cometer un solo error y, en especial, los de varios caballos con muy malos
antecedentes deportivos, entre otras cosas.
HOLLOWAY
HORN
Según
lo escrito en la mencionada Antología de Borges-Bioy-Ocampo
era un matemático inglés nacido en Brighton en 1901, que protagonizó una
célebre polémica con John William Dunne, un defensor de la teoría de que el
concepto de tiempo solo existe en la mente humana y que por lo tanto es
factible su regresión.
Al
parecer Horn refutó esa curiosa idea demostrando:
1º)
Que la infinita regresión del tiempo es puramente verbal.
2º)
Que en general es más inseguro utilizar los sueños para profetizar la realidad
que utilizar la realidad para profetizar los sueños.
La Antología de
Borges y sus amigos también señala que ha publicado: A New Theory of
Structures (Una nueva teoría de las estructuras), 1927; The
Old Man and Other Stories (El viejo y otras historias), 1927; The
Facts in the Case of Mr. Dunne (Los hechos en el caso del señor
Dunne), 1936.
Sin
embargo, en algún catálogo de biblioteca leí también que el autor de The
Old Man no habría nacido en 1901, sino en 1886. ¿Será que Dunne al fin
y al cabo tenía razón, pese a la refutación de Holloway Horn?
Más
allá de esta chanza, digamos que Horn habría nacido en Oxford, en 1886, y
muerto en Eton, Buckingham, Inglaterra, en 1967. Su nombre completo era Alfred
John Holloway Horn. Además de novelista, fue un prolífico autor de cuentos
que publicó en diversas revistas como Flynn’s, Detective Story Magazine, Best
Detective Magazine, Detective Tales, The Detective Magazine, The Shadow
Detective Monthly, Mike Shayne Mystery Magazine, Ellery Queen’s Mystery
Magazine.
Entre
sus numerosas obras se encuentran: The Folly of Innocence (La
locura de la inocencia), 1917, Old Desire (Viejo deseo), 1918, Harlequinade (Arlequinada), 1919, Half-Caste (Mestizo),
1920, The Marriage of Inconvenience (Matrimonio de
inconveniencia), 1921, Tyranny (Tiranía), 1922, The
Neglected Fire (El fuego descuidado), 1923, On the Verandah (En
la terraza), 1924, The Universal Game (El juego universal),
1926, The Murder at Limpara (Asesinato en Limpara), 1931
y Her Adventure (Su aventura), 1948.
LOS NUEVE MIL MILLONES DE NOMBRES DE DIOS
Arthur C. Clarke ©
.
El doctor Wagner se contuvo
haciendo un esfuerzo. El asunto no era habitual. Después dijo:
—Su
pedido es un poco desconcertante. Que yo sepa, es la primera vez que un
monasterio tibetano encarga una computadora de secuenciación automática. No
quisiera parecer indiscreto, pero me resulta difícil imaginar que su
institución tenga necesidad de una máquina así. ¿Puedo preguntarle qué piensan
hacer con ella?
El
lama se arregló los faldones de su túnica de seda y dejó sobre la mesa la regla
de cálculo con la que acababa de hacer la conversión de libras a dólares.
—Con
mucho gusto. Su Mark V puede hacer, si su catálogo no exagera, todas las
operaciones matemáticas hasta diez decimales. Sin embargo, para el caso nos
interesan las letras, no los números. Deseamos pedirles que modifiquen los
circuitos de salida, de modo que se impriman letras en vez de columnas de
cifras.
—No
termino de entender...
—Desde
la fundación de nuestro monasterio, hace más de tres siglos, nos hemos venido
consagrando a cierta labor. Es un proyecto que acaso le parezca extraño, y por
eso le pido que me escuche con espíritu abierto.
—De
acuerdo.
—En
realidad es muy simple: estamos haciendo la lista de todos los nombres posibles
de Dios.
—¿Disculpe?
El
lama prosiguió imperturbable:
—Tenemos
excelentes razones para creer que todos estos nombres requieren, como máximo,
nueve letras de nuestro alfabeto.
—¿Y
ustedes han estado haciendo eso durante… tres siglos?
—Sí.
Y además hemos calculado que necesitaríamos unos quince mil años para completar
nuestra tarea.
El
doctor Wagner lanzó un silbido ahogado, como si estuviera un tanto
aturdido.
—Bien.
Ahora comprendo por qué quiere usted alquilar una de nuestras máquinas. Pero,
¿cuál es el objeto de la operación?
El
lama vaciló una fracción de segundo y Wagner temió haber molestado a ese
singular cliente que acababa de hacer el viaje de Lhasa a New York con una regla
de cálculo y el catálogo de la “Compañía de Computadoras Electrónicas” en el
bolsillo de su túnica color azafrán.
—Puede
considerarlo un ritual, si lo desea —respondió el lama—, pero es parte
fundamental de nuestra fe. Los nombres del Ser Supremo: Dios, Júpiter, Jehová,
Alá, etc., no son más que rótulos humanos. Consideraciones filosóficas,
demasiado complejas para que se las exponga ahora, nos han dado la certeza de
que, entre todas las combinaciones posibles de letras, se encuentran los que
podríamos llamar verdaderos nombres de Dios. Pues bien, nuestro objeto consiste
en encontrarlos y escribirlos todos.
—Ya
comprendo. Han empezado ustedes con AAAAAAAAA y terminarán con ZZZZZZZZZ.
—Exacto...
con la diferencia de que utilizamos nuestro propio alfabeto. Desde luego
supongo que les será fácil modificar su máquina electrónica, adaptándola a
nuestro alfabeto. Pero hay otro problema relevante: la disposición de circuitos
especiales que eliminen las combinaciones inútiles. Por ejemplo, ninguna de las
letras debe aparecer más de tres veces seguidas.
—¿Tres?
¿Seguro que no serán dos?
—No.
Tres. Pero la explicación detallada exigiría demasiado tiempo, aun cuando usted
comprendiera nuestra lengua.
Wagner
dijo precipitadamente:
—Claro,
claro. Prosiga.
—Le
será fácil adaptar su computadora para lograr este punto. Una máquina de este
tipo, dispuesta de manera conveniente, puede permutar las letras unas tras
otras e imprimir el resultado. De esta manera —concluyó el lama con
tranquilidad—, lograremos en cien días lo que nos habría costado quince mil
años.
El
doctor Wagner creyó perder el sentido de la realidad. Las luces y los ruidos de
Manhattan parecían esfumarse al llegar a las ventanas del edificio. Allá, a lo
lejos, en su remoto asilo montañoso, estos monjes tibetanos venían componiendo
desde hacía trescientos años, generación tras generación, su lista de nombres
sin sentido... ¿Acaso la locura de los hombres no tenía límites? Pero el doctor
Wagner no debía manifestar sus pensamientos. El cliente siempre tenía razón.
Así que respondió:
—No
cabe duda de que podemos modificar la
Mark V de manera que imprima las listas como usted desea. Me
preocupa mucho más la instalación y el manejo. Además, no será fácil
transportarla al Tíbet.
—Ah,
eso puede arreglarse. Las piezas son lo bastante pequeñas para poder
transportarlas sueltas en avión. Por eso hemos elegido su máquina. Envíen las
piezas a la India ;
nosotros nos encargaremos de lo demás.
—¿Y
quieren contratar a dos de nuestros ingenieros?
—Sí,
para montar la máquina y controlarla durante los cien días.
—Sin
duda el Departamento de Personal podrá arreglarlo —dijo Wagner, garabateando en
un bloc—. Pero aún hay dos cuestiones más que resolver...
Antes
de que pudiese terminar la frase, el lama había sacado un papelito del
bolsillo.
—Aquí
tiene el certificado de nuestra cuenta en el Banco Asiático.
—Muchas
gracias. Parece ser... ¡eh!... adecuado. Pero, si me permite, hay otra
cuestión. Tan elemental que casi no me atrevo a mencionarla, pero ocurre que a
menudo se olvidan las cosas más evidentes, ¿disponen de energía
eléctrica?
—Tenemos
un generador Diesel que produce 50 kilowatios a 110 voltios. Fue instalado hace
cinco años y funciona bien. Es de fiar. Ha hecho que la vida en el monasterio
sea mucho más cómoda, aunque en realidad lo compramos para hacer girar las
ruedas de oración.
—Ah,
claro, por supuesto. Debería haberlo adivinado.
