REALIDADES Y
FICCIONES
—Revista Literaria—
Nº 13 — Junio de 2013 — Año IV
ISSN 2250-4281
—Revista Literaria—
Nº 13 — Junio de 2013 — Año IV
ISSN 2250-4281
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ciudad y país
(se le avisará cada nuevo número trimestral).
Sumario:
Narrativa
• “Los andamios” de Francisco
García Pavón. Cuento y análisis. (Héctor Zabala)
• Mutilación como esencia natural
del ser humano: Hermann Ungar, “Los mutilados”. Reseña. (Anna Rossell)
• “La mujer de los mil secretos”
de Barbara Wood. (Noelia N. Barchuk Löwer)
Poesía
• La poesía de Rubén Valle. (Luis
Benítez)
Ensayo
• Alegato ante la civilización
técnica: por una nueva forma de pensar. (Gustavo Flores Quelopana)
Y algo más…
• En manos de los intangibles. Entrevista
al escritor de relatos Ángel Olgoso. Bibliografía del entrevistado. (Lidia
Morales Benito)
Nuevos colaboradores de Realidades
y Ficciones (currículos):
• Lidia Morales Benito, Salamanca
(Castilla y León), España
• Noelia Natalia Barchuk Löwer, Resistencia
(Pcia. Chaco), Argentina
LOS ANDAMIOS
Francisco García Pavón ©
Amaneció aquel día un sol de vidrio verde con burbujas en la cara.
Un sol de caramelo de menta esmerilado con la saliva de cierto cielo baboso,
que daba a todas las cosas luz de acuárium [1]. Fue un amanecer
entre tarde y bosque, entre agua estancada y pipermín chorreante, que quitaba a
toda la ciudad su habitual colorido.
Los ciudadanos que madrugaron mucho aquel día, tal vez porque
vieron sus sueños reflejados en verdes pupilas, se asomaban a los balcones a
mirar aquel cielo semáforo, y luego se contemplaban entre sí, asombrados de sus
semblantes clorofílicos. Pero nadie hablaba ni hacía comentarios sobre aquel
fenómeno desconocido. Se limitaban a observarse con gesto inexpresivo, como si
cada cual diese vueltas a su cabeza en busca de la remota causa de aquel
acontecimiento. Las mujeres, al mirarse, iniciaban una mueca alzando el labio y
no se sabe si con deseos de reír o llorar, mostraban sus dientes con un verde
almendreño y el arranque de entre ambos pechos era cauce esmeralda de un
antiguo río. Los niños se asían a las faldas de las madres sin llorar, con
gesto suspicaz, como si sospecharan que sus padres habían puesto especial
empeño en no revelarles cuanto ocurría.
Tanto llamó la atención a los ciudadanos —era natural— el nuevo
color del sol, que tardaron mucho tiempo en fijarse en los andamios. Diríase,
aunque resulte difícil de explicar, que los andamios les parecían consecuencia
de lo averiado del color del día. Y, a pesar de su abundancia —cubrían
absolutamente las fachadas de todas las casas de la ciudad— al fin y al cabo su
forma les resultaba más familiar que un sol verde. Andamios metálicos muy
tupidos, que crucificaban balcones, ventanas y puertas y a veces excedían la altura
de los tejados. Andamios nerviosos y mimbreantes, pero que ofrecían gran
seguridad. Andamios como cuadrículas de hierro amarillo que proyectaban sus
sombras lineales sobre las fachadas iluminadas por aquel verde suave.
Poco a poco, las gentes, provisionalmente acostumbradas a aquella
luz y a la rejería que tapizaba las fachadas de sus casas, empezaron a
confiarse. Se les veía (sin duda movidos por la curiosidad de saber lo que
pasaba más allá, acuciados por el hambre, o por la inercia de ir a sus ocupaciones
cotidianas) deambular con mucho tiento sobre los andamios, agarrándose bien a
las barras de hierro pajizo. Eran legiones de funámbulos callados, verdes y
medrosos que marchaban por todos los tramos del andamiaje. Los que vivían a la
altura de los tejados eran los que corrían más riesgo. Quienes andaban a la
altura de las ventanas de los pisos bajos, lo hacían con mayor desenvoltura y
ligereza.
Todos caminaban callados, mirando a una y otra parte, sin hacer
comentarios, como si tuvieran la certeza de no poder eludir todas aquellas
anomalías que les había traído el día nuevo.
Cierto, que desde algún tiempo se susurraba que algo inusitado iba
a acontecer. Los espíritus estaban agitados y se presentía una grave mutación
del orden establecido, pero nadie pensó que las cosas tomaran tan excéntrico
camino. Decir hombre es decir esperanza, que procura teñir los peores presagios
con evasiones consoladoras.
Bien mirado, el que el sol fuera verde y las casas estuvieran
apresadas por andamios, resultaban incomodidades soportables, si se comparan
con la muerte misma que, al menos mentalmente, suele considerarse la más
extremosa incomodidad.
Además, en seguida comprendieron todos que la existencia de los
andamios era una saludable invención de la municipalidad para que los
ciudadanos pudieran desenvolverse, ya que no había manera posible de circular
por las calles, pues, tanto la calzada como las aceras, aparecían totalmente
cubiertas de automóviles. Coches que no podían circular encajados unos en
otros, sin el menor resquicio entre ellos. Autos empotrados en un sólido
bloque... El que los semáforos continuaran funcionando con su juego inveterado
de rojos y verdes, ahora completamente innecesarios; que los guardias desde los
andamios tocasen el pito y dibujasen con los brazos movimientos habituales, no
facilitaba la eventualidad de que aquellas pastas de coches pudiese resolverse,
ni mucho menos.
Hacia mediodía, las gentes ya caminaban con gran soltura sobre los
andamios, llevando carteras, cestos de la compra y paquetes diversos. Algunos
tomaban cervezas o hacían sus compras por los montantes y ventanas de las
tiendas que para este efecto habían sido desprovistos de cristales, toldos y
rótulos. Los Bancos, que habían puesto mostradores, cajas y empleados en todos
los balcones y ventanas de sus adinerados edificios, parecían operar con la
diligencia y provecho de siempre. Las mujeres del amor en venta también se
habían decidido a sentarse en sus ventanas particulares fumando pitillos y
saludaban a los hombres que pasaban junto a ellas con la picardía acostumbrada.
Los fieles oían misa asomados por las linternas de la cúpula del templo o por
las vidrieras emplomadas. En general, la vida de todos los días se procuraba
acoplar a las nuevas estructuras metálicas.
Lo que de verdad resultaba más incómodo era cuanto ocurría allá
abajo en la calle. Los conductores de los autos que yacían inmóviles, cada vez
parecían más enfurecidos. Hacían sonar sin cesar los cláxones, aceleraban el
motor, daban voces y proferían insultos muy desagradables. Además, los gases
que salían por los tubos de escape iban creando una atmósfera nociva y cada vez
más oscura, que a buen seguro perjudicaría a la larga los bronquios de aquellos
hombres tan justificadamente contrariados. El humor amargo e irrespirable que
salía de aquellos coches, a veces vencía con la intensidad de su azul la
verdura del ambiente.
Cuando los viandantes de los andamios perdieron en parte la
perplejidad y rompieron a hablar, sus conversaciones estaban encaminadas a ver
la forma de aclarar —naturalmente que con muchísima prudencia y recato, pues
nunca se sabe dónde puede estar nuestro enemigo— las causas de aquellas
anomalías. Se dieron versiones de muy variada argumentación y casuística, sin
embargo, la más generalizada y admitida a última hora de la tarde predicaba que
entre los coches que empedraban la ciudad, había uno que transportaba
peligrosos enemigos. La necesidad ineludible de capturarlos había obligado a la
policía a formar un estrechísimo cinturón en torno a la ciudad, que impedía
todo movimiento del tráfico rodado y aseguraba tarde o temprano la captura de
los sospechosos. La luz verde del sol de aquellas jornadas y, por supuesto, el
montaje de los andamios parecían estrechamente relacionados con aquella
magistral operación policíaca.
Bien avanzada la noche, la radio y los periódicos —que salieron un
poco tarde— confirmaron el rumor y aseguraban, intercalando himnos brillantes,
la radio, y frases encendidas los diarios, que faltaban pocas horas para que
todo se resolviera satisfactoriamente, ya que los peligrosos enemigos estaban
casi localizados. Se añadían ruegos suavísimos y convincentes a los
trabajadores para que cumpliesen pacíficamente con sus deberes y a los
estudiantes para que hiciesen caso omiso de tan leves incidencias y pusiesen
especial ahínco en la aprehensión de sus temas, para así poder llegar a ser el
día de mañana unos hombres de provecho.
La única novedad que se apreció en los días inmediatos, fue la
aparición de algunos helicópteros que surcaban los cielos verdes de la ciudad y
aterrizaban en las azoteas de los grandes edificios. Parece que estaban
destinados a trasladar a ciertas personas cuyos menesteres importantes no
podían llevarse a cabo sobre los interminables caminos de los andamios.
Pero las cosas no fueron tan de prisa como decían la Prensa y la radio en
sus interminables e invariables razonamientos. Durante semanas y meses la
situación se prolongaba. Cada día más helicópteros especiales que revoloteaban
bajo el cielo verde de la ciudad. Y las gentes sencillas empezaron a sentir un
vértigo invencible de tanto andar sobre los andamios. Con frecuencia caían
algunos hasta estrellarse sobre los automóviles. Por cierto que la situación de
los ocupantes de estos no era envidiable en absoluto. Consumidas las baterías,
agotada la gasolina, apenas daban señales de vida. Todo su empeño era
alimentarse con las difíciles viandas que les echaban desde los andamios sus
amigos o familiares. Claro que algunos coches estaban tal mal situados, tan
estrechamente encajados, que no había forma de que les llegase alimento ni
líquido alguno. Se comentaba, no sin fundamento, que muchos de los
automovilistas habían fallecido de inanición dentro de sus coches. En efecto,
pronto empezó a notarse un hedor corrupto en muchos puntos de la ciudad.
Los transeúntes que caían sobre los coches, mareados por el
vértigo, a veces resultaba muy difícil rescatarlos, y se les veía agonizar de
manera muy desagradable sobre el capot del automóvil que les había tocado de
lecho de muerte.
No obstante las dimensiones de tanta incomodidad, nadie parecía
dispuesto a hacer reclamaciones enérgicas. Cada cual atendía a sus quehaceres
inmediatos, se procuraba los humildes placeres que estaban a su alcance y se
abstenía de hacer el menor comentario. Y si por raro caso alguien sacaba la
conversación, unos con más énfasis y otros con menos, todos justificaban la
excepcionalidad de las condiciones en que se desenvolvía la vida de la ciudad.
Los periódicos y la radio abundaban en afirmar que de verdad aquella
inmovilidad de los automóviles era beneficiosa para la salud, ya que impedía
que hubiera accidentes de circulación y atropellos. También se hablaba de la
situación de los andamios, ya que permitían a las gentes llevar una vida más
higiénica por la altura. Y elogiaban al sol verde por sus virtudes salutíferas;
no quemaba, no hacía arder la sangre, por el contrario la mantenía en una
temperatura media que imposibilitaba reacciones apasionadas. Sí; se reconocía
que la luz verde disminuía la actividad cerebral, las vibraciones nerviosas y
el repris vital, pero esto ciertamente era beneficioso para la buena
convivencia ciudadana.
