sábado, 1 de septiembre de 2012

REALIDADES Y FICCIONES
—Revista Literaria—
Nº 10 — Septiembre de 2012 — Año III
ISSN 2250-4281
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(se le avisará cada nuevo número trimestral).

“Muerte de Héctor por Aquiles”
Peter Paul Rubens, c. 1630
Sumario:

Narrativa (Héctor Zabala)
• “La Fe y las montañas” de Augusto "Tito" Monterroso. Cuento y análisis. Bibliografía
• “El collar” de Guy de Maupassant. Cuento y análisis. Bibliografía.
• “La máquina de ajedrez” de Robert Löhr. Reseña. Biografía del autor.

Poesía (Luis Benítez)
• La poesía de Niels Hav.
• Selección de poemas del autor.

Ensayo
• “The Buenos Aires Affair” de Manuel Puig: un análisis desde la sexualidad y el poder, de Agustín Arosteguy.
• Una forma diferente de afrontar la piratería. (Francisco Angulo Lafuente)

Y algo más…
La Ilíada, ¿mito o realidad? — Parte III. (Héctor Zabala)

Nuevos colaboradores de Realidades y Ficciones (currículos):
• Agustín Arosteguy, Balcarce (Pcia. Buenos Aires) - Bilbao (País Vasco), España
• Francisco Angulo Lafuente, Madrid, España


LA FE Y LAS MONTAÑAS
Augusto Monterroso ©

Al principio la Fe movía montañas solo cuando era absolutamente necesario, con lo que el paisaje permanecía igual a sí mismo durante milenios.
Pero cuando la Fe comenzó a propagarse y a la gente le pareció divertida la idea de mover montañas, estas no hacían sino cambiar de sitio, y cada vez era más difícil encontrarlas en el lugar en que uno las había dejado la noche anterior; cosa que por supuesto creaba más dificultades que las que resolvía.
La buena gente prefirió entonces abandonar la Fe y ahora las montañas permanecen por lo general en su sitio.
Cuando en la carretera se produce un derrumbe bajo el cual mueren varios viajeros, es que alguien, muy lejano o inmediato, tuvo un ligerísimo atisbo de Fe.


ANÁLISIS DE “LA FE Y LAS MONTAÑAS” DE MONTERROSO
Héctor Zabala ©

ANTECEDENTES
Esta narración corta reconoce como antecedentes tres textos bíblicos del llamado Nuevo Testamento: Mateo 21:21-22, Marcos 11:23-24 y Primera Carta a los Corintios 13:2.
Los dos primeros textos son una respuesta de Jesús de Nazaret a sus discípulos cierta mañana que caminaban entre Betania y Jerusalén tras el conocido suceso de la higuera marchita del día anterior [1]El texto de Mateo es el siguiente: “… en verdad les digo: Si solo tienen fe y no dudan, no solo harán lo que yo hice a la higuera, sino que si dijeran a esa montaña ‘Sé alzada y arrojada al mar, sucederá’. Y todas las cosas que pidan en oración, teniendo fe, las recibirán”. El escrito de Marcos es muy parecido.
Ambos textos recogen la misma idea que fuera expresada a esos mismos discípulos días antes, camino de Jericó (Lucas 17:6), aunque en esa oportunidad Jesús utilizó un árbol como base de su metáfora en lugar de una montaña: “Si tuvieran fe, tanto como un grano de mostaza, dirían a este sicómoro [2]: ‘Sé desarraigado y plantado en el mar’ y el árbol les obedecería”.
Por su parte, el apóstol Pablo [3] aplica esta figura de la fe y las montañas en su carta desde Éfeso, enviada durante su tercer viaje misional: “Y si tengo el don de profecía y conozco los misterios sagrados y poseo todo el conocimiento y tanta fe como para trasladar montañas, pero no tengo amor, no soy nada”. Aquí, este escritor toca el tema de la fe tangencialmente porque en ese momento el asunto perentorio era el amor entre cristianos. Y lo hace a modo de admonición hacia la comunidad de fieles que él mismo había establecido hacía pocos años en Corinto, la que para entonces ya sufría escándalos y divisiones.
Ni hace falta aclarar que estos autores bíblicos utilizaron metáforas; de hecho no se conoce ningún caso en la historia del cristianismo de alguien que haya movido una montaña y eso que, tanto en la Biblia como en los libros que versan sobre la vida de centenares de santos, los milagros (creíbles o supuestos) deben contarse por miles. En realidad, todo el asunto enseña que cualquiera que pida con fe, Dios responderá solucionando sus problemas, incluidos aquellos que no parecen tener solución alguna. Lo de mover montañas es, en cierta manera, además de una metáfora, una hipérbole.