La
vista desde el parapeto provocaba vértigo, pero con el tiempo uno se acostumbra
a todo. Habían transcurrido tres meses y a George Hanley ya no le impresionaban
los seiscientos metros de caída vertical que separaban el monasterio de los
cuadriculados campos del valle de abajo. Apoyado en las piedras redondeadas por
el viento, el ingeniero contemplaba con ojos cansinos las lejanas montañas
cuyos nombres jamás se había molestado en preguntar. Y el “Proyecto
Shangri-La”, según lo había bautizado un chistoso de la compañía, era sin duda
el trabajo más desconcertante que jamás había tenido.
Semana
tras semana, la máquina Mark V, modificada, había estado escupiendo hectáreas
de papel llenas de galimatías. Paciente e inexorable, la máquina había agrupado
las letras del alfabeto tibetano en todas las combinaciones posibles, agotando
una serie tras otra. Los monjes recortaban las palabras que salían de la
impresora eléctrica y las pegaban con devoción en unos libros enormes. Una
semana más, gracias al cielo, su trabajo habría terminado.
George
ignoraba qué cálculos retorcidos los habían llevado a la conclusión de que no
haría falta desarrollar conjuntos de diez, de veinte, de cien o de mil letras,
y no tenía la menor intención de saberlo. Una de sus pesadillas recurrentes era
que hubiese un cambio de planes y que el gran lama (a quien ellos habían
bautizado Sam Jaffe, aunque no se parecía en nada) anunciara de pronto que el
proyecto continuaría hasta el año 2060. Eran bien capaces de algo así.
La
pesada puerta de madera crujió y enseguida Chuck se reunió con él en la
terraza. Chuck estaba fumando un puro, como de costumbre. Chuck se había hecho
popular entre los lamas repartiéndoles esos habanos. Aquellos tipos podían
estar locos —pensó Hanley—, pero no tenían nada de santurrones. Esos frecuentes
viajes a la aldea, por ejemplo.
—Escucha,
George —dijo Chuck—, estoy preocupado.
—¿Se
descompuso la máquina? —era lo peor que podía imaginar.
—No.
Nada de eso.
Chuck
se sentó en el parapeto. Era extraño, porque siempre le había horrorizado el
precipicio.
—Acabo
de descubrir el objeto de la operación.
—¡Pero
si ya lo sabíamos!
—Sabíamos
lo que querían hacer los monjes, pero ignorábamos el porqué.
—¡Bah!
Están locos... Dime algo que no sepa —gruñó George.
—El
viejo Sam acaba de explicármelo. Él se deja caer todas las tardes para ver
salir las hojas de la impresora. Y hoy estaba muy emocionado. Bueno, todo lo
emocionado que se permite estar un monje.
—¿Y...?
—Cuando
le dije que estábamos en el último ciclo, me preguntó —con ese adorable acento
suyo— si alguna vez nos habíamos preguntado lo que intentan lograr con todo
esto. Y entonces, me lo contó.
—Dilo
rápido. Me vas a hacer picar.
—Piensan
que cuando se hayan escrito todos esos nombres (que, según ellos, son unos
nueve mil millones), se habrá alcanzado el designio divino. La raza humana
habrá cumplido la misión para la que fue creada.
—¿Y
después qué? ¿Acaso, esperan que nos suicidemos?
—Sería
inútil. Cuando la lista esté terminada, Dios intervendrá, simplemente se
acabará la cuerda y... ¡bingo!
—Ah,
comprendo. Cuando terminemos, será el fin del mundo.
Chuck
lanzó una risita nerviosa:
—Eso
mismo le dije al viejo. Entonces él me miró de un modo extraño, como si yo
fuera el alumno más tonto de la clase, y me contestó: “¡Oh, no es algo tan
trivial como el fin del mundo, créame!”
George
reflexionó un momento y luego dijo:
—Por
lo visto, es un tipo que tiene perspectivas muy amplias, pero no veo que la
cosa cambie para nada. Ya sabíamos que estaban locos...
—Sí.
Pero, ¿no te das cuenta de lo que puede pasar? Si una vez que se terminen las
listas, no suenan las trompetas del arcángel Gabriel en su versión tibetana,
puede que nos echen la culpa a nosotros. Al fin de cuentas, utilizan nuestra
máquina. No me gusta nada todo esto...
—Comprendo
—dijo George, muy lentamente—, pero ya he visto casos parecidos. Mira, cuando
yo era un chiquilín, hubo en Luisiana un predicador que anunció el fin del
mundo para el domingo siguiente. Cientos le creyeron. Algunos hasta vendieron
sus casas. Pero nadie se enojó cuando llegó el lunes y no pasó nada. La mayoría
pensó que había sido solo un pequeño error de cálculo, y muchos de ellos
siguieron creyendo igual.
—Bien,
pero por si no te diste cuenta, debo aclararte que no estamos en Luisiana.
Estamos solos, los dos, y entre centenares de monjes. Me caen muy bien y me
dará mucha pena ver al viejo Sam comprender que fracasó la labor de su vida,
pero al mismo tiempo personalmente preferiría estar más bien lejos cuando eso
ocurra.
—Yo
hace semanas que lo deseo, pero no podemos hacer nada hasta que termine el
contrato y llegue el avión para sacarnos de aquí.
Chuck
contestó pensativo:
—Hay
una solución: un pequeño sabotaje. El avión llega dentro de una semana, y la
computadora, a razón de veinticuatro horas diarias, acabará el trabajo en
cuatro días. Solo tenemos que hacer una reparación que dure apenas tres o
cuatro. Si calculamos bien el tiempo, podemos hallarnos en la pista de
aterrizaje cuando salga de la máquina la última palabra.
—No
me gusta —dijo George—. Sería la primera vez que abandono un trabajo. Además
podrían sospechar.
Siete
días más tarde, cuando los fuertes ponis descendían por la carretera en
espiral, Hanley dijo:
—Sigue
sin gustarme. Siento un poco de remordimiento. Y no creas que me voy por miedo.
Lo hago porque me dan pena. No quisiera ver la cara que pondrá esa buena gente
cuando la máquina termine, allá arriba.
—Si
no me equivoco —dijo Chuck—, ya adivinaron que huíamos, y les da lo mismo.
Saben que la máquina es totalmente automática y que sobra toda vigilancia. Y
también creen que no habrá un después.
George
se volvió en la montura y se quedó dormido. La mole del monasterio recortaba su
parda silueta sobre el sol poniente. Unas lucecitas brillaban de vez en cuando
bajo la masa sombría de las murallas, como los tragaluces de un navío en ruta.
Eran lámparas eléctricas suspendidas en el circuito de la Mark V. “¿Qué pasaría con
la computadora? —se preguntó George—, ¿la destruirían los monjes, excitados por
la furia y la decepción? ¿O simplemente se sentarían a comenzar todo de
nuevo?”
Como
si todavía estuviera allí, veía todo lo que pasaba en aquel momento en la
montaña, detrás de las murallas. El gran lama y sus auxiliares examinando las
hojas, mientras los novicios recortaban nombres extravagantes y los pegaban en
el enorme libro. Y todo esto en medio de un religioso silencio. No se oía más
que el tableteo de la impresora, golpeando el papel como una mansa llovizna. La
computadora en sí, que combinaba millares de letras por segundo, era
absolutamente silenciosa...
La
voz de Chuck interrumpió sus sueños.
—¡Míralo!
¡He ahí una vista impagable!
Semejante
a una minúscula cruz de plata, el viejo DC3 acababa de posarse allá abajo, en
el pequeño aeródromo improvisado. La visión daba ganas de beber un buen trago
helado de whisky. Chuck empezó a cantar, pero de pronto se interrumpió. Las
montañas parecían restarle ánimos.
George
consultó su reloj.
—Estaremos
en el valle dentro de una hora —dijo. Y añadió:
—¿Crees
que el cálculo habrá terminado?
Chuck
no respondió, y George levantó la cabeza. Vio que el rostro de Chuck estaba muy
pálido, vuelto hacia el cielo.
—Mira…
—murmuró Chuck.
George,
a su vez, levantó los ojos. Por última vez, encima de ellos, en la paz de las
alturas, las estrellas se iban apagando una tras otra...
ANÁLISIS
DE “LOS NUEVE MIL MILLONES DE NOMBRES DE DIOS”
Héctor
Zabala ©
.
Esta
no es una obra barata de ciencia ficción, de aquellas que abusan de
terminología técnica, de armas y aparatos sofisticadísimos o de alunizajes y
decolajes con precisión de nanosegundos. No, nada de eso. Utiliza para su
desarrollo el mínimo indispensable de ciencia futurista.