Y, desde luego, cuando pasó más tiempo, si bien se mira, las cosas
mejoraron bastante. Murieron todos los ocupantes de los coches por las causas
dichas y los automóviles mismos, oxidados por las lluvias y nieves, quedaron
como una especie de bloque con la misma forma de la ciudad. Ya no se oían
ruidos, ni había olores pestilentes, ni por supuesto se presenciaba el
lamentable espectáculo de ver morir a tantos seres pegados a su volante.
Tanto mejoraron que no tardó en aparecer el famoso bando municipal
que ordenaba echar cemento sobre los coches oxidados, hasta formar una nueva
calzada. La medida fue fructífera y consoladora. Sobre aquel firme de hierro
empezó a dibujarse un estupendo pavimento asfaltado y por supuesto unas aceras
perfectamente asoladas y de trazo muy regular. Como consecuencia prevista, se
pudieron quitar los andamios y a las casas se les hizo salida y ventanas mucho
más estrechas en la planta baja, a la nueva altura de la calle. Como decían
muchas gentes de buen humor, «bien vale tener el piso un poco más bajo de
techo, con tal de que haya desaparecido esta incomodidad de los andamios...» «Y
la pestilencia de los coches inmóviles», añadían las mujeres.
El sol, eso sí, siguió verde sin remedio inmediato, y las gentes
se sintieron eufóricas de poder pisar alegremente la calle y entrar en sus
casas por donde está mandado. A veces se recordaba la mala suerte de los
automovilistas, que quedaron bajo el asfalto, pero la verdad es que ya aquellos
miles de coches resultaban modelos antiguos. Además, daba gran placer ir y
venir por la calzada flamante. Como no había coches, toda la calle era para los
peatones.
Y por fin, pocos años después —que el mundo no hay quien lo pare—
comenzó a repetirse la historia y nuevos coches, aunque pequeños, mucho más
pequeños y endebles, empezaron a aparecer por las calles de la ciudad. Eran estos
unos coches muy semejantes entre sí, perfectamente matriculados, modernamente
pintados. Proliferaban cada día y salían gozosos a las afueras de la ciudad,
dando grititos de libertad con sus agudos cláxones sin recordar para nada que
caminaban sobre una fosa interminable de antepasados muertos en la más absoluta
inmovilidad.
Los agoreros solían predicar que aquellos sospechosos de antaño,
bien pudo ocurrir que salieran ilesos, y ahora sobreviviesen probablemente en
algunos de los cochecitos ligeros que de nuevo animaban la ciudad...
Posiblemente —decían con aire silencioso— en un breve plazo será preciso volver
a acordonar las calles, para tratar de capturar definitivamente al enemigo
redivivo.
[1] Acuárium:
Hoy la Real Academia Española
admite solamente acuario, pero se ha respetado el texto original.
ANÁLISIS DE “LOS ANDAMIOS”
Héctor Zabala ©
SÍMBOLOS
Ciudad: país
en manos de una dictadura, que la mayoría de la gente no quiere reconocer como
tal.
Helicópteros: gobierno
dictatorial; desde su posición de poder sobrevuela (controla) de manera
permanente todo el panorama social, económico y político.
Municipalidad: asesores
y personal subalterno utilizados por la dictadura para imponer sus leyes
opresivas, controlar su cumplimiento, etc.
Policía: aparato
represor de la dictadura.
Andamios: leyes
y reglamentos de la dictadura para controlar a toda la población; son reglas
durísimas que equivalen a rejas, otorgan libertad solo para moverse en el
corredor (andarivel y altura) asignado a cada poblador (una libertad aparente),
es decir, sin salirse de la posición socioeconómica que a cada cual le tocó en
suerte.
Edificios: pirámide
socioeconómica de la población; de hecho, inalterable; cada manzana
representaría también las distintas ciudades y regiones del país sojuzgado.
Vecindario: población
dividida en estamentos (clase baja, media-baja, media, media-alta, alta, etc.),
según el piso en que vivan; son reticentes a todo cambio, cuasi vegetales,
están conformes con la solidez de sus edificios y no les interesa modificar su
situación, bien reafirmada por los andamios.
Sol verde: esperanza
de un cambio completo (ilumina a todo el conjunto), aunque la mayoría no lo
entienda o no quiera interpretarlo así.
Automovilistas: grupos progresistas que buscan un cambio total.
Autos viejos: organizaciones
políticas y sociales de esos grupos progresistas, que finalmente son reprimidos
en plena calle.
Semáforos y agentes de tránsito: leyes y reglamentos que en apariencia permiten actuar
a las organizaciones anteriores (pues no se han derogado formalmente), pero que
en la práctica son inútiles o hipócritas debido a la férrea encerrona
represora.
Combustible: ideas
y proyectos de los grupos progresistas.
Alimento: ayudas
que algunos pocos habitantes intentan entregar a los progresistas aunque sin
comprometerse demasiado; los arrojan desde arriba, desde sus pisos, pero jamás
bajarán a la calzada a entregarlos en mano, para no quedar en evidencia.
Gases tóxicos de los autos: represión y exterminio de todos los progresistas.
Asfalto: ocultamiento
de las pruebas de la represión contra los progresistas y su posterior olvido.
Autitos nuevos: nuevas organizaciones progresistas, aunque mucho más
pequeñas y perfectamente disciplinadas por la dictadura.
SIGNIFICADO Y DESARROLLO
Un cuento metafórico. El sol con su luz verde, que tiñe todo,
representa la esperanza de un pueblo sojuzgado, tiranizado, aunque la mayoría
de sus habitantes cierre los ojos a tal ilusión o no la comprenda. Es una
esperanza frágil y tenue —de ahí lo de “un sol de vidrio verde” con muchas
referencias a un verde aguado— pero una esperanza al fin. Al menos, sería en
principio la de aquellos que se encuentran sobre el asfalto conduciendo sus
viejos automóviles, vehículos que simbolizan a las organizaciones progresistas
ante esa sociedad indiferente, apoltronada en su pirámide social representada
por los edificios.
En cambio, la gente de los inmuebles, que constituye la mayoría de
la población, toma las cosas con demasiada parsimonia, con una inacción que no
es natural. Desde sus distintas alturas (clases bajas, medias, altas, es decir,
desde sus posiciones socioeconómicas preestablecidas), contemplan perplejas esa
luz de esperanza y el desorden que ocurre a nivel del suelo, en las calles,
pero siguen cobardemente calladas o tratando de justificar la situación anómala
de allá abajo mediante pretextos pueriles, a modo de consuelo infantil, e
incluso hasta señalando algún detalle positivo (o supuestamente positivo) en
las duras acciones de las autoridades.
Es notable que para definir a la gente que está en los edificios,
enrejados por los andamios (individuos en “libertad condicional”, por decirlo
así), el narrador aproveche ese mismo color verde para señalar que dichas
personas presentan un semblante clorofílico, lo que equivale a expresar que son
como vegetales, cosa que habla de su quietud casi absoluta, en contraposición a
la actividad de los de abajo. En cambio, no dice lo mismo del semblante de los
automovilistas.
Porque abajo se encuentran los conductores sociales y políticos
(los automovilistas) intentando movilizarse pese a las restricciones impuestas
por el régimen; son los que han escapado, por significarlo de alguna manera, de
la trampa de los andamios, es decir de las leyes que reglamentan (y limitan)
las condiciones para moverse. Los de abajo buscan avanzar con sus automóviles
(símbolo de las organizaciones sociales y políticas) con un combustible (sus
ideas de cambio) que a su vez se va gastando, pues no quieren conformarse a la
quietud y a los caminos predeterminados por las leyes represivas (andamios).
Pero al fin el régimen dictatorial rodea la ciudad —ciudad que representa todo
un país— y hace un cepo, un candado, a tanta vitalidad molesta y los
progresistas quedan atascados. Pero aunque protestan, insultan e intentan
continuar avanzando, el régimen dictatorial es de acero: planifica, controla y
finalmente los inmoviliza por completo. Bloqueados, quedan atrapados dentro de
sus propias organizaciones, y poca o ninguna ayuda reciben de la gente que
sigue conforme en sus edificios (es decir, en su situación socioeconómica prefijada),
salvo unos pocos mendrugos que les caen para subsistir un tiempo y arrojados
como de lástima. Por supuesto, todos los progresistas terminan muertos,
reprimidos de una forma que tiene todas las características de un genocidio.
Mientras tanto es significativo cómo el periodismo se pliega a lo
que dicta el régimen o a lo que se supone que espera escuchar. En una actitud
aduladora y servil, sugiere que la situación impropia es solo momentánea y poco
significativa (que de ningún modo será así), exigida por la presencia de
algunos criminales entre los conductores, aunque no se aclara nada en cuanto a
identidad y número de los delincuentes. La consigna sería “hay que atraparlos a
toda costa” y con eso justifican la gran encerrona que acabará en la liquidación
de todos los progresistas y de toda organización política y social. E incluso
de algunas personas que se salen de las leyes impuestas, pese a no formar parte
de ninguna organización (los que caen de los andamios).
Después se echará un manto de olvido a todo el asunto, muy bien
representado por el nuevo asfalto que eleva la calzada. La eliminación drástica
de todos los viejos progresistas y de aquellos que se salieron de las leyes
impuestas asegura que no habrá nuevas “insubordinaciones”, lo que conlleva a
que la dictadura afloje un tanto el rigor de sus leyes controladoras y
represivas (de ahí que se saquen los andamios), dando paso a una etapa en la
que el gobierno sigue alerta (por ejemplo, no dice que los helicópteros fueran
retirados o desguasados), aunque dando una sensación de aparente normalidad.
Más tarde aparecerán nuevos autos, es decir nuevas organizaciones
sociales y políticas, muy debilitadas (de ahí que sean autos pequeños) y bien
disciplinadas (de ahí que estén perfectamente matriculados, bien pintaditos y
muy semejantes entre sí). Todo esto de acuerdo a los planes de la dictadura,
que otorga una aparente libertad (vgr. los nuevos automovilistas hacen sonar
sus bocinas) a fin de que parezca que existe dónde y cómo protestar, como si
vivieran en democracia. Una libertad absolutamente utópica porque el sol
continúa tan verde como al principio, síntoma evidente de que subsiste una
esperanza frágil y tenue porque lo que se pretende mostrar como verdadero desde
el poder, es completamente falso. De esta forma, parafraseando a Giuseppe de
Lampedusa en “El gatopardo”, el gobierno dictatorial “cambia todo
para que nada cambie”.
Y lo más trágico o irónico es que, pese a toda esta simulación de
libertad y bienestar, sigue pendiente la sospecha de que el proceso represivo
(otra gran encerrona y destrucción) tarde o temprano tendrá que repetirse.