DOS INTERPRETACIONES
a) Pero socarrón y escéptico, Monterroso juega con las palabras y decide que tales textos no son una metáfora ni una hipérbole sino frases literales, como si de verdad fuera posible mover una montaña con solo la voluntad, con la simple fe. Y sagazmente imagina un mundo trastornado donde personas de fe mueven montañas solo para divertirse hasta que finalmente se aburren y dejan de hacerlo, pero que mientras tanto han creado el descalabro absoluto porque después de eso ninguna montaña queda quieta.
Incluso es muy graciosa la frase: “La buena gente prefirió entonces abandonar la Fe y ahora las montañas permanecen por lo general en su sitio”. Y es tremendo el resultado final: “Cuando en la carretera se produce un derrumbe bajo el cual mueren varios viajeros, es que alguien, muy lejano o inmediato, tuvo un ligerísimo atisbo de Fe”, dando a entender que de haber seguido habiendo masivamente gente de mucha fe, hoy ya no quedarían sobrevivientes de los continuos cataclismos orográficos.
La idea de Monterroso, más allá del humor negro y la parodia, implica una paradoja notable: la fe (al menos, por sí sola) no solamente no soluciona los problemas sino que los aumenta, y mucho.
b) Pero también podría haber otra interpretación: una velada crítica a la historia del cristianismo (o mejor dicho, a cierto equivocado cristianismo) que, como tantas confesiones, cayó —y no pocas veces— en el fanatismo más escandaloso con sus cruzadas, persecuciones, inquisiciones, cazas de brujas y hasta genocidios, producto de una fe exacerbada.
En efecto, el autor se encarga de aclararnos que al principio la fe solo movió montañas cuando era absolutamente necesario, una regla que se mantuvo con cierta cordura. Incluso, esto abarcaría por lo menos los dos primeros siglos del cristianismo en que no hubo fanatismo desmedido sino un mensaje de paz, de respeto al prójimo (más allá de que el otro pensara distinto), un mensaje para nada iracundo como ocurrió después.
Siguiendo el razonamiento que plantea la obra, si la fe descontrolada de algunos (o de muchos) trae a la humanidad semejantes “terremotos”, por llamarlos de alguna manera, bien puede ser que a medida que disminuye la fe tales “terremotos” también vayan disminuyendo.  

[1] En Mateo 21:19-20.
[2] Hay versiones que traducen morera, en lugar de sicómoro. De la familia de las moráceas a la que también pertenece la higuera, no debe confundirse con el falso plátano o arce sicómoro.
[3] Pablo, el apóstol: su nombre de nacimiento o de registro romano era Saulo de Tarso.


AUGUSTO MONTERROSO

Augusto “Tito” Monterroso
Nació el 21 de diciembre de 1921 en Tegucigalpa, capital de Honduras. De familia guatemalteca, vivió en Guatemala desde muy jovencito hasta 1944, en que debió emigrar por el golpe de estado de Castillo Armas. Enemigo acérrimo de los regímenes dictatoriales y autoritarios, fue un gran defensor de los derechos de los indígenas. Estuvo en Bolivia y Chile y desde 1956 se radica definitivamente en México.
Autodidacta, está considerado el cuentista guatemalteco más importante del siglo XX y uno de los más importantes de América. Empezó a publicar a partir de 1959, año de la primera edición de sus Obras completas (y otros cuentos), conjunto de incisivas narraciones donde comienzan a notarse los rasgos esenciales de su estilo: prosa concisa, de apariencia sencilla pero llena de referencias cultas (y ocultas), así como un magistral manejo de la parodia, la caricatura y el humor negro.
Considerado como uno de los maestros de la mini-ficción, fue un verdadero especialista en abordar temáticas complejas y fascinantes de manera breve con una provocadora visión del mundo a través de una narrativa que deleita a los lectores más exigentes.
Contrajo matrimonio con la escritora Bárbara Jacobs, su alumna y más ferviente admiradora.
Su composición “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí” fue considerada durante décadas el relato más breve de la literatura universal. En 1970 ganó el premio Magda Donato; en 1975, el Xavier Villaurrutia; en 1988, la condecoración del Águila Azteca por su aporte a la cultura mexicana; el Juan Rulfo en 1996; el Nacional de Literatura “Miguel Ángel Asturias” en 1997 y el Príncipe de Asturias de las Letras en 2000, entre otros.
Tito, como lo llamaban sus allegados, el gran hacedor de cuentos y fábulas breves, murió el 7 de febrero de 2003 en la ciudad de México.

Sus obras:
Obras completas (y otros cuentos), 1959; La oveja negra y demás fábulas, 1969; Movimiento perpetuo (cuentos, ensayos y aforismos), 1972; Lo demás es silencio (novela), 1978; Viaje al centro de la fábula (entrevistas), 1981; La palabra mágica (cuentos y ensayos), 1983; La letra e: fragmentos de un diario, 1987; Los buscadores de oro (autobiografía), 1993; La vaca (ensayos), 1998; Pájaros de Hispanoamérica (antología), 2001; Literatura y vida (cuentos y ensayos), 2004.