El
autor parte de dos temas que entrecruza con gran habilidad.
En
principio la vieja idea de que, por tratarse de un ser infinito, Dios
debe poseer muchísimos nombres. Esto es congruente, además, con el hecho de
que Dios poseería infinidad de atributos. Como consecuencia, si el número de
nombres del Supremo es tan grande, necesariamente varios de esos nombres
tendrían que ser desconocidos para la gente común. Esto conlleva la certeza de nombres secretos. Y el nombre secreto es
todo un tema para ciertas religiones, tanto antiguas como modernas; una
oportunidad para los iniciados de contraer una relación exclusiva con el
Creador. Una gran ventaja para ellos porque entonces tal nombre secreto se
transformaría en una especie de contraseña que permitiría acceder a Él como
nunca podríamos imitar la mayoría de nosotros.
El
otro tema es el fin del mundo, que se encuentra tanto en la
doctrina cristiana como en las de algunas otras religiones, incluso en teorías
científicas. En efecto, también hay hipótesis eruditas en tal sentido, cuyo
fundamento es que siendo el astro central de nuestro sistema planetario una
estrella más (y de naturaleza bastante común), su destino sería el de tantas
otras. Por ende, esta especie de enorme bomba atómica de fusión que llamamos
Sol algún día tendría que agotar su reserva de energía y materia y explotar en
nova, para después reducirse a un mínimo. Esto provocaría el fin de los
planetas del sistema solar o, cuanto menos, el fin de la vida terrestre.
Sin
embargo este fin del mundo, tanto en ciencia como en religión, jamás sobrepasa
los límites planetarios o los estelares locales. Y como las estrellas tienen
tamaños diversos y diferentes edades —además de estar a gran distancia unas de
otras—, el final de una estrella (que sería un sol para los planetas que la
circunvalan) siempre es un hecho aislado. Nunca hay suicidios estelares en
masa, por decirlo así.
Hay
doctrinas religiosas que moderan estas hipótesis del fin del mundo en el
sentido de que no necesariamente implicaría el fin de la Tierra ni el de la
humanidad, sino simplemente el cierre del ordenamiento creado y establecido por
el hombre. Algo así como habría ocurrido en tiempos de Noé con los
sobrevivientes del Diluvio, después del cual las cosas humanas cambiaron pero la Tierra igual se mantuvo
firme como planeta. Cabe destacar que todos los pueblos antiguos —bíblicos y no
bíblicos— contaron la leyenda de una gigantesca inundación y del rescate de
unos pocos justos o elegidos, leyenda que apenas varía en detalles.
El
autor juega entonces con estas dos teorías (fin del mundo y nombres secretos de
Dios) y lo hace de manera magistral utilizando como base la supuesta doctrina
de una secta de lamas.
La
sorpresa, a modo de ironía, radica en que no se trata de algo “tan
trivial como el fin del mundo”, según el jefe de los lamas, sino de algo
mucho más grave y contundente: el fin de todas las estrellas, las que se van
apagando una a una con gran rapidez. Este “apagón” deja implícito que también
ocurriría lo mismo con aquellas estrellas que son invisibles solo por causa de
su lejanía, sea que estén en nuestra galaxia (Vía Láctea) o en cualquiera de
las otras. Es decir, que el fin a que apunta el cuento de Arthur Charles Clarke
es el mismísimo fin del Universo.
Desde
el punto de vista místico, la gran innovación a la doctrina conocida es que no
se trataría de un final decretado por Dios a la manera tradicional, es decir
para castigar los pecados humanos, sino simplemente de una cuestión de lógica
trascendente: si Dios hizo su obra para que la propia creación lo admirase y
adorara, una vez descubiertos todos los nombres divinos ya no habría
mayores misterios que develar (pues se conocerían todos sus atributos, por
decirlo así), ergo la finalidad del hombre (y de todo el Universo) se habría
agotado y no tendría objeto dejarlos en pie.
UNA
ACLARACIÓN SOBRE EL GÉNERO LITERARIO
Se
podría considerar que el cuento, con los enormes progresos que ha alcanzado la
informática, en la actualidad ya no pertenecería a la ciencia ficción. En
efecto, probablemente a una computadora moderna le sería fácil ejecutar la
tarea en un tiempo muy breve. Pero esto sería solo un detalle de clasificación
de subgéneros literarios y no desmerece la obra en sí, que, por otra parte,
está bien estructurada y tiene mucho ritmo.
ALGUNOS
DETALLES CURIOSOS
1)
El autor es muy astuto al no decirnos de cuántas letras se compone el alfabeto
especial creado por los lamas. Esto elimina posibles errores en el título del
cuento, tanto por exceso como por defecto. Por otra parte, si ese alfabeto
especial tuviera infinitas letras (siguiendo la idea de que todo lo referido a
Dios es infinito: longevidad, sabiduría, amor, poder, etc.) no habría solución
para la búsqueda de estos lamas porque daría también como resultado infinitos
nombres.
2)
Hay que recordar que este cuento fue publicado en 1953 bajo el nombre de The
Nine Billion Names of God. En aquel tiempo un cálculo de probabilidades de
este tipo y su desarrollo en el papel era una tarea realmente larga y
engorrosa; muy propia para la ciencia ficción de ese momento.
Por
entonces —y hasta bastante después también— una computadora de gran poder
implicaba una máquina realmente grande y pesada, equivalente en ciertos casos a
un mueble de gran tamaño, que podía ocupar una habitación de grandes
dimensiones. De ahí que en el cuento se hable de las ventajas de estar hecha de
pequeñas piezas y ser fácilmente desmontable.
3)
La pregunta del director de la empresa de informática al jefe de los lamas, en relación
a la posible repetición de una letra es muy conducente (“¿Tres? ¿Seguro que
no serán dos?”), pues en los idiomas occidentales una letra nunca se repite
más de dos veces seguidas. Pero esto no tiene que ser igual para otros
idiomas.
4)
Sobre el chiste de ponerle como nombre “Proyecto Shangri-La” a
las tareas informáticas en el monasterio, hay que aclarar que en las
tradiciones budistas tibetanas hay un reino mítico: Shambhala. En este tema
parece haberse inspirado James Hilton al crear su Shangri-La en la novela Horizontes
perdidos (1933). Sería un lugar de los montes Himalaya, con paisajes
maravillosos, donde el tiempo se detendría en un ambiente de paz y frescura;
una especie de paraíso. Esto, a su vez, dio origen en su época a una onda
orientalista en Occidente con referencia a ese paraíso, que influyó bastante en
varios grupos de música y organizaciones místicas.
5) “Una
de sus pesadillas recurrentes era que hubiese un cambio de planes y que el gran
lama (a quien ellos habían bautizado Sam Jaffe, aunque no se parecía en nada)
anunciara de pronto que el proyecto continuaría hasta el año 2060. Eran bien
capaces de algo así.”
El
detalle es genial: para unos monjes que poco les interesa quemar generaciones y
generaciones en buscar SU verdad, el “secuestro” de dos ingenieros occidentales
en su monasterio del Himalaya hasta lograr sus fines místicos sería un detalle
absolutamente trivial. A partir de entonces los dos personajes occidentales del
cuento se ponen a la defensiva.
Recordemos
también que Sam Jaffe (8/3/1891 — 24/3/1984) fue el actor que en 1937
interpretó al gran lama en la película Horizontes perdidos.
UN
INDICIO INTERESANTE
Antes
del desenlace, el autor nos pone una frase significativa: “Una semana
más, gracias al cielo, su trabajo habría terminado”. Que también puede
tomarse como que Dios se dispondrá a concluir todo.
Al
comienzo del cuento, el doctor Wagner hace a su interlocutor una pregunta
importante: “Pero, ¿cuál es el objeto de la operación?”
El
jefe lama le explica entonces el asunto de los múltiples nombres de Dios y
otros detalles relacionados, pero astutamente se las arregla para no responder
lo esencial de la pregunta, es decir no le dice para qué su monasterio quiere
conocer todos esos nombres. El presidente de la compañía discretamente (se
había arrepentido pronto de haber preguntado) no insiste en el tema; la charla
y las cuestiones técnicas a resolver contribuyen después a que el asunto caiga
en el olvido. La cuestión del porqué la descubrirá uno de los ingenieros en el
monasterio tibetano una semana antes del fin.