UN DETALLE CURIOSO
Un cuento provocativo, escrito por un escritor español en una
época en que su país sufría una de las peores dictaduras que conociera el siglo
XX. Es raro que nadie del franquismo lo haya notado, máxime cuando generalmente
estas obras de corte metafórico suelen levantar sospechas a los censores de
cualquier régimen. Sin ir muy lejos, en la Argentina durante
el gobierno militar de Jorge R. Videla, se prohibió masivamente la circulación
de ciertos libros [1] y la ejecución de algunas obras
musicales [2].
Quizá la publicación de Los andamios en 1967
(dentro de la obra La guerra de los dos mil años) haya pasado
desapercibida o los problemas del régimen de Francisco Franco fueran tan
grandes que esta metáfora narrativa fuese en comparación apenas una bagatela.
El régimen español ya sufría cierto deterioro y el malestar se traducía en
algún grado de protesta; cuestión que también estaría reflejada en la última
parte del cuento cuando aparecen los autitos y sus bocinazos.
En fin, de todas formas, este cuento no solo es notable en sí
mismo, sino también porque se le escapó a la censura de una dictadura cruel y
porque sería perfectamente aplicable a cualquier otra de similares
características.
[1] Oficialmente,
libros marxistas o afines al marxismo, aunque también incluyeron otros que nada
tenían que ver: como Mártir o libre (1812), de Bernardo de
Monteagudo, patriota de la independencia, textos anteriores al nacimiento del
propio Karl Marx (1818-1883), o La razón de mi vida (1951), de
Eva Perón, autobiografía imposible de relacionar con esa doctrina política. La
paranoia militar argentina llegó a tal grado que un general de entonces (y no
fue el único) entendía que la matemática de conjuntos era “subversiva” porque
hablaba de grupos, subgrupos, pertenencias, etc. ¡Y quizá hubiera sido
atendible, salvo por no tener la más mínima aplicación táctico-militar, por ser
objeto de estudio en todo el planeta y por el anacronismo, ya que el bueno del
británico George Boole (1815-1864) la había creado a mediados del siglo XIX y
era tan guerrillero como puede serlo una lechuza de campanario!
[2] Como
fue el caso de Zamba de mi esperanza, que aunque datara de dos
décadas antes, el gobierno militar la consideraba una velada protesta contra su
régimen. El absurdo era tal que hasta corría el chiste de que pronto
prohibirían, por su “carga izquierdista”, una de las versiones más populares de
la canción infantil ¡Aserrín, aserrán! debido a estos versos
“subversivos”: “… / los maderos de San Juan. / Piden pan, no les dan, /
piden queso, les dan hueso…”.
FRANCISCO GARCÍA PAVÓN
Francisco García Pavón |
El público lo apreciaba especialmente por la creación de un genial
detective literario, Manuel González “Plinio”, jefe de policía de Tomelloso.
Con la ayuda del veterinario del pueblo, don Lotario (un equivalente de Watson
para Sherlock Holmes, del británico Arthur Conan Doyle), Plinio resuelve los
casos policiales que se presentan en esa localidad manchega y sus alrededores,
que bien pueden versar desde asesinatos complejísimos a robos de jamones. Su
pluma en estas obras mezcla el género de misterio con elementos costumbristas y
de crítica social hasta donde podía ser posible en esa época. También
incursionó en otro tipo de narrativa, inclusive en ciencia-ficción, y escribió
crítica teatral para un diario madrileño.
Llevan su nombre el edificio de la Facultad de Letras
de Ciudad Real (Universidad de Castilla-La Mancha), un instituto de educación
secundaria y el premio de narrativa que celebra anualmente el Ayuntamiento de
Tomelloso.
Obras:
• Novelas: Cerca de Oviedo (1945), Los
liberales (1965), La guerra de los dos mil años (1967), El
reinado de Witiza (1968), Las Hermanas Coloradas (1969), Nuevas
historias de Plinio (1970), Una semana de lluvia (1971), El
rapto de las sabinas (1972), Vendimiario de Plinio (1972), Voces
en Ruidera (1973), Ya no es ayer (1976), Otra
vez domingo (1978), El hospital de los dormidos (1981).
• Novelas cortas: Memorias de un cazadotes (1953), Los
carros vacíos (1965), Historias de Plinio (1968).
• Libros de cuentos: Cuentos de mamá (1952), Las campanas
de Tirteafuera (1955), Cuentos republicanos (1961), El último sábado
(1974), Los nacionales (1977), El tren que no conduce nadie (1979),
El caso mudo (1980).
• Ensayos: Antología de cuentistas españoles
contemporáneos (1959), El teatro social en España (1962), Teatro
menor del siglo XVII (1964), España y sus humoristas (1966, con
María Dolores Rebes).
MUTILACIÓN COMO ESENCIA NATURAL DEL SER HUMANO
Anna Rossell ©
Hermann Ungar, Los
mutilados,
Trad. de Ana María de la
Fuente.
Madrid, Siruela, 2012, 158 págs.
Publicada en España en español y catalán por Seix Barral y Eumo
respectivamente en 1989, Los mutilados de Hermann Ungar (1893,
Boskovice/Mähren - 1929, Praga) recupera para el lector hispanohablante un tema
universal en el espacio y en el tiempo, el de los bajos instintos del ser
humano, el mundo anímico irracional e incontrolado bajo la apariencia de
corrección moral y compostura del buen ciudadano burgués cumplidor de sus
obligaciones ciudadanas. Los mutilados, que vio la luz en 1923, es
la novela más emblemática de este autor checo de expresión alemana y
ascendencia judía, que, como Kafka, sabe trasladar al mundo de la ficción los
descubrimientos del psicoanálisis a través de ambientes y personajes que
recuerdan muy de cerca los de su compañero de letras praguense. Como este, de
ascendencia judía, conocedor del checo y del alemán y formado en ciencias
jurídicas, Ungar se dedicó sin embargo al teatro y a la literatura: algunos
ensayos además de novelas y relatos: Knaben und Mörder, 1920; Die
Klasse, 1930; Colberts Reise, 1930; de los que se han publicado
en España los dos primeros: Chicos y asesinos, La clase, Nens
i assassins (en Seix Barral aquellos y en Eumo el catalán), todos en
1991.
Al igual que sucede con Kafka, la temática de Ungar es
obsesivamente recurrente, y la novela que nos ocupa condensa lo más
característico de su obra: el instinto destructor y autodestructor del ser
humano a través del sadismo, el masoquismo y la misoginia. Ungar se complace en
estudiar los deseos más inconfesables del alma humana, en sus deformaciones, lo
cual le valió elogios de Thomas Mann y la reserva de Stefan Zweig, quien
consideraba que su obra rozaba el límite de la depravación. En una atmósfera
asfixiante, circunscrita estrictamente a la regulada vida de un personaje
mediocre, psicológicamente enfermo a causa de las vivencias traumáticas de su
infancia, el autor crea un mundo cerrado de siete personajes —Franz Polzer,
Klaus Fanta, Dora Fanta, Franz Fanta, la viuda Klara Porges, la amiga Kamilla y
el enfermero Sonntag— más algunos secundarios, a partir del cual expone una
curiosa teoría sobre la necesidad de revivir nuestros pecados para expiarlos.
Si bien la acción transcurre en Praga, es sintomática la ausencia de paisajes o
entornos abiertos; lo que interesa al autor son las relaciones interpersonales
que parecen darse de modo generalizado a partir del modelo que él presenta.
Todo sucede en espacios pequeños y cerrados, habitaciones donde transcurre la
sofocante existencia de los personajes, que no necesitan más para nutrirse que
el alimento que les da vida: su perversión. El protagonista, Franz Polzer, un
empleado de banca, gris y acomplejado por su origen humilde, que no soporta la
más mínima alteración de sus hábitos cotidianos sin que por ello peligre su
exiguo equilibrio, mantiene con su único amigo de la infancia un vínculo de
dependencia mutua que constituye el eje de su razón de ser y de la narración,
alrededor del cual se irá tejiendo la red de acontecimientos. Sin embargo el
lenguaje de Ungar no se recrea en lo exuberante morboso, al contrario, su
estilo tiende al laconismo sintáctico y a la sobriedad adjetiva, su léxico no
es explícito sino calculadamente contenido. Es sospechosamente significativa la
semejanza que se da en los nombres de algunos de los personajes —Porges /
Polzer— y hasta el hecho de que el único niño —Franz Fanta— se llame igual que
el protagonista. Narrada en tercera persona, Ungar consigue transmitir la
mezcla confusa de la mente obcecada del trastornado Polzer entre momento actual
y pasado infantil en un registro que a veces transgrede la frontera entre el
realismo y lo onírico y que recuerda mucho a Kafka. Reveladoramente metafórico
es, además del título de la novela, el hecho de que el cínico amigo de Polzer,
Klaus Fanta, sufra de una enfermedad degenerativa que deriva asimismo en una
progresiva amputación de sus extremidades.
COMENTARIO A “LA MUJER DE LOS MIL
SECRETOS” de Barbara Wood
Noelia N. Barchuk
Löwer ©
Lejos de mis pretensiones de leer un policial o mejor aún, una
buena novela negra, dejé caer en mi carrito de supermercado el libro de Barbara
Wood. Cuando mis ojos dieron con él en la estantería, desconfié un momento,
pero luego una voz amiga me animó a probar la lectura de una desconocida. Digo,
desconocida para mí en aquel momento, ya que la autora tiene publicados a la
fecha veintidós libros, entre ellos se destacan: Perros y chacales (1978), Canción
de cuna (1981), Las
vírgenes del paraíso (1993), El
amuleto (2002), La tierra
dorada (2010), enmarcados en el género de novela histórica y romántica. Lleva
a cabo una minuciosa investigación a la hora de escribir sus textos; viajando a
los destinos que servirán de escenarios para el desarrollo del libro,
realizando entrevistas a personas relacionadas con el tema, leyendo material periodístico
oportuno. Comenta que puede empezar a esbozar el final de la historia y luego
elaborar todo el contenido anterior, o comenzar por el principio, valga la
redundancia.
En tanto que utiliza otro seudónimo a la hora de escribir novelas
con mayor contenido erótico.
Así, publicó las obras: Butterfly (1988),
Star’s (1992) y El hotel de los sueños (2006),
todas ellas bajo el nombre de Kathryn Harvey.
En lo que concierne a este libro, centra su interés en la
geografía mexicana y sus aledaños. Remonta la historia al año 1300
aproximadamente, y escribe en clave a las civilizaciones prehispánicas, también
llamadas precolombinas. Así presenta a comunidades que habitan islas, cuyos
nombres pueden variar según los propios habitantes y el que sus vecinos o enemigos
le otorguen; a otras comunidades consideradas tal vez, más avanzadas, como la
de los Mayas y un sin fin de otras etnias que van apareciendo a lo largo del
libro, hasta nombrar al pueblo Azteca, también mencionando los nombres
peyorativos que se propinaban, como ser Chichimeca, que traducido quería decir
“salvaje”.
En el comienzo, plantea la intriga de una bebita recién nacida,
envuelta en mantas dentro de una cesta arrojada al mar. Esta es recogida por
una pareja de ancianos de la isla La Perla. Crían a
la niña como si fuera suya, aunque su apariencia denota una procedencia
distinta.