EL COLLAR
Guy de Maupassant ©

Era una de esas hermosas y encantadoras criaturas nacidas como por un error del destino en una familia de empleados. Carecía de dote y no tenía esperanzas de cambiar de posición; no disponía de ningún medio para ser conocida, comprendida, querida, para encontrar un esposo rico y distinguido; y fue así que aceptó casarse con un modesto agente del Ministerio de Instrucción Pública.
No pudiendo adornarse, fue sencilla pero desgraciada, como una mujer obligada por la suerte a vivir en una esfera inferior a la que le corresponde; porque las mujeres no tienen casta ni raza, pues su belleza, su atractivo y su encanto les sirven de ejecutoria y de prosapia. Su nativa firmeza, su instinto de elegancia y su flexibilidad de espíritu son para ellas la única jerarquía, que iguala a las hijas del pueblo con las más grandes señoras.
Sufría constantemente, sintiéndose nacida para todas las delicadezas y todos los lujos. Sufría contemplando la pobreza de su hogar, la miseria de las paredes, las sillas estropeadas, su fea indumentaria. Todas esas cosas, en las cuales ni siquiera habría reparado ninguna otra mujer de su familia, la torturaban y la llenaban de indignación.
La vista de la muchacha bretona que tenía de sirvienta despertaba en ella pesares desolados y ensueños delirantes. Pensaba en las antecámaras mudas, guarnecidas de tapices orientales, alumbradas por altísimas lámparas de bronce y en los dos pulcros lacayos de calzón corto, dormidos en anchos sillones, amodorrados por el intenso calor de la estufa. Pensaba en los grandes salones con colgantes de sedas antiguas, en los finos muebles repletos de figurillas inestimables y en los saloncitos coquetones, perfumados, hechos para hablar cinco horas con los amigos más íntimos, los hombres famosos y mimados, cuyas atenciones ambicionaba toda mujer distinguida.
Cuando, a la hora de comer, se sentaba delante de una mesa redonda, cubierta por un mantel de tres días, frente a su marido, que destapaba la sopera, diciendo con aire satisfecho: “¡Ah! ¡Qué buen caldo! No hay nada tan excelente como esto”, pensaba en las comidas delicadas, en los cubiertos de plata, en los tapices que cubren esas paredes con personajes antiguos y aves extrañas de un bosque fantástico; pensaba en los exquisitos y selectos manjares, ofrecidos en fuentes maravillosas; en las galanterías murmuradas y escuchadas con sonrisa de esfinge, al tiempo que se paladea la sonrosada carne de una trucha o un ala de faisán.
No poseía galas femeninas, ni una joya; nada absolutamente y solo aquello de lo que carecía le gustaba; no se sentía nacida sino para aquellos goces imposibles. ¡Cuánto habría dado por agradar, ser envidiada, ser atractiva y asediada!
Tenía una amiga rica, una compañera de colegio a la cual no quería ver con frecuencia, porque sufría todavía más al regresar a casa. Porque después pasaba días y días llorando de pena, de pesar, de desesperación.
Una mañana el marido volvió a casa con expresión triunfante y agitando en la mano un sobre enorme.
—Mira, mujer, aquí hay una cosa para ti.
Ella rompió rápido la envoltura y sacó un pliego impreso que decía:
“El Ministro de Instrucción Pública y señora ruegan al señor y la señora de Loisel les hagan el honor de pasar la velada del lunes 18 de enero en el hotel del Ministerio.”
Pero en lugar de enloquecer de alegría, como había pensado el marido, ella tiró la invitación sobre la mesa, murmurando con desprecio:
—¿Y qué voy a hacer yo con esto?
—Ay, mujercita mía, creí que te pondrías contenta. ¡Sales tan poco y es tan buena la ocasión que hoy se presenta!... Te aclaro que me ha costado bastante trabajo obtener esta invitación. Todo el mundo la busca, la persigue. Son invitaciones muy solicitadas y se reparten muy pocas entre los empleados. Verás allí a todo el mundillo oficial.
Clavando en su esposo una mirada llena de angustia, le dijo con impaciencia:
—¿Y qué quieres que me ponga para ir allá?
Él no estaba preparado para semejante pregunta y balbució:
—Pues el vestido que llevas cuando vamos al teatro. Me parece muy bonito...
Se calló, estupefacto, atontado, al ver que su mujer lloraba. Dos gruesas lágrimas se desprendían lentamente para rodar por las mejillas.
El hombre murmuró:
—Pero, ¿qué te pasa?, ¿qué te pasa?
Mas ella, haciendo un esfuerzo, venció su pena y respondió con voz tranquila, enjugando sus mejillas todavía húmedas:
—Nada; que no tengo vestido para ir a esa fiesta. Regala la invitación a cualquier compañero cuya mujer se encuentre mejor provista de ropa que yo.
Él, desolado al verla así, atinó a decir:
—Vamos a ver, Matilde. ¿Cuánto te costaría un vestido decente, uno que pudiera servirte en otras ocasiones, un vestido sencillito?
Ella meditó unos segundos, haciendo sus cuentas y especulando también con la suma que podía pedir sin provocar una negativa rotunda y una exclamación de asombro del empleaducho.
Al fin, respondió titubeando:
—No lo sé con seguridad, pero creo que con cuatrocientos francos me arreglaría.
El marido palideció, pues reservaba precisamente esa cantidad para comprar una escopeta, pensando salir de caza en el verano a la llanura de Nanterre, con algunos amigos que los domingos iban allí a cazar alondras.
No obstante, dijo:
—Bien. Te doy los cuatrocientos francos. Pero, ya que hacemos el sacrificio, trata de que el vestido luzca lo mejor posible.
El día de la fiesta se acercaba y la señora de Loisel parecía preocupada, andaba inquieta, ansiosa. Pese a todo, el vestido estuvo a tiempo. Una noche, él le volvió a preguntar:
—¿Qué pasa? Te veo inquieta, ensimismada, desde hace tres días.
Y ella respondió:
—Me disgusta no tener ni una alhaja, ni una sola joya que ponerme. Pese al vestido, de todos modos pareceré una indigente. Casi, casi, me gustaría no ir a ese baile.
—Ponte unas cuantas flores naturales —replicó él—. Son muy elegantes, sobre todo en este tiempo, y por diez francos encontrarás dos o tres rosas magníficas.
Ella no quería convencerse.
—No hay nada tan humillante como parecer una mujer pobre en medio de señoras ricas.
Pero su marido enseguida exclamó:
—¡Qué tontita eres! Anda, anda a ver a tu compañera de colegio, la señora de Forestier, y ruégale que te preste alguna alhaja. Eres lo bastante amiga como para tomarte esa libertad.
La mujer dejó escapar un grito de alegría.
—Tienes razón, no lo había pensado.
Al día siguiente fue a casa de la amiga y le contó su problema.
La señora de Forestier fue hasta un mueble con espejo interior, tomó un cofrecito, lo sacó, lo abrió y dijo a la señora de Loisel:
—Escoge, querida.
Primero vio brazaletes; luego, un collar de perlas; después, una cruz veneciana de oro, y hasta pedrería primorosamente construida. Se probaba aquellas joyas ante el espejo, vacilando, no pudiendo decidirse a abandonarlas, a devolverlas. Preguntaba sin cesar:
—¿No tienes ninguna otra?
—Sí, mujer... Dime por favor qué quieres. No sé que otra cosa te gustaría más.
De repente la señora de Loisel descubrió, en una caja de raso negro, un soberbio collar de brillantes, y su corazón comenzó a latir sobresaltado.
Sus manos temblaron al tomarlo. Se lo puso, rodeando su cuello, y permaneció en éxtasis contemplando su imagen.
Luego preguntó, vacilante, llena de angustia:
—¿Podrías prestármelo? No quisiera llevar otra joya que esta.
—Ay, sí mujer.
Abrazó y besó a su amiga con alegría, y después escapó con su tesoro.
Llegó el día de la fiesta. La señora de Loisel tuvo un verdadero triunfo. Era más bonita que las otras y estaba elegante, graciosa, sonriente y loca de alegría. Todo hombre la miraba, preguntaba su nombre, buscaba que alguno se la presentara. Todos los directores generales querían bailar con ella. Hasta el ministro reparó en su hermosura.
Ella bailaba con embriaguez, con pasión, inundada de alegría, no pensando ya en nada más que en el éxito de su belleza, en la gloria de aquel triunfo, en la dicha que le provocaban todos los homenajes que recibía. Estaba exultante por toda esa admiración permanente, por todos los deseos despertados, por esa victoria tan completa, tan dulce para su alma de mujer.