ARTHUR
CHARLES CLARKE
Nació
en Minehead (Somerset), Inglaterra, el 17/12/1917. Fue un importante autor de
ciencia ficción (para muchos, a la altura de un Isaac Asimov), guionista de cine
y divulgador científico. En 1988 se le otorgó el título de caballero del
Imperio Británico. Murió en Colombo, Sri Lanka (ex Ceilán), el 19/3/2008.
Bibliografía
Novelas:
•
Serie Odisea: 2001: Una odisea espacial (1968), 2010: Odisea dos
(1982), 2061: Odisea tres (1987), 3001: Odisea final (1996).
•
Serie Rama: Cita con Rama (1973), Rama II [1] (1989),
El jardín de Rama [1]
(1991), Rama revelada [1] (1993).
•
Otras: A la caída de la noche (1946), El león de Comarre
(1948), Preludio al espacio (1951), Las arenas de Marte (1951), Islas
en el cielo (1952), El fin de la infancia (1953), Claro de
Tierra (1955), La ciudad y las estrellas (1956), En las
profundidades (o Terror bajo el mar) (1957), Naufragio en el mar selenita
(1961), Regreso a Titán (1975), Fuentes del paraíso (1979), Cánticos
de la lejana Tierra (1986), Venus Prime [2] (1987), Cuna [1]
(1988), Tras la caída de la noche [3] (1990), El
espectro del Titanic (1990), El martillo de Dios (1993), Luz
de otros tiempos [4] (2000), El ojo del tiempo [4] (2007),
El último teorema (2008).
Colecciones
de relatos:
Expedición
a la Tierra (1953), Alcanza el mañana
(1956), Cuentos de la
Taberna del Ciervo Blanco (1957), Relatos de diez
mundos (1961), El viento del Sol: relatos de la era espacial (1972),
Cánticos de la lejana Tierra (1987), El centinela (1990), Cuentos
del planeta Tierra (1991).
Divulgación
científica:
El
desafío de la nave espacial (1975), 20
de julio de 2019. La vida en el siglo XXI (1986), El mundo es uno
(1992).
Premios:
•
Nebula (1973), Hugo, Locus y John W. Campbell Memorial (1974) a la mejor novela
por Cita con Rama.
•
Hugo (1980) a la mejor novela por Fuentes
del paraíso.
Referencias:
[1] Escrita con Gentry Lee.
[2] Escrita con Paul Preuss.
[3] Escrita con Gregory Benford.
[4] Escrita con Stephen Baxter.
“LAS
AVENTURAS DE TOM SAWYER” DE MARK TWAIN
Héctor
Zabala ©
.
La
novela describe las peripecias de un chico huérfano, preadolescente, Tom
Sawyer, criado por una tía amorosa, aunque también muy estricta, en un pequeño
pueblo a la vera del Misisipi. Es una muy buena pintura de las costumbres,
bondades y prejuicios de la sociedad norteamericana de la época previa a la
guerra de secesión, un cúmulo de pensamientos y tradiciones que en muchos casos
sobrevivirá al conflicto armado, y que los abolicionistas del norte no lograrán
desterrar del todo. Mark Twain despliega con su pluma no solo una exquisita
narrativa sino también un humor ácido sobre lo que estaba mal pero se suponía
que estaba bien y lo que parece estar bien cuando en realidad estaba mal.
En
su novela convive el amor de preadolescentes con sus idas y vueltas (Tom y
Becky), la amistad inalterable (Tom y Hukleberry Finn), el idealismo
imaginativo de Tom que confunde a veces ficción y realidad (y arrastra a sus compañeros
en esa confusión), las supersticiones en boga (tanto de negros como de
blancos), la lealtad del negro Jim (a quien encuentran fugándose), el mutuo
respeto entre los tres, el canto a la libertad individual que suponen las
actitudes e ideas de Huckleberry (menos inteligente que Tom, pero constituyendo
la envidia de los demás chicos) y en general la negativa a seguir los cánones
de los adultos y de la sociedad. A su modo, los tres son rebeldes pero buenas
personas. Todo esto, sumado a un argumento que combina sensatez con hechos
desopilantes, hace de este libro una verdadera obra maestra de la
literatura.
De
ahí que no se trate de una novela exclusivamente recomendable para niños y
adolescentes, como a priori podría pensarse. Es mucho más: se trata de una obra
de lectura obligatoria para todos.
MARK TWAIN
Su
verdadero nombre era Samuel Langhorne Clemens y fue un popular y prolífico
escritor norteamericano que cultivó el humor y la crítica social en sus obras.
Progresista, antiesclavista y de ideas antiimperialistas, no han faltado
críticos que reprocharan a la
Academia Sueca su falta de criterio al no incluirlo jamás en
el Nobel de Literatura. Nació en Florida (Missouri) el 30/11/1835 y murió en
Redding (Connecticut) el 21/4/1910.
Bibliografía:
La
célebre rana saltarina del condado de Calaveras (1865), Los inocentes en el extranjero (o Guía
para viajeros inocentes, libro de viajes satírico, 1869), Memorándum de
Mark Twain: desde la galaxia (o Una vida dura, 1871), Un
sueño raro (1872), Cuentos humorísticos (1872), Los
inocentes en su país (1872), La edad dorada (1872), Relatos cortos (1874),
Relatos cortos: nuevos y antiguos (1875), Las aventuras de Tom Sawyer
(1876), Viejos tiempos en el Misisipi (1876), Los hechos
relativos a la ola de crímenes en Connecticut (1877), Una excursión
tranquila (1878), Taladrad, hermanos, taladrad (1878), Los
perros del ocaso (1878), Un vagabundo en el extranjero (1880), Una
aventura curiosa (1881), Príncipe y mendigo (1882), El robo del
elefante blanco (1882), Vida en el Misisipi (autobiografía,
1883), Las aventuras de Huckleberry Finn (1884), Un yanqui
en la corte del Rey Arturo (1889), Datos para reconstruir los recuerdos de Mark Twain (1891), El conde estadounidense (1892), Narraciones humorísticas (1892), El billete de un millón de libras esterlinas (1893), Tom Sawyer a través del mundo (1894), Cabezahueca Wilson (1894), Recuerdos personales de Juana de Arco (1896), Tom Sawyer detective (1897), Siguiendo
el ecuador (libro de viajes, 1897), El corruptor de Hadleybur (1899),
Los sinsabores de la vida humilde (1900), El hombre que corrompió a
una ciudad (1900), Inglés como se lo enseñan (1901), A la persona
sentada en la oscuridad (1901), Dos detectives ante un barril (1902),
Mi primera experiencia literaria, con otros ensayos e historias (1903), Cuento
de un perro (1904), Extracto del diario de Adán (1904), Soliloquio
del rey Leopoldo: una defensa de su dominio del Congo (1905), Oración
de guerra (cuento, 1905), Diario de Adán y Eva (1906), ¿Qué es el
hombre? (1906), Un legado de 30000 dólares (1906), La
historia de un caballo (1907), ¿Ha muerto Shakespeare? (1909), El
jubileo de la reina Victoria (1910).
Post
mórtem
Entre
otros: Carta a los pioneros de California (1911), El forastero
misterioso (1916), La curiosa república de Gondour y otros extraños
relatos cortos (1919), Autobiografía (1924).
Luis Benítez ©
Fotografías: gentileza de la autora.
"No recordamos días, recordamos momentos.
La riqueza de la vida radica en la memoria
que hemos olvidado " (Cesare Pavese)
Fotografías: gentileza de la autora.
"No recordamos días, recordamos momentos.
La riqueza de la vida radica en la memoria
que hemos olvidado " (Cesare Pavese)
Kathryn Rantala |
En su famoso ensayo titulado
Kathryn
Rantala, autora norteamericana contemporánea que reside actualmente en Spokane,
estado de Washington, Estados Unidos, cumple acabadamente con esta premisa
pavesiana. A través de sus prosas breves y poemas, nos asombra su desafío:
conservar en palabras fugaces instantes, visiones y fragmentos de la realidad
profunda, en un ir y venir desde las sensaciones subjetivas hasta la más
rigurosa objetividad, haciendo que esta se transforme en otro instrumento para
revelarnos quiénes somos y quiénes son los otros, cuáles las circunstancias que
compartimos y cuál es el devenir común que nos transporta a través de la
existencia. Emplea para ello una gran variedad de estilos escriturales,
suficientes para abarcar con talento viajes y aventuras, sentimientos y
lecturas, en una miscelánea que nos conmueve tanto por las vivencias
experimentadas por su autora como por la erudición y la capacidad de nombrar lo
aparentemente inefable que demuestran sus versos. Entre sus obras publicadas,
podemos mencionar: The Dark Man (1975); Missing Pieces, a
coroner's companion (1999); The Plant Waterer and other things in common
(2006); Traveling With the Primates (2008); As If They Were
A Basket (2008); The Spokane Trilogy (2009).