Se puede observar que desde los inicios del libro, la autora
inserta el tema de la belleza. ¿Quién es bello? ¿Depende de quién lo diga? Este
tema lo introduce a través del desprecio y marginalidad que sufre la
protagonista, llamada Tonina por el resto de la comunidad al no tener las
características corporales de ellos. Para poder ser aceptada, recurre a
diversos y estrambóticos trucos, como alimentarse de raíz de yuca para ser más
rolliza, o pintar su cuerpo con fibra de tabaco a fin de tornarlo más oscuro.
Sin obtener resultados positivos, alcanza los veintiún años virgen y célibe;
circunstancia no favorable para una mujer de la isla, y preocupación para sus
padres adoptivos.
Por tal motivo, la madre adoptiva, inventa un ardid para convencer
a Tonita de que debe partir en busca de una flor medicinal para sanar a su
padre que está enfermo. Pero en realidad, el objetivo es que busque y encuentre
a su verdadera tribu, a su verdadero pueblo, donde la acepten y pueda
desarrollar una vida tranquila.
Tonina se embarca en la aventura en la que pone a prueba sus
valores, inteligencia y fortaleza de espíritu. En su largo camino, tropieza con
extraños personajes, Águila Brava, Un Ojo, y el amor de su vida: Kaan. Una
peregrinación no exenta de complicaciones llevará a vivir más de una historia
dentro de la misma historia. El periplo se verá matizado por el descubrimiento
del amor, celos, envidias, traiciones, muertes, fidelidades, y muchos dioses a
los cuales se invocan.
La autora asegura una descripción pormenorizada de los lugares,
costumbres y rarezas propias de una civilización que marcó su impronta en el
tiempo. Además de garantizar una entretenida lectura de tenor histórico, su
pluma dibuja una fascinante trama de amor.
La obra está destinada para quienes deseen transportarse a otro
lejano tiempo y lugar, y dejarse embriagar por las contradicciones de los
juegos deparados por las emociones y pasiones.
BARBARA WOOD
Nació el 30 de enero de 1947 en Warrington (Lancashire),
Inglaterra. Naturalizada estadounidense, es escritora de novelas históricas y
románticas. Autora de una veintena de libros, traducidos a unos treinta
idiomas, tiene fama de ser muy meticulosa en sus investigaciones antes de
escribir sobre un tema histórico o un determinado país. En ocasiones utiliza el
seudónimo de Kathryn Harvey.
Luis Benítez ©
SOBRE EL AUTOR Y SUS OBRAS
Rubén Valle nació en 1966 en la Provincia de Mendoza,
República Argentina. Su obra anterior acredita los siguientes títulos: Museo flúo, editado en 1996; Los peligros del agua bendita, publicado
en 1998; Jirafas sostienen el cielo,
que vio la imprenta en 2003; Placebo,
que se editó en 2004, y Tupé (2010).
Amén de lo señalado, Rubén Valle tiene una conocida trayectoria como periodista
en los medios locales y cultiva también la narración, siendo incluido por esta
faceta de su producción literaria en diversas antologías. El Centro Cultural de
España en Buenos Aires premió en fecha reciente su participación en el concurso
Poesía en Tierra, organizado por esta institución. En dos ocasiones Valle
recibió el Primer Premio del Certamen Literario Vendimia; en 2007, obtuvo el
Premio Ciudad de Mendoza por su obra Bla! y
el segundo lugar en el Concurso Nacional Adolfo Bioy Casares.
El poeta y editor Hernán Schillagi; el autor, Rubén Valle, y el poeta y editor Fernando Toledo, en la presentación de “Tupé” (Feria del Libro de Mendoza, Argentina) |
UN TONO PROPIO Y YA BIEN DEFINIDO
Bien conocido en el ámbito de la poesía argentina, Rubén Valle
acredita un lugar propio y el dominio de una voz certera y madura ya, en
la plenitud de su potencia discursiva. Tupé,
su último libro, lo muestra manejando un tono propio y fácilmente reconocible en
el conjunto de las poéticas locales, caracterizado por el desarrollo de los
núcleos de sentido que ya presentara al lector en su producción anterior.
Como bien decía César Vallejo, “no hay dios ni hijo de dios /
sin desarrollo”, pero la llegada a la plenitud de un autor implica un trabajo
arduo de decantación de las influencias y las predilecciones, que en el caso de
Valle se ha realizado paulatinamente, hasta permitirle al autor arribar a una
síntesis ambiciosa en sus objetivos y cumplida en su logro. La poesía de Valle
es engañosamente simple en su expresión, dotada de una naturalidad que esconde
el minucioso trabajo de orfebrería que la ha llevado a alcanzar ese lenguaje,
que surge fluido y rico de sentidos, con una muy señalada capacidad de comunicación.
Para el lector, el despliegue que hace Valle de este lenguaje capaz de
comunicar complejas polisemias con tan remarcable naturalidad facilita el
adentrarse en su cosmos propio, a la vez que elaborar una traducción de esos
códigos e imágenes a la medida personal. La identificación con la sensibilidad
del autor y sus percepciones es algo fácil de concretar, máxime cuando el yo
narrante aparece hábilmente sumergido dentro de lo narrado. Se trata de un yo
autoral que es dueño del discurso, pero sin embargo elige un segundo plano para
posibilitar la ilusión de que es el lector quien va viendo y sintiendo, quien
va escribiendo, de algún modo, los versos que le pertenecen a Valle.
RUBÉN VALLE EN LA
ZONA DE CRUCE DE CULTURAS
En este sentido y también en otros, Valle se acerca a la poética
de otro gran autor argentino, el entrerriano Juan Laurentino Ortiz, quien
asimismo emplea esta técnica del autor sumergido, ocultado en lo escrito. Pero
a diferencia de Ortiz, cuya escenografía literaria es eminentemente rural,
Rubén Valle es un poeta de lo urbano, porque trabaja decididamente en el ámbito
contemporáneo y en la zona de cruce entre culturas; no existe nostalgia del
mundo natural en su poesía, sino que ella se establece en lo específicamente
humano, en las conflictivas propias de nuestro tiempo y lugar. A través de esta
vía, Valle establece un discurso propio que le permite reflejar acabadamente la
situación del hombre actual frente a los eternos interrogantes del género,
llevados a una escala metafísica muy bien lograda, donde además intervienen
recursos de riesgosa factura para un autor: la ironía y hasta el humor,
presentes en sus versos, han sido siempre elementos que han necesitado de un
muy cuidadoso uso, porque de su dosificación minuciosa depende que el poema no
desbarranque y se convierta en otra cosa. Sutilmente, medidamente, Valle agrega
gotas de estas riesgosas y valiosas sustancias a su discurso, para hacerlo
todavía más preciso y atinente. Estamos en presencia, luego de leerlo en Tupé, frente a uno de los más
interesantes poetas argentinos de la actualidad.
ASÍ ESCRIBE RUBÉN VALLE
La siguiente es una breve selección de los poemas de este autor,
incluidos en su libro Tupé.
EL QUE VIENE
Rubén Valle ©
“A usar tu lengua vienes...”
Macbeth a un mensajero, William Shakespeare
Maten al
mensajero, pronto maten al que vino
a decir que
Rimbaud desembarcó de su ausencia,
al que jura que
la palabra de Sor Juana sabe tan dulce
como un pezón de
luna. Maten al impostor, al que aún bebiendo toda
el aguardiente
puede recitar sin respiro un palíndromo, dejarse amar
por cien mujeres
y recordarlas brutalmente tan solo con olerlas
en la penumbra.
Maten al malvenido, al inesperado, al homérico.
Ciérrenle la
puerta en la cara antes de verlo erguido como un lirio.
No podrán resistirlo,
les dirá cómo olvidarse de lo que nunca fueron.
Los dejará en
medio del círculo, los invitará a un banquete de sombras.
Maten al
mensajero, al palomo malherido, al desbocado juglar
de las tabernas
que apestan de solos. Pónganle hartas piedras,
ciérrenle el
camino, háganle un pozo de silencio hasta que caiga.
Niéguenle la soga
el salmo la rosa el orgasmo, sobre todo la mirada.
Maten al
mensajero: la luz que dice traer es la luz que ya encendimos.
ARAÑA DEL 10
DE DICIEMBRE
Rubén Valle ©
¿Viene del amor?
¿Puede una araña
venir del amor?
¿Es acaso un
exceso estético
inferirlo desde
la mera contemplación?
Verla cómo pende
de una mínima hebra
destejiendo su
lenta huida es un indicio
Campana de luz en
la cerrazón.
Escapa del dédalo
compartido tras sembrar
su agónico polen
el dulce veneno sin antídoto
que la embriaga
hasta descubrirse alas.
Al bajar del
improvisado balcón como de un escote misterioso
pájaros le ladran
siemprevivas le aúllan en pleno vuelo
y una luna
somnolienta se atasca en su dolida tela de amar.
Y yo que me creía
la piedra en el agua el duro que mira bailar
ahora la siento
escabullirse por mis piernas hasta subir
al libro abierto
de hoy. En un gesto instintivo
—que bien podría
leerse como pueril venganza—
cierro
violentamente sus tapas. Atrapada es un poema:
Araña del 10 de
diciembre.
ALEGATO
ANTE LA
CIVILIZACIÓN TÉCNICA
POR UNA NUEVA
FORMA DE PENSAR
Gustavo Flores
Quelopana ©
(Miembro de la Sociedad Peruana de
Filosofía)
Es necesario decir y pensar que el ser es.
Pues es posible que sea. La nada no es.
Parménides
¿Qué tiene que haber sucedido en el hombre de hoy para que en vez
de emocionarlo el brillo de las estrellas, la belleza de una flor, o la
inspiración de un poema, se sienta más bien absorbido de forma irresistible por
el espectáculo artificial que brindan las máquinas de la civilización técnica?
El hombre alienado se da cuenta de su malestar y, por tanto,
protesta, más el hombre cosificado ya no percibe su alienación y cosificado
pasa su vida siendo feliz. En Hegel toda “enajenación” es “objetivación”,
incluso la materia y el espacio son enajenaciones del Espíritu; en Marx la
“enajenación” es el extrañamiento de la conciencia y la “objetivación” es el
proceso por el cual el hombre se convierte en cosa; y en Augusto Salazar Bondy
lo que da lugar a la alienación es la dominación. Este último sentido es el que
nos permite comprender con más claridad la enfermedad espiritual que padece el
hombre en la civilización técnica. ¿Pero cómo se percibe esta prueba
antropológica en la vida cotidiana del hombre actual?