Se fue como a las cuatro de la madrugada. Su marido, desde medianoche, dormía en un saloncito vacío, junto con otros tres caballeros cuyas mujeres se divertían mucho.
Él le echó sobre los hombros el abrigo que había llevado para la salida, abrigo modesto de su vestir ordinario, abrigo cuya pobreza contrastaba extrañamente con la elegancia del vestido de baile. Ella sintió la discordancia y quiso huir, huir para no ser vista por las otras mujeres que se envolvían en ricas pieles.
Loisel la retuvo diciendo:
—Espera, mujer, vas a resfriarte al salir. Iré a buscar un coche.
Pero ella no le oía, y bajó rápidamente la escalera.
Ya en la calle no encontraron coche, y se pusieron a buscar, gritando a los cocheros que veían pasar a lo lejos.
Anduvieron hasta el Sena, desesperados, tiritando. Por fin pudieron hallar una de esas vetustas berlinas que solo aparecen en las calles de París cuando la noche se cierra, como si se avergonzasen de su miseria durante el día.
La berlina los llevó hasta la puerta de casa, situada en la calle de los Mártires, y entraron abatidos en el portal. Apesadumbrado, el hombre pensaba que a las diez debía estar en la oficina.
La mujer se quitó el abrigo que llevaba echado sobre los hombros, delante del espejo, a fin de contemplarse una vez más ricamente alhajada. Pero al mirarse, dejó escapar un grito.
Su marido, ya medio desnudo, le preguntó:
—¿Qué pasa?
Ella se volvió hacia él acongojada.
—Pasa..., pasa... —balbució— que no encuentro el collar de la señora de Forestier.
Él se irguió, sobrecogido:
—¿Eh?... ¿cómo? ¡No es posible!
Y buscaron entre los adornos del traje, en los pliegues del abrigo, en los bolsillos, en todas partes. No lo encontraron.
Él preguntó:
—¿Estás segura de que lo llevabas al salir del baile?
—Sí, incluso lo toqué al cruzar el vestíbulo del hotel.
—Pero si lo hubieras perdido en la calle, lo habríamos oído caer.
—Debe estar en el coche.
—Sí. Es posible. ¿Te fijaste qué número tenía?
—No. Y tú, ¿no miraste?
—No.
Se contemplaron aterrados. El señor Loisel se vistió por fin.
—Voy —dijo— a recorrer a pie todo el camino que hemos hecho, a ver si por casualidad lo encuentro.
Y salió. Ella permaneció con el vestido de baile, sin fuerzas para irse a la cama, desplomada en una silla, sin lumbre, casi helada, sin ideas, casi estúpida.
Su marido volvió hacia las siete. No había encontrado nada.
Al día siguiente fue a la comisaría, a las redacciones de los periódicos para publicar un anuncio ofreciendo una gratificación por el hallazgo, a las oficinas de las empresas de coches, a todas partes donde alguien pudiera darle una esperanza.
Ella le aguardó todo el día, con el mismo abatimiento desesperado ante aquel horrible desastre.
Loisel regresó por la noche con el rostro demacrado, pálido; no había podido averiguar nada.
—Es necesario —dijo— que escribas a tu amiga diciéndole que se rompió el broche del collar y que lo llevaste para que lo arreglen. Así, al menos, ganaremos tiempo.
Ella escribió lo que su marido le pedía.
Al cabo de una semana perdieron hasta la última esperanza.
Y Loisel, envejecido por aquel desastre, como si de repente le hubieran echado encima cinco años, manifestó:
—Habrá que hacer lo posible por reemplazar esa joya por otra semejante.
Al día siguiente llevaron el estuche del collar a casa del joyero cuyo nombre se leía en su interior.
El comerciante, después de consultar sus libros, afirmó:
—Señora, de mi casa no salió collar alguno dentro de este estuche; simplemente lo vendí vacío para complacer a un cliente.
Anduvieron de joyería en joyería, buscando una joya semejante a la perdida, recordándola, describiéndola, tristes y angustiados.
Al fin, encontraron en una joyería del Palais Royal, un collar de brillantes que les pareció idéntico al que buscaban. Valía cuarenta mil francos, y regateando consiguieron que se lo dejaran en treinta y seis mil.
Rogaron al joyero que se los reservase por tres días. Se fueron con la condición de que les darían por el collar treinta y cuatro mil francos en caso de devolución, si el otro se encontraba antes de fines de febrero.
Loisel poseía dieciocho mil que le había dejado su padre. Pediría prestado el resto.
Y, efectivamente, tomó mil francos de uno, quinientos de otro, cinco Luises aquí, tres allá. Firmó pagarés, tomó compromisos ruinosos, tuvo tratos con usureros, con toda clase de prestamistas. Se comprometió de por vida, firmó sin saber lo que firmaba, sin detenerse a pensar y, espantado por las angustias del porvenir, por la horrible miseria que los aguardaba, por la perspectiva de todas las privaciones físicas y de todas las torturas morales, fue en busca del nuevo collar dejando sobre el mostrador del comerciante treinta y seis mil francos.
Cuando la señora de Loisel devolvió la joya a su amiga, esta le dijo un tanto displicente:
—Debiste devolvérmelo antes, porque bien pude haberlo necesitado.
No abrió siquiera el estuche, cosa que la otra juzgó una suerte. Si notara la sustitución, ¿qué supondría?, ¿acaso, no era seguro que imaginara que lo habían cambiado a propósito?