Los siguientes poemas pertenecen a su libro Traveling With the Primates (Viajando con los primates).
Los siguientes poemas pertenecen a su libro Traveling With the Primates (Viajando con los primates).
A LO LARGO DE
MISSOURI
Kathryn Rantala ©
Tranquilo llegó hasta nosotros
y se quedó allí.
Entonces las langostas sonaron fuerte
en sus grupos de alabanza
y la brisa se elevó
sin hacer crujir las cáscaras abandonadas
en las ventanas.
Luego llovió
y llovió y llovió
llevando el aire hacia abajo con ello,
como una sombra.
Hace algunos años, algunos ladrillos allí
se levantaron y fue dicho:
vamos a construir una ciudad, aquí mismo.
Volvimos allí cada martes
por un tiempo
y luego proseguimos:
Creo que fue hacia el oeste.
Beautiful Savior [*].
[*] Nota del traductor: “Bello Salvador”, un himno religioso luterano (circa 1677) de autor anónimo.
Kathryn Rantala ©
Tranquilo llegó hasta nosotros
y se quedó allí.
Entonces las langostas sonaron fuerte
en sus grupos de alabanza
y la brisa se elevó
sin hacer crujir las cáscaras abandonadas
en las ventanas.
Luego llovió
y llovió y llovió
llevando el aire hacia abajo con ello,
como una sombra.
Hace algunos años, algunos ladrillos allí
se levantaron y fue dicho:
vamos a construir una ciudad, aquí mismo.
Volvimos allí cada martes
por un tiempo
y luego proseguimos:
Creo que fue hacia el oeste.
Beautiful Savior [*].
[*] Nota del traductor: “Bello Salvador”, un himno religioso luterano (circa 1677) de autor anónimo.
AZUL SIN LÍMITES
Kathryn Rantala ©
En ocasiones, el público es admitido en pequeñas
cantidades a una exposición de lo contrario cerrada. Ellos
ingresan silenciosamente y se agrupan en el centro,
controlando los pequeños movimientos para evitar a los otros,
cuadrando los hombros bajo sus abrigos, enrollando
la tela de los paraguas con firmeza y aliviando
los puntos con cuidado a lo largo de la pierna en el suelo.
Las puertas son cerradas, las luces apagadas, y a
una señal el techo se retrae para revelar una
visión del cielo como ninguna que hayan visto antes.
La habitación se inunda de un azul sin límites.
Esto excita en ellos una rapsodia, una cascada de
sensaciones. Apenas pueden controlar sus
manos. Ninguno usa la palabra del otro para
describirlo. Su éxtasis único ilumina
en ellos las ricas procesiones del equinoccio.
Luego, cuando el cielo se está cerrando, ellos escuchan desde fuera,
desde la distancia imaginable, desde enrejados
de nieve costrosa: una hoja de grietas bajo los pies,
que no se puede distinguir de un balazo. El sonido salta
y rebota vertiginosamente, de pared a pared. Nadie
tiene la menor idea sobre cómo expresar lo que ha sucedido.
Kathryn Rantala ©
En ocasiones, el público es admitido en pequeñas
cantidades a una exposición de lo contrario cerrada. Ellos
ingresan silenciosamente y se agrupan en el centro,
controlando los pequeños movimientos para evitar a los otros,
cuadrando los hombros bajo sus abrigos, enrollando
la tela de los paraguas con firmeza y aliviando
los puntos con cuidado a lo largo de la pierna en el suelo.
Las puertas son cerradas, las luces apagadas, y a
una señal el techo se retrae para revelar una
visión del cielo como ninguna que hayan visto antes.
La habitación se inunda de un azul sin límites.
Esto excita en ellos una rapsodia, una cascada de
sensaciones. Apenas pueden controlar sus
manos. Ninguno usa la palabra del otro para
describirlo. Su éxtasis único ilumina
en ellos las ricas procesiones del equinoccio.
Luego, cuando el cielo se está cerrando, ellos escuchan desde fuera,
desde la distancia imaginable, desde enrejados
de nieve costrosa: una hoja de grietas bajo los pies,
que no se puede distinguir de un balazo. El sonido salta
y rebota vertiginosamente, de pared a pared. Nadie
tiene la menor idea sobre cómo expresar lo que ha sucedido.
Currículo de Luis Benítez en
Suplemento de Realidades y Ficciones Nº 22:
Email: lb20032003@gmail.com
LA GRAN PATRIA KAFKIANA
Agustín Romano ©
Se deben haber
descuidado muchas cosas en la defensa de nuestra patria. Dedicados a nuestro
trabajo, nunca lo pensamos, pero nos inquietan los sucesos de los últimos
tiempos. (F. Kafka)
El arte debe ser como el espejo /
que nos revela nuestra propia cara. (J.L.Borges)
El arte debe ser como el espejo /
que nos revela nuestra propia cara. (J.L.Borges)
Una
noche de 2001, en una reunión de amigos, escuché a alguien calificar de país
kafkiano a la Argentina
de aquel entonces. El epíteto circuló sin dificultad y sin asombrar a nadie. Todos,
inconscientemente o no, reconocíamos en él nuestra circunstancia, lo que
equivalía también a reconocernos a nosotros mismos.
Debo
decir que mi relación con Kafka fue temprana. Mucho más temprana que con otros
autores. Un día, a mediados en los primeros años de la década del cincuenta,
mientras cursaba el último año de la escuela primaria, uno de mis compañeros me
dijo que estaba leyendo una novela genial llamada La metamorfosis de
un “tal” Kafka. Estaba tan entusiasmado que no dudé en pedírsela prestada. A
los pocos días, aquel muchachito dejó generosamente en mis manos un pequeño
tomo anaranjado editado por Losada para su colección La
pajarita de papel y que llevaba un prefacio de otro fulano (también
desconocido para mí) llamado Borges. Es así que Kafka, Borges y uno de los
libros en el que —al parecer— se cifra una buena parte de nuestra historia y de
nuestra propia vida comenzaron a serme familiares. Por aquellos años el país
daba la sensación de crecer vertiginosamente. Por todos lados había
inauguraciones y era común que la alegría de los bombos inundara las calles que
parecían conducir a un futuro venturoso.
Nadie
en aquel tiempo hubiese calificado de kafkiano al país. Excepto un escritor tan
disconforme como desconocido que terminó por marcharse a París porque el ruido
de los bombos y una celebre marchita que invadían la ciudad no le dejaban
escuchar la música de Alban Berg, lo cual, según algunos, le inspiró uno de sus
primeros cuentos: Casa tomada, que podría ser leído como un relato
típicamente kafkiano.
No.
Por los cincuenta si alguien hubiese denominado al país de kafkiano hubiese
corrido el riesgo de ser tildado de extravagante. Tampoco nadie hubiese podido
prever la metamorfosis que nos llevaría, entre 1976 y 2001, a estar más cerca
de Gregorio Samsa que de Gardel.
Es
mi intención indagar en el azogue del cristal kafkiano para saber hasta dónde
nos devuelve la imagen de la cara de los argentinos de las últimas décadas. Por
lo tanto, repasaremos brevemente algunos aspectos del mundo kafkiano y de
nuestras circunstancias.
I.
EL MUNDO KAFKIANO
Me
parece que para los fines que me propongo se hace necesario que declare
previamente la idea en que fundamentaré mi exposición.
Tengo
para mí que la obra kafkiana se elabora sobre la base de transgredir o negar el
término “ley” en todas las acepciones habituales.
Trataré
de comprobar o contrastar esta hipótesis tomando el criterio de niveles de
realidad elaborados por algunos lógicos a partir de la obra de Ludwig
Wittgenstein.
1.