Por donde se mire nos sobran ganas de condenar esta vida de
hormigas de la sociedad de masas, el cual deja al hombre sin mundo, le usurpa
la naturaleza al tamaño de un bonsái, disuelve la tradición, la casa solariega,
todo lo vuelve intercambiable y sustituible, donde triunfa la indiferencia, el
saber situarse, y todo se modela para el consumo. Esta civilización funcional
de la distracción idiotizante licua al individuo en tareas de corto plazo, que
no se acumulan en su ser, genera olvido en su interior, promiscuidad íntima
debido al excesivo codo a codo, anulación de la sensatez, predominio de las
ideas vulgares, preeminencia de la ética de peatón, tiene una sonrisa amable
para todo el mundo sin sentir un aprecio sincero por nadie, falsifica la bondad
y la cortesía, entroniza el disimulo, envía al fondo del desván la dignidad,
siente que es una mercancía intercambiable para el consumo.
Subsumido en un mecanismo deshumanizado, el individuo de la
civilización técnica ya no siente la nueva miseria del aumento de su densidad,
se ha vuelto indiferente, se ha reducido a su función, es un mero medio para un
fin externo, solo busca situarse en el mejor sitio posible del aparato social,
busca el ascenso rápido, la promoción cobra importancia universal, el hombre ya
no sabe la medida de su propio valor, su autoestima está sujeta a la evaluación
de los demás, triunfa el impersonalismo, el gregarismo, el humanismo es
derretido por el mercantilismo, todos quieren ser eficaces, todos quieren ser
flor de un día, se ama el éxito y se ridiculiza la gloria, el hombre se siente
podrido y de poca monta hasta la médula, se ha vuelto malo a costa de ser
necio, la escuela se ha vuelto en un almacén de conocimientos artificiales sin
su correspondiente práctica real, se busca estar aceitados como máquinas, la
misma sociedad se presenta como un aparato que funciona gracias a mecanismos
llamados instituciones, el hombre se vuelve débil, deja de confiar en sí mismo,
prima la mediocridad, la tipificación del hombre aumenta día a día, los
intelectuales tampoco se libran, la erudición reemplaza a la sabiduría, tienen
que someterse al ritmo funcional y nada substancial, el reto es sobrevivir,
simular camaleónicamente, prospera la adulación, el agasajo y los homenajes, se
vive de puro oropel. Cuando la parte más civilizada de la humanidad se
prostituye y se desvigoriza, y cuando de parte del pueblo ya no sube ninguna
fecunda marejada con capacidad de regenerar y fortificar, entonces podemos
estar seguros que ha llegado la hora del declive de una civilización.
No hay tiempo para que nada ni nadie madure, el tiempo y la vida
están acelerados, los ritmos biológicos se acortan, a los niños se les hace “jugar”
en ciudades infantiles que reproducen la vida consumista adulta, los
adolescentes son zarandeados por el sexismo ambiente, el hombre de la
civilización técnica está acostumbrado a la satisfacción instantánea de sus
deseos, el régimen actual del espíritu es el instanteísmo vacuo, el mundo se ha
hecho pequeño, la manía de unificar todo ha nivelado todo, incluso a los
hombres, arte y cultura deben estar al servicio de la distracción y no de la
profundidad, la hondura estorba, amenaza, aburre y sobre todo quita tiempo al
espíritu de acumulación y lucro.
En la oficina, el cuartel y los medios masivos lo más espiritual
es la sección de espectáculos, chismes y el horóscopo diario, y lo más
cotidiano es el pecuarismo asnal por incrementar las riquezas, lo más
incomprensible para los que están acostumbrados a sudar la gota gorda, dando
vueltas alrededor de la noria buscando riquezas, es la repugnancia natural que
sienten algunos por el orden establecido. El insustituible ser humano racional
y pensante, creado a imagen y semejanza de Dios, culmina en la obediencia ciega
al aparato del automatismo mecánico, de la religión del interés, el lucro, el
exceso de sumisión, la creencia universal en el valor de los medios, la
absolutización de la técnica y la extensión del principio de causalidad a todo.
La civilización técnica ha impuesto sobre todo lo existente un
ingenioso proceso de abreviación artificial, que no solo se extiende por lo
material sino que afecta al hombre entero. Los hombres ya no sienten que tienen
que luchar por la perfección interna porque conciben a la sociedad como una
máquina que bien aceitada debe asegurar su bienestar y felicidad. El hombre ya
no fía nada a su propio esfuerzo porque confía que su libertad civil o el
respeto al estado de derecho, otra fuerza impersonal, es más importante que su
libertad moral. El hombre de la civilización técnica tiene toda su esperanza
puesta en los medios y no en los fines, y como ha perdido el sentido
teleológico de su vida, ha convertido sus fines en medios, su fe se ha vuelto
mecánica, la dinámica de su espíritu le estorba, y todos sus medios son
tangibles, consumibles y adquiribles, por eso tiene metas y no ideales.
¡Qué difícil se hace educar en la civilización técnica, pues el
hombre ha dejado de creer en sí mismo para creer en la máquina y en los medios!
El esfuerzo individual es solo complementario, ya no es lo primario en la vida
humana, la soberanía de la ley instaura su soberanía abstracta, el Estado es el
único señor, solo manda el sistema, la sociedad anónima y el hombre anónimo,
con el Facebook hasta las amistades se vuelven anónimas, y lo más trágico es
que el individuo se vuelve anónimo para sí mismo. No es extraño entonces que
los hombres se hayan vuelto pequeños, a la mujer le es cada vez más difícil
admirar al marido por sus cualidades interiores que por las ventajas externas,
pronto se da cuenta que es permutable, los matrimonios se quiebran rápido, la
familia se vuelve disfuncional, en un mundo anónimo e impersonal lo más común
es que los niños crezcan duros, fríos, glaciales y sin amor como las
mercancías, impera el hombre “organización” que Tocqueville vio en
Norteamérica, el hombre “mecanizado” de Carlyle, los hombres “ceros” señalado
por Max Stirner, la “barbarie mansa” subrayada por Nietzsche, el hombre “útil”
de Ganivet, el hombre “mediocre” de José Ingenieros y el hombre “hormiga” de
Jaspers.
Los hombres son cada vez más enclenques, la virilidad física y
moral entra en crisis, la homosexualidad se exhibe orgullosa, pero todos están
sujetos a las riendas de domadores inconscientes. La uniformidad maquinal es la
regla, la virtud laboriosa de la masa es glorificada, la enseñanza escolar está
preparada para el cumplimiento maquinal del deber, todo está dirigido a
empequeñecer al hombre adecuándolo a la utilidad especializada. La sociedad
acéfala solo requiere de valores mínimos, una ética de empresa, los valores
máximos resultan complicados y excesivos en una sociedad simplificada por la
vida comercial (Adela Cortina), lo que hay es el primado substancial de la
praxis cotidiana (K.O.Apel), la ética ha cargado demasiado la tinta en lo
intersubjetivo olvidándose de lo intrasubjetivo, la verdadera reestructuradora
de la nueva esclavitud es la ética social y comunitaria, que invirtiendo los
términos ha puesto detrás suya a la ética individual, completando el monstruoso
engranaje de ruedas finamente ajustadas que todo lo tasa para fijarle valor,
desde chucherías, pasando por máquinas, hasta, arte, ciencia, pensadores,
sabios y artistas, pueblos y partidos son tasados dentro de la mentalidad
fijada por la oferta y la demanda, todo tiene precio y nada dignidad.
Ya no vivimos la hora orteguiana de la rebelión de las masas, ni
siquiera de la deserción de las élites, sino, más bien, es la hora de la
sobreexcitación malsana del imperio de lo superfluo, a la que voluntariamente nos
sometemos. Ahora todo el mundo quiere formar parte de algo grande, el hombre
común se queda boquiabierto ante el gigantismo arquitectural de la plutocracia
internacional que destruye el paisaje al servicio de las marcas comerciales en
vez de servir a las necesidades sociales, pero lo que se vive es la grandeza
cuantitativa y no la grandeza cualitativa, por eso nadie abraza ideales, pero
todos quieren ser parte de una cofradía, una asociación, un club, una
institución, un partido, etcétera. Se tiene miedo a actuar solo, nadie quiere
defender una postura con radicalismo, escasea el coraje en los adultos
domesticados, aunque retazos de rebeldía todavía sobrevive en el estamento
estudiantil (caso ejemplar en Chile), se prefiere el espíritu de manada, cuando
no de caterva, cunde la gansterización social y costumbres de prisión en el
lenguaje, vestimenta y con tatuajes, los sindicatos son gremios que buscan
mojigangas ventajistas, todo el mundo vive vertido hacia fuera y a nadie le
interesa fortalecer la voluntad interior, vertiginosamente se incrementó la
relevancia de la insignificancia (Castoriadis). Entonces, ¿qué se requiere para
revertir todas estas deshumanizadoras consecuencias indeseables de la
civilización técnica?
El presente alegato en contra de la civilización técnica no
significa necesariamente una nostalgia retrógrada por la vida estática y
tranquila del mundo medieval, ni la insensata instigación para destruir las
máquinas. No se trata de tecnofobia ni de tecnofilia. Ni la maquinofobia ni el
desmontaje de la civilización técnica es la solución, sino, como ya lo señaló
certeramente Sombart, el problema es institucional, de decisiones políticas.
¿Pero están acaso los políticos electoreros a la altura necesaria para
comprender la hondura del problema? ¿No es acaso la crisis de la política
massmediática la que ha desembocado en crisis social? ¿Son acaso capaces de
cambiar las cosas gobiernos que se distancian tanto de la sociedad y se
desenvuelven en un espacio vacío y autorreferencial? ¿El denominado “retorno
del ciudadano” puede reestructurar las relaciones entre lo público y lo privado
y ser una esperanza de cambio en medio de la apatía, el consumismo y la
deserción ciudadana? Se ha hablado de la globalización de la tontería (James
Petras), de las controversias entre civilización y ciudadanía (Atilio Boron),
del desasosiego político (Silvana Carozzi), de cambiar el mundo sin tomar el
poder (Jhon Holloway), de ir más allá de un capitalismo senil (Samir Amin), de
la política del desacuerdo (Jacques Ranciére), incluso del nuevo totalitarismo
(Slajov Zizek), pero poco se ha pensado sobre la relación entre el ocaso del
Estado y la forma de pensar de la modernidad.
No obstante, para Sombart las fuentes del capitalismo no son el
maquinismo ni la técnica instrumental sino la evolución de instituciones,
ajenas a lo económico. La aparición en el siglo XIII del Estado moderno es el
elemento fundamental, luego viene la división del trabajo, operada a través de
la creación de un ejército permanente y es donde empieza la marcha de la
especialización y desintegración humana, pareja importancia tiene la creación
de la moneda, la burocracia, los bancos y el papel decisivo de los hombres de
Estado. Es decir, la voluntad del Estado se insinúa en todos los rincones de la
vida privada y pública. Entonces, para Sombart, la obediencia maquinal empieza
al disociar el ejército y la burocracia, a los que mandan y a los que obedecen.