A partir de entonces, la señora de Loisel conoció la vida horrible de los menesterosos. Tuvo temple para adoptar una resolución inmediata y heroica. Era necesario devolver aquel dinero que debían: despidieron a la sirvienta y buscaron una habitación más económica, una buhardilla.
Conoció los duros trabajos de la casa, las odiosas tareas de la cocina. Fregó los platos, desgastando las uñitas sonrosadas sobre pucheros grasientos y fondos de cacerolas. Enjabonó la ropa sucia, las camisas y los paños menores, que ponía a secar de una cuerda; bajó todas las mañanas la basura a la calle y subió el agua, deteniéndose en todos los pisos para tomar aliento. Y además, vestida como una mujer pobre, fue a casa del verdulero, del almacenero y del carnicero, con la cesta al brazo, regateando, teniendo que sufrir desprecios y hasta insultos, porque defendía céntimo a céntimo su escasísimo dinero.
Era necesario mensualmente levantar los pagarés, renovar otros, ganar tiempo. El marido se ocupaba por las noches de pasar en limpio las cuentas de un comerciante y, cuando podía, escribía para afuera a veinticinco céntimos la hoja.
Y vivieron así diez años.
Al cabo de ese tiempo habían pagado todo. Todo, capital más intereses, multiplicados hasta el infinito por las renovaciones usurarias.
La señora Loisel parecía entonces una vieja. Se había transformado en la mujer fuerte, dura y ruda de las familias muy pobres. Mal peinada, con las faldas torcidas y las manos rojas, hablaba en voz alta, fregaba los suelos con agua fría. Pero a veces, cuando su marido estaba en el Ministerio, se sentaba junto a la ventana, pensando en aquella fiesta de otro tiempo, en aquel baile donde lució tanto y fue tan festejada, tan admirada.
¿Cuál sería su fortuna, su estado al presente, si no hubiera perdido aquel collar? ¡Quién sabe! ¡Quién sabe! ¡Qué mudanzas tan singulares nos ofrece la vida! ¡Qué poco hace falta para perderse o para salvarse!
Un domingo, mientras daba un paseo por los Campos Elíseos a fin de descansar de las fatigas de la semana, de pronto reparó en una señora que pasaba con un niño de la mano.
Era su antigua compañera de colegio, siempre joven, siempre hermosa, siempre seductora. La pobre señora de Loisel sintió un escalofrío. ¿Tendría coraje para detenerla y saludarla? ¿Y por qué no? Habiendo pagado ya todo, bien podía confesar, casi con orgullo, su desdicha.
Se paró frente a ella y le dijo:
—Buenos días, Juana.
La otra no la reconoció, sorprendiéndose de verse tratada de manera tan familiar por aquella infeliz.
—Pero, señora… no entiendo... Usted… debe de confundirse...
—No. Soy Matilde Loisel.
Su amiga lanzó un grito de sorpresa.
—¡Oh! ¡Mi pobre Matilde, qué cambiada estás!...
—Sí; muy malos días he pasado desde que no te veo, y además bastantes miserias.... todo por ti...
—¿Cómo por mí? Cómo… ¿cómo es eso?
—¿Recuerdas aquel collar de brillantes que me prestaste para ir al baile del Ministerio?
—Sí, pero...
—Pues bien: lo perdí.
—¡Cómo! ¡Si me lo devolviste!
—Te devolví otro semejante. Y después hemos tenido que sacrificarnos diez años para pagarlo. Comprenderás que representaba una fortuna para nosotros, que solo teníamos el sueldo. En fin, a lo hecho pecho y estoy muy satisfecha.
La señora de Forestier se había detenido y meditaba en voz alta:
—¿Dices que compraste un collar de brillantes para sustituir al mío?
—Sí. No lo habrás notado, ¿eh? Casi eran idénticos.
Y al decir esto, sonreía orgullosa de su noble sencillez. La señora de Forestier, sumamente impresionada, le tomó ambas manos:
—¡Oh! ¡Mi pobre Matilde! ¡Pero si el collar que yo te presté era de piedras falsas!... Valía quinientos francos a lo sumo...