Según el nivel óntico (o del
universo en sí, independiente del conocimiento)
a)
El espacio y el tiempo: En el
universo kafkiano son insondables, misteriosos e infinitos en cualquiera de sus
fragmentos. Muchas de sus manifestaciones son irracionales. E].: Una
confusión cotidiana, La construcción de la muralla china.
b)
El orden biológico: En este orden
reina el capricho. En una misma criatura suelen darse mezclas raras de
distintos animales y también transformaciones no menos extrañas. Los animales
(perros, monos, topos, chacales, etc.) habitualmente alcanzan el lenguaje y
ciertas formas del pensamiento, pero los hombres pueden caer en la animalidad
más baja. Ej.: Una cruza, Informe para una academia, Investigaciones de
un perro, La metamorfosis.
c)
El orden social: Aquí reina la arbitrariedad, especialmente en todo lo que
tiene que ver con el Poder y la Justicia. Los que detentan el poder, a veces
imponen a sus subalternos penas desmesuradas. Ej.: La condena, En la
colonia penitenciaria, El proceso. En otros casos, los ignoran totalmente.
Ej.: América, El castillo.
En
cuanto a la Justicia ,
esta puede se administrada por tribunales desconocidos ante los cuales los
acusados ignoran cuáles son sus delitos y cuál el sistema legal por el que
serán juzgados. Ej. El proceso.
2.
El nivel gnoseológico (o de los
procesos subjetivos del conocimiento)
Todos
los sujetos kafkianos son sumamente limitados en cuanto a sus facultades de
conocer el universo y en cuanto a su autoconocimiento.
3.
El nivel ontológico (o del
universo conocido)
No
existe en la obra kafkiana ninguna teoría explícita que pueda totalizar una
imagen del universo y determinar causalidades y valores.
4.
El nivel expresional (o del
lenguaje)
Desde
el punto de vista expresional, existen en la obra kafkiana dos tipos de
narradores: los que narran en primera persona y son consecuentes con las
limitaciones enunciadas en el nivel gnoseológico, ya que solo registran, desde
un punto de vista subjetivo e imperfecto, el fragmento infinito del universo en
el cual se encuentran; y los que narran en tercera persona, que registran
objetivamente su microuniverso, pero sin asumir sistema de pensamiento alguno,
al modo de una cámara cinematográfica.
II.
LA METAMORFOSIS
ARGENTINA
Veamos
ahora nuestra realidad.
Convendrás
conmigo en que a lo largo de su historia el país pudo poner siempre “algo” en
los mercados del mundo, según las épocas: cueros, tasajo, carnes, trigo,
materias primas o productos de la industria liviana. En cambio, a partir de la
década del setenta, la
Argentina se fue quedando atrás sin nada que ofrecer,
mientras que los mercados podían proveerla de “todo” a precios
incompetibles.
Como
resultado de esto comenzó el derrumbe económico. Y si a este proceso le
agregamos el estado de violencia que, si bien no fue exclusivo de esta década,
alcanzó en ella características de pesadilla, cuando —desde el propio estado—
un grupo de delirantes la ejerció como ya sabemos.
La
realidad se tornó tan insoportable que... después vendría la Democracia. Pero
el país ya no sería el mismo.
Desde
entonces la situación se halla agravada por una deuda externa descomunal, por
la liquidación de la industria y la venta de casi todas las empresas estatales.
Al simple ciudadano se lo condenó, poco a poco, a la desocupación o al trabajo
en negro; a la inseguridad de un nuevo tipo de violencia cotidiana: a estar
cautivo de empresas de servicio, ahora en manos privadas, las que obtienen
ganancias exorbitantes; a la declinación de casi todos los planes sociales de
salud, educación, seguridad y justicia.
III.
LA SECRETA PATRIA
KAFKIANA
Todas
las patrias que alguna vez nos sedujeron o tuvieron alguna vigencia (la
occidental y cristiana, la peronista, la metalúrgica, la ganadera, la
socialista, la comunista, etc.) forman parte desgraciadamente de “lo que no fue”
o de “lo que el viento se llevó”. Sin embargo, de lo que nunca se ha hablado,
en términos políticos durante todos estos años, fue de una patria kafkiana. Y esta
es, precisamente, la que comenzamos a percibir en nuestro entorno a partir de
1976 como presencia fatalmente real de un mundo dislocado.
Si
tomamos en cuenta lo dicho más arriba en cuanto a la relación entre el Poder y
sus subordinados, resultan muy claros los paralelismos.
En
el tiempo de “El Proceso” —nos estamos refiriendo al militar— todos éramos
culpables y las penas desmesuradas eran lo habitual. ¿Cuál era el nombre de los
jueces? ¿Cuál el sistema jurídico? ¿De qué se acusaba a la gente?
Leer
los testimonios del Nunca más es tan aterrador como leer un
texto como este, que pertenece al cuento En la colonia
penitenciaria:
—¿Conoce
él su sentencia?
—No
—dijo el oficial, tratando de proseguir inmediatamente con sus explicaciones;
pero el explorador lo interrumpió:
—¿No
conoce su sentencia?
—No
—repitió el oficial, callando un instante, como para permitir que el explorador
ampliara su pregunta—. Sería inútil anunciársela. Ya la sabrá en carne
propia. (El subrayado es
nuestro)
En
el tiempo de “La Democracia ”
las cosas no fueron mucho mejores.
Recordemos
que gracias a uno de esos funcionarios que transitaron fugazmente por el
gobierno, se comenzó a hablar, en algún momento, de la existencia de la “Ley de
Murphy”, ley tan afín al mundo kafkiano.
¿Quién
al perder su trabajo no se sintió como K? Me estoy refiriendo al agrimensor
de El Castillo, quien al no lograr entrar en contacto con las
autoridades que lo han contratado, para sobrevivir tendrá que ocuparse de
menesteres muy inferiores a su capacidad y que al fin vivirá en la desolación
sin lograr ser reconocido.
¿Qué
muchacho no se sintió en estos años un Karl Rossmann, el protagonista de América,
teniendo que deambular de aquí para allá, sin ningún destino, obligado a
conformarse con pequeños trabajos inestables y sórdidos?
¿Quién
que tenga un empleo no teme la acción de un oculto tribunal que en cualquier
momento puede decretar su muerte civil echándolo, no a un calabozo, sino
simplemente a la calle?
¿Quién,
al tratar de dar cuenta de la lógica del poder político, no sintió frente a
este poder la misma incertidumbre que el narrador de La construcción de
la muralla china?
¿Qué
artista o qué hombre común puede escapar al temor de considerarse un artista
del hambre?
¿Quién
no se sintió arrojado a un mundo sin ley y sin justicia? Sin embargo, existían
algunos que creían estar en el gran teatro integral de Oklahoma cuando la
mayoría temíamos, en cualquier momento, transformarnos en cucarachas.
Según
Oscar Wilde la naturaleza imita al arte. Quien mire algunas décadas
de la historia Argentina podrá tener una buena prueba de ello.
¡Qué
lejos estamos de aquellos tiempos idílicos cuando en la Plaza de Mayo Nicola Paone
le cantaba al General “Uhe, Uhe, Paesano”, los muchachos le daban duro al bombo
porque estaban alegres y se elegía a la Reina del Trabajo! ¿Verdad?
Las
conclusiones, si es que las hay, quiero dejarlas abiertas. Me gustaría que me
hicieras llegar tus opiniones o que me dijeras que si en tu país hubo o hay
tiempos similares. Tal ve podríamos, de este modo, llegar a conocer el mundo de
hoy; del que Kafka fue profeta.
Currículo de Agustín Romano en: http://www.polisliteraria.blogspot.com/
Email: polis_literaria@yahoo.com.ar
VIRGINIA WOOLF DESDE MI
CUARTO MONTEVIDEANO
Tomás Stefanovics ©
Tomás Stefanovics ©
Virginia Woolf |
Posiblemente
no exista una razón única. Me sería muy difícil argumentar, por ejemplo, que es
la sinceridad de su diario que capturó mi interés. Dicho sea de paso, me costó
acostumbrarme. No me llamaba la atención. Virginia llevaba una vida recatada;
no vivía aventuras, que tampoco le apetecían. Un poco como Borges, conoció el
mundo a través de la biblioteca de su padre, un hombre muy culto, con fama de
filósofo. (Se me ocurre ahora que Virginia probablemente leía los mismos
títulos que Borges.) El mayor riesgo y exceso de su existencia fue el que vivió
su hermano favorito, Thoby, que murió joven. Sin embargo, pensándolo bien, ¿de dónde
iba a sacar el material de sus novelas si no de lo que contaban sus
amigas?