Esto es, la civilización técnica no es el desarrollo natural de
fuerzas naturales latentes, sino, emanación de una razón impuesta desde arriba
por un individuo audaz y emprendedor ubicado en la política. Al principio esta
voluntad fue del monarca, luego se transfiere a la sociedad burguesa como
virtudes (seriedad, ahorro y honradez) a través de los hombres de Estado y
grandes magnates de la industria y la banca. En esta organización se pierden
los fines humanos, se trabaja hasta el límite hasta sucumbir, la monomaníaca
preocupación por los negocios es consecuencia de la deshumanización de la
economía, donde se ha eliminado todo interés por el destino del hombre, pues el
nuevo dios es la persecución del dinero. Para Sombart es la organización lo que
se ha convertido en lo decisivo, que convierte a la máquina en ritmo productivo
de toda la economía. ¿Será suficiente un cambio organizacional para poder
quitar al maquinismo su protagonismo productivo? ¿El maquinismo de la
civilización técnica no responde, acaso, a una forma determinada de pensar?
En la primera página de su libro El Burgués señala que “el hombre pre-capitalista es el hombre
natural que no corre como loco por el mundo, tal como lo hacemos hoy, sino que
se desplaza reposadamente, sin precipitación ni prisa”. Este hombre que no
tiene espíritu de cálculo y trabaja, sin prisa, solo para subsistir, no es
esclavo del ritmo maquinal. Enseñar y aprender el nuevo arte de subordinación
maquinal ha tomado su tiempo, varias generaciones, en la cual se ha realizado
la ruina y destrucción del hombre natural. El resultado es que el mundo natural
yace en ruinas, todo un mundo artificial se ha edificado y se ha operado una
transformación de toda nuestra escala de valores. En su libro El socialismo alemán propone un control
selectivo sobre los inventos para impedir que se exploten todos los que se
descubren. Pues mientras el hombre más objetiviza su espíritu, tanto más huye
de sí mismo. Ya en todas partes al hombre no se le exige pensamiento o solo los
más primarios, se extingue el sentido de la vida, se vuelve más mecánico y el
hombre regresiona a un estado de primitividad animalesca. ¿Un control sobre las
invenciones podría ser la solución? ¿Bajo qué criterios de pensamiento habrá
que ejercer dicho control?
Pero si el hombre natural no es esclavo del pensar calculador que
dio origen a la era maquinal, es así por haber seguido el camino de la
naturaleza, la physis. Justamente lo mismo sostiene Heidegger para quien es
incorrecto diferenciar el ser y el mundo físico, es más, piensa que la
filosofía occidental se descaminó por haber seguido la senda del logos y no la
de la physis (el ser). La opinión de Heidegger va contra la de Reinhardt,
Riezler, Schwalb, Woodbury y Mourelatos, para quienes la physis es el mundo
físico, sujeto a multiplicidad, movimiento y cambio, mientras que el ser es
inmóvil, verdadero, eterno, necesario y universal. La postura de Heidegger está
mas cerca a la de Heráclito, para quien la physis o naturaleza es la esencia o
el ser, o sea no se trata del mundo físico, pero de sus oposiciones da cuenta
el logos, que no se vuelca nunca adecuadamente en el lenguaje. Todo esto no
significa que Parménides en su famoso discurso sobre el ser conciba a este como
una dialéctica del puro pensar, por el contrario, el ser designa una realidad
inmaterial que incluye todo, incluso la realidad material. Entonces, si hace
falta un nuevo modo de pensar, no calculador y que siga el camino de la
naturaleza, cuál ha de ser éste.
Las ideas son el armazón de toda la realidad y la filosofía es la
única guía verdadera de la vida. Por eso la filosofía no solo se hace de
palabra sino también de obra. Fueron los estoicos los que abrieron la gran
fisura entre pensamiento y vida, que se nota apreciablemente en Séneca,
mientras que Sócrates, socráticos y cínicos deslumbraron por la unidad entre
pensamiento y vida. Estos últimos fueron maestros consumados en el arte de dar
expresión vital de modo insobornable a sus ideas y creencias. Lo mismo se da
también en muchos filósofos medievales y modernos. A lo que voy es que el nuevo
modo de pensar, para salir del atolladero en que nos hemos metido con la
civilización técnica, requiere la unión de vida y doctrina. Si para superar la
actual encrucijada se habla de la necesidad de la renuncia, austeridad,
interioridad, no se trata de dejarlo escrito en el libro o decirlo simplemente
en la cátedra, sino de desafiar el destino practicándolo en la vida. Hace falta
un cambio profundo de nuestras propias costumbres para hacer efectivo el nuevo
modo de pensar que se reclama. De poco sirve reconocer la importancia de los
valores sin la necesaria práctica de las virtudes. En este crepúsculo de almas
la voz de algunos hombres fieles a sus convicciones los hará marchar en línea
recta al cadalso de la indiferencia, al verse al cabo solo, escarnecido y
crucificado por la indolencia, pero lo que se haga con el ejemplo vivo
sobrevivirá como protesta viril que fecundará en la hora de la justicia.
El nuevo intelectual no se puede contentar siendo un poste
indicador del nuevo camino, como pretendía Max Scheler, sino que debe predicar
con el ejemplo, ser coherente entre su vida y sus ideas. En la vida psicopática
que se vive hoy lo común es que se acepte la discordia entre ideas y estilo de
vida, pero esta trasmutación deja al hombre a secas y sin profundidad. La
dimensión ética es inesquivable, lo cual pone en primer término la importancia
de la causa final. El nuevo modo de pensar se encuentra ante una physis que no
está desprovista de finalidad, es decir, no está entregada al avatar sin
propósito del determinismo causal, y aun cuando la ciencia demuestre que algún
día el mundo físico ha de desaparecer, sin embargo, la physis no se agota en el
mundo material, va más allá de lo fenoménico, haciendo cavilar que lo inmutable
y permanente de la vida del ser no es mero destino ontológico, sino, también,
ético en grado sumo, regenerador de la vida misma y vencimiento completo de la
muerte. A esto Teilhard de Chardin llamó “cosmogénesis basada en la
cristogénesis”.
La nueva forma de espiritualidad que requiere nuestro tiempo no
demanda la renuncia a la naturaleza ni al mundo, sino, por el contrario, el
reconocimiento de su importancia, sin lo cual es imposible asumir con energía
la tarea de transformar el mundo en un mundo más humano, más consciente, más
unido, más personal, más divinizado. Todo conduce a una filosofía de la acción
que rompe el solipsismo vital, o sea, donde las ideas son el armazón de la
realidad y brillan en la unidad de vida y doctrina.
Esta unidad de la idea y la vida nos lleva a preguntarnos sobre lo
que significa pensar. Qué significa
pensar es el título de un libro de Heidegger, donde puntualiza que: 1. El
pensar no da ningún saber como el de las ciencias; 2. El pensar no produce
ninguna sabiduría útil de la vida; 3. El pensar no resuelve ningún enigma del
universo; 4. El pensar no presta ninguna fuerza inmediata para el obrar. Lo que
tiene de cierto este juicio es que el pensar es distinto a la mentalidad de
dominio, cálculo y posesión del mundo moderno, y lo que se encuentra de falso
es que se desvincule por completo de la vida y el mundo.
Un pensar que renuncia a Dios y al mundo para ser el pastor del
ser se queda en el paraíso anémico de la idea, suprimir el cielo y la tierra en
vistas de estar iluminado por el ser lleva a renunciar a la trascendencia y la
inmanencia, equivale a quedarse frente a la nada por más de que se interrogue
“por qué es en general el ente y no más bien la nada”. Un pensar no
objetivista, no calculador ni de dominio no tiene que ser necesariamente
estéril para la vida y la acción, por el contrario, sirve de guía en el arte de
la vida, por cuanto esta no es verificable, cuantificable ni objetivable. Tener
al ser puro como lo único importante va contra el ser mismo, puesto que su
razón responde a un propósito ético y finalístico. Quien cambia a Dios y al
mundo por el ser puro se petrifica porque, aun cuando nuestra facultad más
elevada es la contemplación, el puritanismo del ser solo ahonda el nihilismo
que siente la indignidad de la existencia y pierde la fe en los valores
supremos. Y según Nietzsche, justamente en esto consiste la esencia del
nihilismo, pues todo lo que se ama carece de realidad y lo real no se puede
amar. Entonces, es inevitable caer en el desprecio del mundo sensible, como
sentir asco del espíritu. La salida trágica es el suicidio.
Hoy vivimos el nihilismo en la embriaguez de la música, el trágico
goce en la ruina de lo noble, el trabajo sin objeto, el arte por el arte, el
conocimiento puro, el ser puro, el tonto fanatismo, el placer por lo
insignificante y la idolatría del sexo, poder y dinero. El culto del deseo, la
idolización de sí mismo, el mal gusto, lo extravagante, lo mórbido y monstruoso
está bien representado en la popular estrella pop Lady Gaga. La peripecia
completa es una marcha segura hacia la muerte, el suicidio colectivo, el
triunfo de la cultura necrófila. “Más te vale no haber nacido”, reza el
Evangelio. Esta nostalgia de petrificación oscuridad, inmovilidad y muerte está
presente en la terrible voluntad del hombre fáustico de la civilización
técnica. Su paideia es una adhesión incondicional a lo irracional, antihumano y
antinatural.
Con los ojos atónitos del espectador estupefacto el hombre de hoy
se revuelca en el vendaval de su propia locura. A esto nos ha conducido el hado
inflexible de un pensar calculador, dominador y posesivo. Ha llegado la hora de
impulsar desde sus premisas un nuevo pensar, no objetivante pero unido al
mundo, profundamente moral, capaz de cauterizar las profundas llagas abiertas
por el disolvente nihilismo satisfecho.
Lima, Salamanca,
10 de septiembre 2012.
Enlace:
librosperuanos.com/
EN MANOS DE
LOS INTANGIBLES
(La audacia de
los enfoques)
Lidia Morales
Benito ©
Entrevista al escritor de relatos Ángel Olgoso
En agosto de 2011 perdí el avión que iba a llevarme a Barcelona.
Desesperada por las doce horas de tren que se me brindaban por culpa del
descuido, pedí en una librería “literatura para matar kilómetros” y me llevé un
poco escéptica Los líquenes del
Sueño. Había oído hablar de Ángel Olgoso unos meses antes, pero no tenía
muy claro lo que iba a encontrarme entre las páginas del libro. Recuerdo el
trayecto a lo ancho de la
Península con una nebulosa extraña propia de los
intersticios de Julio Cortázar o los trenes de Joaquín Sabina, un recorrido
lleno de grietas y agujeros negros, en los que se mezclaban lo fantástico de
Olgoso con un estado de vigilia sonámbula. Doce horas después, no me quedaba
muy claro si había viajado por tierra de Salamanca a Barcelona, o si la
travesía había sido en espiral entre el lugar insólito y la belleza de los
textos. Tras ese extraño viaje, empecé a leer a Ángel Olgoso ya no para matar
kilómetros, sino para capturarlos.
• Dominique Sampiero, en su libro Le Temps Captif, define al escritor vocacional como aquel adherido
a un papel y un boli, el que vive la vida queriendo escribirla, el que está en
alerta constante ante aquello susceptible de ser escrito. Me resulta curioso,
Ángel, que hasta finales de los 90 tu producción literaria haya sido escasa y, mucho
más curioso aún, que en los últimos trece años hayas acumulado tantísimas obras
de arte. Parece que la bestia llevara tantos años sin comer que ahora quiere
devorarlo todo. ¿Sientes algún tipo de empatía con la definición de Sampiero?,
¿a qué se debe la bestia dormida?, ¿qué ha sido la causa de su despertar?