ANÁLISIS DE “EL COLLAR” DE MAUPASSANT
Héctor Zabala ©

Este cuento es una ironía trágica a la vanidad.

LA PERSONALIDAD DE LA PROTAGONISTA
La obra no solo es interesante por su desarrollo en cuanto a intensidad dramática sino en especial por cómo va cambiando la personalidad de la protagonista, Matilde Loisel, en apenas diez años. En efecto, de:
• una mujer joven y fina pero pobre, que todo le parece poco, que realiza escasos quehaceres domésticos, que le avergüenza tener una sola sirvienta y no un ejército de servidores de librea y que sufre por la continua carencia de dinero, pasa a ser,
• una mujer avejentada, endurecida y aún más pobre que antes, que vive en una buhardilla sin sirvienta alguna, que debe hacer personalmente las compras en el mercado para después cumplir con todas las tareas domésticas y, que no solo carece de dinero sino que encima está jaqueada por una deuda que amenaza no acabar nunca.
Sin embargo hay algo que no cambia en ella: su orgullo y su necedad. Al cierre de la historia, después de diez años, ya no se trata de un orgullo fundado en su hermosura, simpatía y finura sino en la idea de haber podido bastarse a sí misma para pagar algo a priori imposible y en la ilusión sobre el nivel socioeconómico que hubiera alcanzado de no haber ocurrido el accidente del collar. A decir verdad, Matilde cambió, pero no en lo esencial.
Lo irónico del asunto (y que recién se aclara al finalizar el cuento) es que se trató de algo estúpido: la pérdida de una mera bagatela, tan pobre como su propia condición miserable y tan de fantasía, como la fantasía de grandeza que todavía mantiene intacta en su soñadora cabecita.

INDICIOS
El autor nos va deslizando detalles que apuntan a decirnos sutilmente que en todo este asunto ocurrirá:

a) un malentendido
• Ya en los primeros párrafos se habla de “…un error del destino”, que si bien se refiere a las circunstancias de la joven Matilde, también se puede tomar como el preanuncio de un error grave (la pérdida de una joya aparentemente muy cara, que resulta ser una bagatela).
• “…y después escapó con su tesoro”. En el momento de leerlo uno puede pensar que efectivamente se trata de una pieza valiosa, pero a decir verdad solo era un tesoro para ella, para Matilde, un tesoro en su imaginación.
• “Habrá que hacer lo posible por reemplazar esa joya por otra semejante” dice el marido al saber que el collar se perdió. Pero “semejante” no implica necesariamente idéntico. Y en efecto, lo reemplazarán —por un error de información— por algo muy superior, por una joya en serio. Ambos collares son semejantes pero solamente en apariencia.
• El joyero nos da una pista fundamental: “Señora, de mi casa no salió collar alguno dentro de este estuche; simplemente lo vendí vacío para complacer a un cliente”. Era obvio que el collar que llenaba ese estuche había sido comprado en otro lugar y que podía ser solo de fantasía, pues si no ¿cuál hubiera sido el motivo de no comprar collar y estuche en la misma joyería? El hecho de comprar un estuche suelto es por lo menos raro, pero ninguno de los dos (y por ahí tampoco nosotros en una primera lectura) tiene la mente clara como para pensar en esa posibilidad. Antes de esto, se señala que mientras el marido sale a tontas y a locas a buscar el collar perdido por las calles de París, ella permanece “…sin fuerzas para irse a la cama, desplomada… sin ideas, casi estúpida”. Obviamente, la desesperación no les permite razonar.
• “Al fin, encontraron, en una joyería del Palais Royal, un collar de brillantes que les pareció idéntico al que buscaban. Valía cuarenta mil francos y regateando, consiguieron que se lo dejaran en treinta y seis mil”. Y está astutamente elegida la expresión “les pareció idéntico” porque el valor del collar original no superaba los quinientos francos.
• La actitud displicente de la amiga de Matilde cuando esta le devuelve el collar. Indiferencia que llega al grado de ni siquiera molestarse en abrir el estuche y solo limitarse a retar a su amiga por la tardanza en devolverlo; cosa que no se entendería si el objeto hubiera sido realmente valioso.
• El apellido de la amiga, Forestier (bosque), sugiere algo poco claro. El autor elige ese nombre propio para denotar una personalidad poco transparente, un tanto oscura. De hecho, un bosque siempre oculta cosas en su interior y no deja pasar demasiado la luz. Análogamente, la personalidad de la amiga de Matilde va en ese sentido: le presta el collar pero le oculta el hecho importante de que no es más que una bagatela.
• Las frases de la amiga: “Pero, señora… no entiendo... Usted… debe de confundirse”, que bien pueden tomarse como que Matilde estuvo siempre confundida.
• Incluso, casi al cierre, las mismas palabras orgullosas de Matilde sugieren el error: “Sí. No lo habrás notado, ¿eh? Casi eran idénticos”.