Lo
más aventurero, fuera de lugar que escribió fue Orlando, que se discute si es
una novela, alegoría, historia o biografía o la sátira de todo esto. Algunos
sostienen que trató de fijar las experiencias psicológicas de una poeta
mientras escribía una obra importante. O también que quiso ilustrar aquí las
maneras cambiantes en la literatura: ora masculina y heroica, ora femenina y
romántica. La impresión que deja es que se trata de fantasía desde el comienzo
hasta el fin. Incluso puede parecer raro que una mujer tan sensata, consciente,
fiel en su matrimonio haya imaginado semejantes desenfrenos, y haya escrito
acerca de contactos eróticos con personas de ambos sexos. Se sentía tan hombre
como después mujer, hasta llegar a ser padre de tres hijos y madre de un varón.
Desde Tiresias nadie ha cambiado de sexo. Y Tiresias no tuvo hijos. Borges, el
traductor al español del libro, dijo que esta es su obra más intensa.
A
mi juicio, incluso el anacoreta más retirado del mundo necesita alguna válvula
de escape. Virginia, en esa obra, literalmente se soltó, se liberó de una
cantidad de prejuicios y tabúes de su sociedad, digirió siglos, inventó escenas
llenas de humor, criticó acerbamente la moda y las reuniones sociales que ella
misma organizaba, se burló de los escritores ingleses (también de su propio
Hogarth Press), jugó con el tiempo y las distancias y exageró hasta donde le
permitía el buen gusto. Se habrá dicho: “vamos a ver, qué hiciera yo si
pudiera, si me animara...” No nos olvidemos que después de medio siglo de corsé
victoriano ella vivía el espíritu del nuevo siglo, especialmente las delicias
de los “roaring twenties”.
Parte
de esos excesos Virginia los experimentó con una de sus amigas íntimas: Vita
Sackville-West, a quien la autora dedicó el libro. Vita misma y su marido
escribieron sendos libros de los que Virginia se apropió en gran medida;
utilizó la historia de Vita, la descripción de su casa y ambiente y cantidad de
detalles, hasta sus fotografías. La madre de Vita estaba horrorizada; el hijo
de Vita, en cambio, dijo de Orlando que es “la carta de amor más larga y
encantadora que hay en la literatura”. Y es el libro más vendido de su
autora.
¿Quiere
decir que Virginia logró arreglarse siempre? En otro aspecto, hubo un problema
insoluble. Ella atravesó varios accesos más o menos fuertes de enajenación
mental. Los sentía venir y entonces no le era posible actuar de una manera
normal. Perdía el apetito y las ganas de vivir. Incluso intentó el suicidio.
Estuvo en tratamiento. Después mejoró su estado, sin que hubiera podido olvidar
todo lo que había sufrido y lo que, ella estaba segura, hacía sufrir a los
suyos. Por tal razón, cuando sentía una vez más la proximidad inmediata de su
mal, escribió una carta de despedida a su marido, eligió un momento oportuno
para escapar, llenó sus bolsillos de piedras y entró al río Ouse que corría
cerca de su casa, pidiendo a su marido que destruyera todos sus papeles.
Ya
dije que posiblemente no exista una única razón para mi admiración. Sí, es
verdad: me impresionó la sinceridad de su diario; de igual modo la fantasía
exuberante de su Orlando que es algo único en la literatura y, para qué
negarlo, también el coraje de pasar por ciertas experiencias no cotidianas en
su época. ¿Hablo de coraje? Sé que existen opiniones muy variadas y
contradictorias sobre el último acto de su vida. Aunque muchos la condenen por
ello, ¿no demostró por lo menos coraje al elegir ella misma su propio
fin?
Existe
un punto más, para muchas mujeres lo más importante que hizo. En El cuarto
propio fue la primera que reclamó un lugar adecuado, una habitación separada,
sí, un cuarto propio para todas las mujeres que querían escribir (y se
sobreentiende: las que querían esculpir, pintar, componer, etc.) y, además de
eso, de lo que muy pocos hablan, quinientas libras de ingreso por año que, hoy,
tal como está la cotización, no vale gran cosa, pero que en su época
significaba un pequeño capital. Virginia, junto a otras escritoras como Sor
Juana Inés de la Cruz
o Flora Tristán, a su manera, era una feminista, una feminista con exigencias
concretas: un cuarto propio y quinientas libras anuales. Sin bases materiales
adecuadas no hay creación.
Lo
más grande, sin embargo, que nos ha dejado y por lo que es más recordada en el
mundo entero no es su sinceridad, la fantasía, el coraje de hacer (y de
deshacer también) no importaba qué cosa y ni siquiera el gesto solidario hacia
sus hermanas artistas sino la obra novelística salida de su pluma.
En
este campo Virginia no hizo mucho. Joyce, Kafka, Camus tampoco. Pero casi todo
vale y perdura. A mí me acompaña permanentemente el recuerdo de tres novelas
magistrales.
Al
faro (Prix Fémina), constituyó
un gran éxito y es acaso también su obra más festejada por la crítica,
empezando con el famoso Auerbach (“acaso la mejor obra de ficción del siglo
XX”). La autora admitió en una carta que no trataba de significar nada especial
con la novela. Algunos críticos, sin embargo, afirmaron que hizo una especie de
exorcismo de los fantasmas de sus padres; otros, que la composición, en forma
de sonata de tres secciones, utilizó una idea de Bergson, la durée, que
funciona como un organismo, para llevar a cabo una sucesión sin pausa de
cambios cualitativos. Hay una comunicación a través de los símbolos, los
colores y las formas que no adquieren realidad. Los caracteres y las
situaciones evolucionan, se influyen y se interpenetran; la vida se convierte
en obra de arte y esa obra se hace vida. La gran revelación nunca viene,
concluye la autora —y también falta el conflicto básico de la novela
tradicional—-, pero sí, pequeños milagros cotidianos. Se acentúa la
trascendencia del instante. La señora Ramsay, la inspiradora de los que la
respetan y quieren, la verdadera heroína, reina porque ha ayudado a resolver el
conflicto. La pintora, con una línea, logra terminar el cuadro.
Para
buena parte de la crítica su obra maestra es Las olas, un texto
algo raro, no acostumbrado en ella, por momentos abstracto, estetizante, que
parece un poema en prosa y no una narración. Hay descripciones muy hermosas
llenas de imágenes poéticas. La autora se larga aquí plenamente en experimentos
técnicos, por ejemplo, el monólogo interior. Los seis personajes principales
cuentan en soliloquios alternados sus historias, cada una de ellas muy densa —el
texto daría, fácilmente, para seis novelas—, plétora de acontecimientos y, la
mayor parte, de reflexiones, a veces contradictorias. “Todavía nos sentimos
profundamente conmovidos y sin embargo irreverentes; contritos y no obstante
ansiosos de que todo concluya de una vez y, al mismo tiempo, poco deseosos de
separarnos”. Pululan las confesiones sobre ansias íntimas y los himnos a la
soledad. Y eso de parte de personas que en otro momento piensan de este modo:
“Hay gentes que buscan un refugio junto a los sacerdotes; otros, en la poesía;
en cuanto a mí, me refugio junto a mis amigos”. En el centro está el tiempo
medido en el pasaje del sol sobre el mar desde la madrugada hasta la noche, y
todo se desarrolla como si sucediera en un solo día aunque la historia abarca
las vidas desde los días del colegio hasta prácticamente la muerte.
Mi
novela favorita es La señora Dalloway. Desde que la leí, ningún
otro título pudo quitarle la primacía. Sé que no estoy solo en eso. El llamado
“Papa de los críticos alemanes”, Marcel Reich-Ranicki, afirmó que es la mejor
novela escrita por una escritora. Tiene varios parecidos con Ulises de Joyce.
Por supuesto que nadie piensa en que alguno de los dos copió al otro (Ulises se
publicó tres años antes); es sencillamente el espíritu de la misma época con
sus problemas peculiares que estaban en el aire tanto en Inglaterra como en
Trieste, Zurich y París, donde residía Joyce. Dicho sea de paso, Woolf fue
llamada también “Joyce en pequeño”. Hogarth Press, propiedad de Virginia y
Leonard Woolf, publicó cosas muy importantes, por ejemplo, Freud en inglés,
pero rechazó el manuscrito de Ulises. Los dueños tuvieron sus razones —además
de que a Virginia no le gustó la novela, en su diario habló de libro grosero,
inculto—, no obstante, para muchos, con esto cometieron un error.