Jamás se me había ocurrido verme bajo ese aspecto tan vistoso.
Pero en caso de que admitamos la improbable existencia de tal bestia (eso sí,
Lidia, una bestia tímida, solitaria, discreta, silenciosa, exigente y
parsimoniosa) quizá la evolución haya sido la contraria: en el período que va
de 1980 a 1995, me recuerdo inflamado de energía creativa, sentía la
poderosa excitación del descubrimiento del mundo, del apremio respecto a la
vida imaginaria, de la creación caudalosa y libre; sentía el gozo insensato de
escribir con una tinta de lo más raro; me sentía, en definitiva, como el
“obrero de sueños” de Salvatore Quasimodo. Durante aquellos quince años —con
una desfachatez juvenil que me hacía saltar por encima de la verosimilitud, de
la documentación, de las normas lingüísticas y de la mismísima existencia o no
de las palabras— escribí Nubes de
piedra, Los días subterráneos, La hélice entre los sargazos, Cuentos de otro mundo y dos grupos
de relatos (Gabinete victoriano y Cuentos del fumadero) que luego
aparecerían incluidos en Los
líquenes del sueño. De cualquier modo, a pesar de lo copioso del bagaje, es
lógico que tengas esa percepción, pues me costó veinte años —hasta 1999—
publicar en ediciones que pudieran verse en el escaparate de una librería. Sin
embargo, a medida que pasa el tiempo, siento que debo esforzarme para que la
llama sacra no se extinga, para que no se disipe la añorada vitalidad, genuina,
delirante, de aquellos textos tal vez menos refinados y maduros, la intuición
para las imágenes sorprendentes, la audacia de los enfoques, la poesía o la
musicalidad.
Hoy como entonces, esta peculiar bestia sigue llevando una vida
recogida, sin excesiva visión de futuro, ajena al tráfico de vanidades, entregada
con minuciosidad y primor de artesano a su única ambición: la sed de
perfección, el deseo de dejar —entre los quinientos escritos— algún relato
perdurable. Si al pintor Chardin le costaba trabajo pintar, a mí me cuesta
mucho escribir. Como él, no tengo ni la facilidad ni el brío de otros: me veo
como un torpe amanuense, como condenado caracol sobrepasado cada día, a derecha
e izquierda, por docenas de escritores talentosos que parecen veloces liebres,
estilizados bólidos de carreras o atronadores bulldozers.
Con respecto a la definición de Sampiero, nada me hubiera gustado
más que vivir exclusivamente para la lectura y la escritura, para la búsqueda
incesante de belleza y extrañeza. Es cierto que cuando uno es joven esa alerta
constante se mantiene por más tiempo, ese “Nulla dies sine linea” del proverbio
latino parece depender menos de factores externos como la familia, los vecinos
o la disciplina salarial (si uno tiene imaginación no puede evitar imaginar).
Ahora, por desgracia, no dispongo de tanto tiempo para esa exaltación
imaginativa, propia de quien tenía la cabeza en las nubes y escribía a salto de
mata, para esa afirmación radical propia de quien solo se preocupaba de
escribir. Ahora, quizá como a todos, se me ha agudizado la sensación de estar
completamente en manos de las circunstancias, de los intangibles.
• Parece que, a algunos, las palabras os han escogido para
instalarse en vosotros. ¿De dónde nace la idea brillante de tus cuentos?, ¿de
dónde surge el ingenio?, ¿esas palabras realmente te eligen ellas a ti o eres
tú quien las selecciona?, ¿quién toma el papel de demiurgo, tú o ellas?
Te agradezco tan hiperbólico halago, Lidia, pero me siento del
todo ajeno al papel de demiurgo de las palabras. A la hora de escribir, mi
impresión es más bien patética, la de un inepto cazador que parte jadeante en
busca de una presa inalcanzable, valiosa y muy frágil, terriblemente
escurridiza, casi esquiva. Incluso en la conversación diaria, a no ser que
medie una gran confianza, soy poco dicharachero, un tipo al que hay que sacar
las palabras con tenazas de sacamuelas, de esos que piensan que si la palabra
es plata, el silencio, oro. Para colmo, me acostumbré desde pequeño a poner por
escrito lo que luego debo decir, a hacer borradores de presentaciones, de
entrevistas, de simples correos electrónicos, a pulir cada frase de manera
extenuante. Es la maldición del escritor por escrito, del que —como Bioy,
Calvino o Nabokov— abomina de la intemperie de la improvisación, del desaliño
de las repeticiones, indecisiones e imprecisiones.
Eso no impide, desde luego, que la larga y ardua cacería de
palabras suponga una enorme excitación, un poderoso estimulante. Primero,
siento una extraña comezón, un grato cosquilleo cuando persigo la palabra
exacta, precisa, inaudita. Después, un estremecimiento cuando atrapo ese
término expresivo, pintoresco o raro que sin embargo parece adecuarse
perfectamente a la narración, esa palabra que resplandece como una luciérnaga.
Por último, me detengo a acariciar los vocablos como se acaricia una hermosa y
perfumada fruta, una fruta exótica y desconocida que tiene el poder de
inaugurar mundos, de convocar realidades, de crear emociones. Joan Perucho dijo
que, en literatura, el placer del lenguaje es su verdad. Y Roland Barthes, que
hay un placer del lenguaje de la misma naturaleza que el erótico. A mí, que
suelo practicar con frecuencia una mezcla y destilación de narrativa y poesía,
que procuro ejercitar una escritura burilada, que busco sin cesar la palabra
más justa y sugerente, dotada de peso específico, la boca se me hace agua con
esa música deliciosa que toda creación derrama, la boca me saliva si pronuncio
la palabra confitura, cúrcuma, labio, miel o justicia. Pero el placer tiene que
estar también en la conjunción de palabras y en el modo de contar las cosas:
como decía Azorín, creo, el escritor no debe ser como un arpa eólica, que emite
algunos bellos sonidos sin ejecutar ninguna melodía.
Carlos Almira ha analizado muy acertadamente el valor de las
palabras en mi obra: habla de peso atómico, de palabras-mundo que crean su
propia atmósfera, que secuestran silenciosamente la narración elevándola a un
plano de significación diferente de lo convencional, de palabras como
polizones, como caballos de Troya del lenguaje. Supongo que todo esto es fruto
de la tortura de la corrección, de mi torpeza y lentitud (tardé cinco años en
escribir el relato “Los palafitos”, y ocho meses en repujar “El
síndrome de Lugrís”), de la paciente caza y domesticación de las palabras,
presas delicadas que pierden su lozanía fácilmente si se manipulan con
brusquedad o apresuramiento. Me gusta llamar a mis textos “cuentos medulares”
porque hay una depuración casi alquímica. Procuro que en ellos las palabras no
avancen como ejércitos en formación, conduciéndose monótonamente, durante
cientos de páginas, entre desmayadas fanfarrias de genealogías e incontables
estandartes de lugares comunes, hasta que el tedio y el agotamiento se apoderan
del lector. Intento que lo hagan más bien como elementos de una emboscada rauda
y limpia, con palabras que ejecutan con intensidad los movimientos justos,
medidos, persiguiendo una sola visión, una idea inquietante, una conmoción, un
sentimiento inefable, una resonancia.
• Tienes cuentos más cercanos al formato de microrrelato, que
funcionan como textos envasados al vacío, y otros que son casi novelitas, ¿con
qué disfrutas más?, ¿de qué depende el resultado de cada cuento?
Una novela es solamente una novela, pero un buen cuento, un cuento
redondo, es algo que excede a lo previsto. Aunque ya escribía relatos breves a
finales de los setenta —mucho antes de que existiera el concepto microrrelato—
a menudo me veo obligado a aclarar que solo escribo relatos, independientemente
de la extensión. Al plegarme por completo a las necesidades del texto, por
fuerza cada uno nace con su propia envergadura, tono y color: a veces ocupan
una línea y, otras, treinta páginas, pero procuro que sean milimétricos,
quintaesenciados —también los más largos—, que tengan cierta atmósfera, cierta
densidad y, por supuesto, sustancia narrativa. Siempre intento aunar la
precisión y belleza del lenguaje con la singularidad de la historia.
Naturalmente, a menor extensión se requiere mayor intensidad, y también es
cierto que la forma breve magnifica cada palabra, hace que desborden la página
y sea más fácil dejar una huella imborrable en el lector. El hecho de que me
apasione la tensión, la concentración, la autonomía radical de lo breve, la
maravilla de lograr algo en lo que no sobra ni falta nada; el hecho de que crea
que bastan pocas páginas, incluso líneas, para mostrar la esencia de algo o
para agotar cualquier argumento, no significa que olvide que fondo y forma son
inseparables, que la brevedad no es un fin, un valor en sí mismo, que hay que
tratar de contar la historia, no de la mejor manera posible, sino de la única
manera posible. Tal vez por eso, porque en mi caso la extensión viene dada por
las exigencias del propio texto, sigo pensando que el microrrelato quizá no sea
sino una variante del cuento, una evolución hacia una forma límite en la que su
rasgo más visible —la brevedad— potencia sus otras características.
Aunque reconozco que encuentro un placer casi morboso en conseguir
la mayor expresividad posible con el menor número de palabras (alguien dijo que
la finalidad última de un escritor es reducir la existencia humana a una simple
oración), en dotarlas de un valor simbólico, tratando como he apuntado antes de
que vayan más allá de lo narrado, hipnoticen al lector y evoquen imágenes que
amplíen su horizonte mental, tengo la impresión de que la efervescencia que
vive el microrrelato se está convirtiendo en un verdadero diluvio de escoria,
de sedimentos irregulares, de miniaturas inanes, de retales, de grageas
absurdas u ocurrentes, de falsos relatos. Es inevitable cuando muchos de sus
cultivadores lo confunden con un cajón de sastre o identifican brevedad con
facilidad de composición. Depende de lo riguroso que sea el creador. A pesar de
la maravillosa libertad que le es propia a estos textos, a pesar de todas las
tentaciones que procuran, nunca deben ser gratuitos y sí tener, en cambio,
sustancia narrativa, movimiento interno, sentido completo. Hace años, en otra
entrevista, ya señalé el peligro que supondría llegar a la banalización del
microrrelato antes que a su normalización. Bueno, quizá estoy siendo demasiado
severo, estos momentos también pueden resultar interesantes: obligan a rebuscar
con más ahínco, pero multiplican las posibilidades de encontrar diamantes entre
las cenizas.
• ¿Qué lugar ocupa el juego en tus obras? Durante el proceso de
creación, ¿tienes la sensación de estar jugando en algún momento?
A los doce años, en 1973, gané mi primer concurso, organizado
por la
Federación Andaluza de Montañismo: había que narrar una
excursión que uno hubiera hecho a una montaña; yo nunca había ido, así que me
la inventé de cabo a rabo y gané. Tal vez ahí empecé a fabular, a comprender el
poder de la ficción, lo irresistible de su juego.