b) una situación socioeconómica que no cambiará o cambiará para peor
• “…no hay esperanzas de cambiar de posición”, que se refiere a las posibilidades de la joven Matilde en ese momento, pero que también se pueden tomar como un preanuncio de su futura condición.
• “…obligada por la suerte a vivir en una esfera inferior a la que le corresponde”, y ya vimos a qué punto: pobre y encima cargada de deudas.
• “…Anduvieron… desesperados, tiritando. Por fin pudieron hallar una de esas vetustas berlinas que solo aparecen en las calles de París cuando la noche se cierra, como si se avergonzasen de su miseria durante el día”. Estas palabras son dichas en un momento que la pareja (y sobre todo Matilde) debería estar feliz porque su desempeño en la fiesta había resultado un gran éxito social para ellos; por el contrario, todo el párrafo sugiere vergüenza y miseria. El ánimo tampoco cambia al llegar a casa: “…entraron abatidos en el portal…”, denotando que no solo sería simple cansancio por la trasnochada sino que habría algo más en cierne.

c) amenazas judiciales
• La expresión “…sirven de ejecutoria…” también es un indicio, pues si bien aparece en un comentario general sobre las mujeres y en apariencia sin mucha relación con los protagonistas, no puede obviarse que la palabra “ejecutoria” nos lleva a pensar en embargos, oficios judiciales, remates de bienes, etc.
• El apellido de los protagonistas: Loisel, podría separase en loi (ley) y sel (sal), algo así como la “sal de la ley”; es decir, como denotando que ellos quedarían involucrados en problemas legales, judiciales.

d) sufrimiento y envejecimiento prematuro
• Al comienzo se dice: “Sufría constantemente, sintiéndose nacida para todas las delicadezas y todos los lujos. Sufría contemplando la pobreza de su hogar…”, pero esto será poca cosa comparado con lo que sufrirá en el futuro.
• No deja de ser curioso que la casa donde vive la pareja esté justamente en “la calle de los Mártires”; toda una connotación.
• “…envejecido por aquel desastre, como si de repente le hubieran echado encima cinco años…”, un preanuncio de lo que les esperaba.


GUY DE MAUPASSANT

Guy de Maupassant
Su nombre completo era Henry René Albert Guy de Maupassant. Nació en el castillo de Miromesnil [1] (Alta Normandía, Francia) el 5/8/1850. Narrador y poeta, recibió una educación religiosa a pesar de provenir de una familia de pequeños aristócratas librepensadores, pero en 1868 lo expulsaron del seminario por inconducta. Al año siguiente inició en París sus estudios de derecho, interrumpidos por la guerra franco-prusiana; los reemprendería en 1871.
En 1872 ingresó en el Ministerio de Marina y años más tarde en el de Instrucción Pública, empleo que pronto abandonó para dedicarse a la literatura por consejo de su maestro y amigo, Gustave Flaubert. Este gran poeta lo introdujo en el círculo de los grandes escritores de su época: Émile Zola, Iván Turgueniev, Edmond Goncourt, Henry James.
Su primer éxito, que apareció un mes antes de la muerte de Flaubert, fue el célebre cuento Bola de sebo, recogido en el volumen colectivo Las noches de Medan (1880), el mismo año que publicó su libro de poemas, Versos.
Afectado de graves trastornos nerviosos (producto quizá [2] de la sífilis que contrajo de joven), fue internado en 1892, tras un intento de suicidio en Cannes, en el manicomio de París (distrito de Passy), donde murió ya paralítico el 6/7/1893, después de dieciocho meses de agonía.

Sus obras:
Cuentos: Escribió más de doscientos. Entre ellos: Bola de sebo (1880); La casa Tellier (1881); Los cuentos de la tonta (1883); Al sol, Las hermanas Roudoli y La señorita Harriet (1884); Cuentos del día y de la noche (1885); El horla (1887). Después de su muerte se publicaron varias colecciones: La cama (1895); El padre Milton (1899), El vendedor (1900).
Novelas: Una vida (1883), Bel Ami (1885), Pedro y Juan (1888).
Otras obras: Además del poemario mencionado, Versos, tiene también algunos libros de viajes.

[1] En los jardines del castillo de Miromesnil hay un monumento al escritor; se encuentra en Tourville-sur-Arques, unos ocho kilómetros al sur de Dieppe, ciudad costera del Canal de la Mancha. Algún biógrafo ha puesto en entredicho que haya nacido allí, pero ese es el lugar que figura en su partida de nacimiento.
[2] Hay quienes dudan que la locura de Guy de Maupassant haya sido causada por la sífilis: desde muy jovencito (mucho antes de contagiarse) ya sufría de graves alteraciones nerviosas, su hermano menor, Hervé, murió demente en 1889, y su madre, Laure Marie Geneviève Le Poittevin de Maupassant, también padecía de crisis nerviosas.