La
novela es otro experimento con el tiempo como varias obras de la autora, aquí
confrontando el presente con el pasado. El matrimonio Dalloway ya había figurado
en su primera obra, en The Voyage Out, de 1915 (procedimiento
típico de Balzac, que fue imitado por muchos, por ejemplo, Faulkner, Onetti,
etc.). Y durante ese día, un miércoles de junio de 1923, la protagonista es
capaz de repasar de nuevo su vida entera. Ella no es muy instruida pero tiene
el don de conocer la gente casi por instinto. Es un ejemplo en varios sentidos:
segura, consecuente; apenas en algunos momentos críticos y solo durante
instantes vacila cuando los recuerdos la embargan. Clarissa Dalloway se ve
confrontada primero con el recuerdo, luego la persona misma de Sally Seton —una
chica de quien ella se enamoró a los dieciocho años, con quien pensaba fundar
una sociedad para abolir la propiedad privada—, Peter Walsh —su antiguo
pretendiente, que estaba apasionadamente enamorado de ella (“Le había influido
más que cualquier otra persona”), a quien ella rechazó pero que le causó dolor
al enterarse de que se había casado con otra— y Richard Dalloway, —su marido,
un hombre bueno, respetado por todos, miembro conservador del parlamento, que
le representaba la seguridad, la posición social y la fortuna y que le había
comprado flores el día de su fiesta pero quien no se animaba a confesarle que
la amaba, tal como se lo había propuesto. Con este último existe un acuerdo
tácito de respetarse mutuamente en su independencia individual. Es imposible
enumerar a todos los personajes. Una figura, sin embargo, es indispensable. La
guerra, aunque ya era cosa del pasado, vuelve en la enfermedad neurótica de
Septimus Warren Smith —la autora puso mucho en él de lo que ella misma había
sufrido y también ecos de la fragmentación de la realidad de La tierra
baldía— y así él, su tragedia, aunque nunca esté en contacto con Clarissa,
entra en su fiesta. Ella capta inmediatamente la mentalidad de los médicos. Los
lectores sentimos que es ella quien hubiera podido ayudar. Virginia anotó en su
diario refiriéndose a este libro: “Quiero criticar el sistema social y mostrar
cómo funciona, en toda su intensidad”. En esa época se desintegraba la
coalición conservadora-liberal que había gobernado el país y era responsable
por la guerra y surgía el partido laborista (donde militaba Leonard Woolf). La
clase social que se reúne para festejar a Clarissa está próxima a su extinción;
en realidad, son “cadáveres andantes”. “Miles de jóvenes habían muerto para que
las cosas siguieran como estaban” había escrito Virginia en el cuento titulado
“Mrs. Dalloway’s Party” publicado antes de la novela. El discurso, casi sermón
del psiquíatra Sir William Bradshaw, que gana muy bien y tiene gran prestigio,
resume la visión de esa clase dominante que no admite la libertad de los locos,
prohíbe partos (el caso de la misma Virginia), penaliza la desesperación e
impide que los ineptos propaguen sus opiniones. En estas condiciones, a
Septimus no le queda otra alternativa que el suicidio.
Clarissa
Dalloway es indudablemente el centro, el punto de referencia, alrededor de
quien gira ese pequeño mundo, la que escucha a los demás que la acosan con sus
problemas. Ella comprende, da una mano y siempre es capaz de perdonar y de
olvidar. Los errores del pasado son del pasado. Por suerte, hoy nosotros
estamos vivos y es lo importante. Aunque, en el fondo, ella siempre esté sola,
sola con sus dichos: “No temas más al calor del sol” (Shakespeare); “Una vez
que has caído, la naturaleza humana se ceba en ti”... Una de las frases que
quedó como un dicho es la que cierra el libro “For there she was”,
traducible al español tanto con “ser” como “estar”: “Porque allí estaba/era”
con lo que resume la imposibilidad de resumir a Clarissa en una conclusión o
fórmula. El personaje no fue ni especialmente hermosa ni inteligente ni
siquiera ingeniosa. Sus mejores amigos, Peter (“Peter conseguía que Clarissa se
viera a sí misma: exagerada”) y Sally, o la señorita Kilman, la institutriz de
su hija, por ejemplo, le encontraban muchos puntos en contra. Sin embargo, hubo
algo que la distinguía entre los demás en esa feria de vanidades, algo real y
positivo: jamás se dejaba ir, siempre se mostraba equilibrada, tenía un corazón
puro, ayudaba donde podía y se alegraba realmente encontrándose con sus
amigos.
En
cuanto a la obra literaria, su estilo, del mismo modo que el mundo social
descrito, es elegante y refinado; las frecuentes digresiones totalmente
justificadas; el diálogo siempre adecuado a las circunstancias del momento. Lo
que realmente interesa, sucede no en el mundo exterior sino reflejado en la
mente. Es necesario admitir que se le han encontrado algunas fallas de
composición y que desde el punto de vista de la técnica narrativa el libro fue
superado por otros títulos. Sin embargo, como creación artística y humana La
señora Dalloway fue lo mejor que escribió. A pesar de ciertas
imperfecciones de la novela y las menguas de carácter de la heroína, se me
ocurre a veces que quisiera tener una amiga como la descrita en Clarissa
Dalloway.
TOMÁS STEFANOVICS
Nació en Uruguay. Estudió Derecho, Filosofía y Literatura. En uso
de una beca, fue a Alemania, donde se radicó. Profesor de Estudios
Latinoamericanos (SDI — Universidad de Lenguas Aplicadas, Münich), de
Literatura Latinoamericana (Universidad de la República , Montevideo) y
docente del Instituto Cervantes. Fue vicepresidente de la Asociación Alemana
de Profesores de Español, director de Khipu, una revista bilingüe,
español-alemán, sobre temas culturales de América Latina, crítico literario,
periodista, traductor y conferencista.
Publicó Dilthey, una filosofía de la vida, 1961
(Primer Premio del Ministerio de Instrucción Pública y del Consejo Directivo
Central de la Universidad ), Los
indios de América Latina, 1982, Análisis del cuento “Una historia
cualquiera” de Arturo Martínez Galindo, 2000, El divorcio, 1980,
cuentos; Cadenas invisibles, 2003 (Mención del Ministerio de
Educación y Cultura), Una mujer diferente, 2010 y Entre
bombas y alambre de púas, 2011, novelas.
Otros ensayos y cuentos suyos aparecieron en muchas revistas y
antologías latinoamericanas y europeas, y se tradujeron a varios idiomas.
REALIDADES Y FICCIONES
—Revista Literaria—
Nº 7 — Diciembre de 2011 — Año II
ISSN 2250-4281
Exp.966996 Dirección Nacional del Derecho de Autor
—Revista Literaria—
Nº 7 — Diciembre de 2011 — Año II
ISSN 2250-4281
Exp.966996 Dirección Nacional del Derecho de Autor
Propietario y Director: Héctor R. Zabala
Av. Libertador 6039 (C1428ARD)
Ciudad de Buenos Aires, Argentina
Currículo: http://www.polisliteraria.blogspot.com/
COLABORARON EN ESTE NÚMERO:
• Héctor Zabala, Ciudad de Buenos
Aires, Argentina
• Luis Benítez, Ciudad de Buenos
Aires, Argentina
• Agustín
Romano, Ciudad de Buenos Aires, Argentina
• Tomás
Stefanovics, Uruguay - Alemania
El listado completo de colaboradores se encuentra a la derecha del blog bajo el acápite COLABORADORES de Revista REALIDADES Y FICCIONES.
Las opiniones vertidas en los artículos de esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor pertinente.
Leí "El viejo" y su análisis...Excelente. Muy buen post, luego seguiré con los otros. Un abrazo. Graciela boticaria.
ResponderEliminarMaravillosos Blog, sí señor. Nada más tenga el tiempo suficiente para leerlo todo con detenimiento, a buen seguro que pasaré más amenudo.
ResponderEliminarUn abrazo Héctor.
Por cierto, el prota de mi novela se llama así, Héctor.
Leí el cuento a los 12 0 13 años en la revista "Tesoro de cuentos clásicos" y me encantó, Le perdí la pista durante muchos años. Lo volví a encontrar en la revista" El cuento" de Edmundo Valadez el año pasado y me volvió a encantar. Sin embargo, esta traducción está mejor y el análisis es muy bueno. Felicidades.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
ResponderEliminarAl final quien es el viejo???
ResponderEliminarAl final quien es el viejo???
ResponderEliminar