A diferencia de libros míos posteriores —sobre todo de “Los
demonios del lugar”— los relatos de “Los líquenes del sueño”, que recogen
la mayor parte de lo escrito entre 1980 y 1995, obedecían a un impulso mucho
más lúdico, más irónico, eran ficciones tal vez más ingenuas y puras, más
hedonistas, llenas de juegos y trampantojos, de situaciones extremas o
descabelladas, de viajes imposibles, furiosos a veces, también grotescos y
macabros. En aquella época tenía aún más claro que la ficción era el antídoto
contra el veneno de la realidad, un asidero salvador sin el cual me hundiría en
el abismo. Como Wallace Stevens, pensaba que el mundo imaginado era el bien
definitivo. Y es lógico que a un joven escritor carente de recursos y madurez,
de profundidad y experiencia, el juego le proporcione un punto de apoyo
indispensable a la hora de la creación.
El relato fantástico es un ejercicio puro de la imaginación sin
trabas, que permite al escritor —y al lector— la sensación de volatinero, de
equilibrista sobre la cuerda floja del espacio y el tiempo. Y la mía es una
literatura de fabulación, de distorsión de la realidad inmediata (que trato de
reinterpretar más que de reproducir), que no se detiene a contar lo que le pasa
todos los días a todo el mundo, que juega con los elementos de la historia y de
la cultura, que presenta enmiendas a los planes de la Creación como decía
Arreola. Siguiendo a pies juntillas la divisa patafísica, siempre me he
esforzado de buena gana en pensar cosas en las que pienso que los demás no
pensarán. Sí, siempre me ha impulsado lo fantástico, la eventualidad de hacer
posible lo imposible, de violentar el orden natural, de librar al lector de la
prosaica, vulgar y menesterosa cárcel de lo cotidiano, de mostrarle otras
perspectivas, otras dimensiones.
Por otra parte, está presente también en muchos de mis relatos el
juego formal: el tratamiento de los distintos registros, de las texturas, de
los temas o motivos tradicionales, como una sucesión de sensaciones físicas y
placer intelectual. A propósito de esto, uno de los primeros lectores
de “Astrolabio” me dijo que, tras su lectura, había experimentado
algo semejante a un menú de Ferrán Adriá: sabores y texturas sorprendentes, que
iban de lo dulce a lo salado, de lo crujiente a lo gelatinoso, de lo ácido a lo
agrio, de lo esponjoso a lo quebradizo. La estética —afirman los patafísicos—
es una de las formas más importantes de la ética: el que hace cosas bellas,
hace cosas buenas.
En definitiva, cuando comenzaba a escribir prefería —al contrario
que Umbral— las mentiras del arte a la verdad de la vida. Con el paso de los años
se fue invirtiendo la ecuación. No obstante, estos tiempos sombríos hacen que
me incline de nuevo por las mentiras más fiables y menos dolorosas del arte.
• ¿Quiénes son los autores que más te han marcado como lector?,
¿crees que alguno de ellos ha dejado huella en tu producción artística?
Todas las lecturas marcan de alguna manera, unas con un hierro
candente y otras con un leve perfume. Las primeras decisivas, las que me
propagaron instantáneamente el fuego de la creación, el gusto por la palabra,
por la imagen poética fueron —en 1973— “La casa encendida” de Luis
Rosales y “Cántico” de Jorge Guillén; y, cinco años más
tarde, “Alfanhuí” de Sánchez Ferlosio y la “Antología de la
literatura fantástica”, de Borges, Bioy y Ocampo.
Son demasiados autores y la lista se haría interminable. Por citar
a unos pocos, con Poe y Kafka como principales vetas nutricias, los fantásticos
victorianos, los fantásticos latinoamericanos, Maupassant, Schwob, Buzzati,
Arreola, Denevi, Aickman, etc. Pasé por épocas consecutivas que tenían la
vitola de Cortázar, de Vian, de Kerouac, de Mishima, de Chandler, de Bukowski,
de Bradbury. Degusté la “prosa comestible” de Azorín, Aldecoa, Schulz, García
Pavón, Rulfo, Pla. Pero si solo pudiera nombrar dos debilidades, serían Álvaro
Cunqueiro (un mágico y delicioso universo) y Chateaubriand (una cumbre
estilística de la humanidad).
Como diría Macedonio Fernández, son tantos los ausentes que si
falta uno más, no cabe.
• Gracias, Ángel, por tus palabras, por tu ingenio, por lo ya
escrito y por todo lo que te queda por escribir.
ÁNGEL OLGOSO (Cúllar
Vega, Granada, España, 1961) es un intrigante mago de las palabras, capaz de
sacar literatura de los lugares más recónditos. Su particular visión de la vida
y su arte de contar, siempre unidos a una gran humildad, le han llevado a
publicar numerosos libros de relatos como “Los días subterráneos”, “La
hélice entre los sargazos”, “Nubes de piedra”, “Granada, año 2039 y otros
relatos”, “Cuentos de otro mundo”, “El vuelo del pájaro elefante”, “Los demonios
del lugar”, “Astrolabio”, “La máquina de languidecer”, “Los líquenes del
sueño” (Relatos 1980-1995); “Cuando fui jaguar”, “Racconti abissali”,
“Las frutas de la luna”.
Nuevos colaboradores
LIDIA MORALES BENITO
Es licenciada en Filología Hispánica y Filología Francesa
por la Universidad de
Salamanca (España). Actualmente, ejerce como Profesora de Lengua y Literatura
en Educación Secundaria y lleva a cabo el trabajo de investigación de Tesis
Doctoral en Literatura Comparada Franco-Hispánica. Sus ámbitos de estudio son
el juego y las restricciones formales en literatura contemporánea; y las
influencias de la
Patafísica y, más concretamente, del taller de Oulipo en
literatura en lengua española.
Algunos de sus artículos más recientes son:
• Literaturizar la vida: Entrevista al escritor D. Gabriel
Jiménez Emán, Logos: revista de Lingüística, Filosofía y Literatura, La Serena (Chile), Vol.
22, nº 2, 2012. ISSN: 0716-7520, pp.113-121.
• Las reglas del juego: teoría y práctica del juego en
literatura, Les Ateliers du SAL, nº 1-2, París, 2012, ISSN 1954-3239, pp.
271-281.
• Miguel Mihura y el teatro del absurdo. Vanguardias
sin límites. Ampliando los contextos de los movimientos hispánicos II,
Budapest: Departamento de Lengua y Literatura Españolas, Universidad Eötvös
Loránd, 2012, ISBN 978-963-284-258-5 (la edición de dos volúmenes), ISBN
978-963-284-260-8 (el segundo volumen que incluye su capítulo) pp. 173-201.
• Federico García Lorca y el flamenco, Revista
Litteris, nº 7, Río de Janeiro, 2011, ISSN: 1983- 7429, pp. 1-14.
• La búsqueda de una nueva verosimilitud. Literatura
neofantástica y Patafísica, L’(In)vraisemblable: Carnets, nº 3, Faro: APEF
(Associaçao portuguesa de estudos franceses), 2011, ISSN: 1646-7698,
pp.115-130.
• Enseñanza de español a niños francófonos entre ocho y
once años de edad. Artículo teórico-práctico acerca de los errores nocionales,
Studii de Gramatica Contrastiva, nº 14, Pitesti: Editura Universitatii din
Pitesti, 2010, ISSN: 1584-143X, pp.7-34.
• Estudio comparativo de los escritores surrealistas:
Alejo Carpentier y Paul Nougé, Estudios Franco-Alemanes. Revista
Internacional de Traducción y Filología, nº 1, Sevilla: Editorial Bienza, 2009,
ISSN: 2171-6633, pp.111-130.
• Un chien, métaphore de la crise des années
Trente? Le Chien jaune Dans l’œuvre de Georges Simenon, Sociétés et
Représentations, nº 27, Paris: Nouveau Monde éditions, 2009, ISSN:
1262-2966, pp.91-101.
• Griselda Gambaro, Michel de Ghelderode y Jean Genet:
reescrituras de la angustia, Ateliers du Séminaire Amérique Latine.
Réécritures I, n° 4, París: Université Paris-Sorbonne, 2009. ISSN : 1954-3239.
NOELIA NATALIA BARCHUK LÖWER
Nacida un 19 de enero, en Resistencia, la “ciudad de las
esculturas” (Provincia del Chaco), Argentina, cursa la carrera de Contador
Público en la
Universidad Nacional del Nordeste. Se desempeña como
administrativa del sector de control impositivo en una empresa privada.
Fue distinguida con una Mención de Honor Especial por su
poema “Descorazonado” en el Certamen Literario Provincial
“Alfredo Veiravé” 2004. Dicha obra integra la Antología de poemas y
cuentos de la edición de ese año.
Escribe además de poemas, entre ellos T.Q.M, Peregrina, El
Hombre Invisible, también cuentos y relatos cortos, como Los
Domingos, La Primera
Cena , que pueden leerse en la página http://ww.mascultura.com/.
Entre sus libros preferidos, destaca las novelas El nombre de la rosa de Umberto Eco, El perfume de Patrick Suskind, Las sandalias del pescador de Morris
West. En poesía, sus autores predilectos son Jorge L. Borges, Julia Priluztky
Farny y Mario Benedetti. Lectora de sus contemporáneos, refiere a Wakolda de Lucía Puenzo, Kryptonita y Bolonqui de Leonardo Oyola.
Actualmente, trabaja en la publicación de su primer libro de cuento
y en una novela.
alfana79@hotmail.com
REALIDADES Y FICCIONES
—Revista Literaria—
Nº 13 — Junio de 2013 — Año IV
ISSN 2250-4281
Exp. 5054185 Dirección Nacional
del Derecho de Autor
Av. Libertador 6039 (C1428ARD)
Ciudad de Buenos Aires, Argentina
Currículo: http://www.polisliteraria.blogspot.com/
San Martín (Pcia. de Buenos Aires), Argentina
elilialap@yahoo.com.ar
COLABORARON EN ESTE NÚMERO:
• Héctor Zabala, Ciudad de Buenos
Aires, Argentina
• Anna Rossell, Barcelona
(Cataluña), España
• Noelia
Natalia Barchuk Löwer, Resistencia (Chaco), Argentina
• Luis
Benítez, Ciudad de Buenos Aires, Argentina
• Gustavo Flores Quelopana, Lima,
Perú
• Lidia Morales Benito, Salamanca
(Castilla y León), España
• Liliana Lapadula, San Martín (Pcia.
de Buenos Aires), Argentina
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colaboradores se encuentra a la derecha del blog bajo el acápite COLABORADORES
de Revista REALIDADES Y FICCIONES.
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Muy interesantes los contenidos de la revista. La labor de publicaciones como la vuestra me parece muy importante ante la proliferación de contenidos en la red.
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Olá! como estás? Mi llamo Carlos, soy pota y editor brasileño. Gustaria de convidarte a ser um membro de La Academia Machadense Del Letras em este link Del facebook:
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Aqui usted puede publicar SUS poemas, cuentos y otras cosas a respecto de cultura, ok?
Hasta luego y sea bien-venido a La Academia.