LA MÁQUINA DE AJEDREZ” DE ROBERT LÖHR
Héctor Zabala ©

ANTECEDENTES HISTÓRICOS
El turco de Kempelen
La máquina de ajedrez, conocida como “El Turco de Kempelen” o “El turco ajedrecista”, realmente existió. Diseñada por el ingeniero húngaro Wolfgang von Kempelen para diversión de la corte de María Teresa, emperatriz de Austria-Hungría, fue construida en 1769 cuando estaban de moda los autómatas accionados por mecanismos de relojería.
Consistía en una figura de tamaño natural, vestida a la usanza turca y adosada a una gran caja, especie de escritorio con compartimientos internos, un cajón deslizante y un tablero de ajedrez en la parte superior. Antes de iniciar el espectáculo, se mostraba al público las estructuras internas para dejar constancia de que no había fraude. Sin embargo lo había: en el interior de la caja se situaba un ajedrecista experto que accionaba al supuesto autómata.
La primera actuación de la máquina de ajedrez tuvo lugar en 1770 ante la corte de los Habsburgo en Viena. Más tarde, Kempelen visitó varias ciudades europeas con el artefacto, dando exhibiciones públicas en la década de 1780. Al fallecer su creador en 1804, la máquina fue adquirida por Johann Mälzel [1], que también había diseñado una orquesta automática y algunos otros autómatas. En 1809, durante la campaña de Wagram, Napoleón Bonaparte jugó en Viena por lo menos una partida de ajedrez contra El Turco, partida que se halla registrada jugada por jugada [2], y en la que el emperador francés fue vencido con relativa facilidad. Hay que recordar que Napoleón, si bien era un gran estratega militar, no tenía tales habilidades en el campo del ajedrez pese a que frecuentó durante un tiempo el café parisino de la Régence, epicentro de los mejores ajedrecistas de la época.
Tras un interregno en manos de un coleccionista privado, el príncipe Eugène de Beauharnais, el propio Mälzel readquirió El Turco en 1817 para exhibirlo por Europa. Más tarde, su gira norteamericana se extendería entre 1826 y 1836. En Richmond, una de las tantas ciudades de Estados Unidos visitadas por máquina y dueño, Edgar Allan Poe presenció una exhibición y luego escribió un ensayo en el que dejaba en claro que no podía tratarse de un autómata.
La repentina muerte por fiebre amarilla del ajedrecista Wilhelm Schlumberger al visitar Cuba (se proyectaba una gran gira hispanoamericana) hizo que el dueño del artefacto se quedara sin alguien idóneo que lo dirigiera. El mismo Johann Mälzel murió ese mismo año (julio de 1838) en el barco que lo traía de regreso a Europa. El armatoste, adquirido por el médico cirujano John Mitchell, que carecía del don circense de su anterior dueño, fue donado después de unas pocas exhibiciones más al Museo Chino de Filadelfia, donde lo destruyó un incendio en 1854.

LA NOVELA
La imaginación de Robert Löhr recrea en una novela pseudohistórica (él mismo se encarga de aclararnos que ciertos personajes principales son ficticios) las primeras exhibiciones de El Turco, el primer ajedrecista que lo habría accionado [3], el necesario artesano que lo habría construido y las tensas relaciones de estos con Wilhelm von Kempelen, su creador, entre 1769 y 1783, período oscuro en la historia del falso autómata.
La trama es muy buena, su desarrollo logra un clima excelente y aunque el escritor no es ajedrecista, algunos pasajes del relato nos muestran pormenores típicos del estilo de juego agresivo y abierto que se buscaba entonces, así como el ambiente favorable con que se recibían estas exhibiciones de parte de un público ávido de novedades científicas y tecnológicas, al extremo de perdonar a Von Kempelen lo que se sospechaba era un flagrante fraude. Fraude que fue develado mucho después de la muerte del inventor.
Una novela digna de leerse, aun para aquellos que no gustan del ajedrez.

[1] Johann Nepomuk Mälzel (1772-1838) fue un mecánico de la corte de Viena, al parecer también músico, inventor del metrónomo, de audífonos para Beethoven y del panarmónico, un instrumento musical.
[2] Muy probablemente, quien jugó la partida contra Napoleón haya sido el maestro austríaco Johann Baptist Allgaier (1763-1823), oculto dentro de El Turco.
[3] No se conoce quién dirigió El Turco en sus inicios. El ajedrecista británico Harry Golombek en su famosa Enciclopedia señala que se sabe (o se sospecha) de varios maestros que lo accionaron o habrían accionado a lo largo de su época de gloria (1809-1836), entre ellos: Johann Allgaier (1809), Weyle, Aaron Alexandre (1818), Boncourt (1818), William Lewis (1818-1819), Peter Unger Williams (1819), Jacques-François Mouret (1820) y Wilhelm Schlumberger (de 1826 en adelante). Este último ajedrecista fue discípulo del eximio maestro francés Pierre-Charles Fournier de Saint-Amant.


Robert Löhr
ROBERT LÖHR nació el 17/1/1973 en Berlín, Alemania, donde pasó su infancia; también vivió en Bremen y Santa Bárbara, Estados Unidos. Formado en la Escuela de Periodismo de Berlín, trabajó para varios diarios alemanes como Der Tagesspiegel, Berliner Zeitung y Taz. En 2005, después de ser guionista de televisión y cine alemán, titiritero y dramaturgo, decidió probar fortuna con una novela: La máquina de ajedrez (Der Schachautomat). Además de la excelente aceptación brindada por la crítica y los lectores, la novela ha sido traducida a más de veinte idiomas. Desde entonces escribió algunas más.



LA POESÍA DE NIELS HAV
Luis Benítez ©

Niels Hav, nacido el 7 de noviembre de 1949, es un escritor danés que reside en Copenhague. Ha recorrido Europa, Asia, América del Norte y Sudamérica. Su obra —donde resalta una fina ironía como elemento característico— ha recibido como reconocimiento varios premios y Hav ha sido becado por el Fondo de las Artes de su país.
Su primera colección de cuentos, titulada Afmægtighed forbudt (Debilidad prohibida), fue editada por el sello Hekla en 1981; a partir de ese volumen inicial y hasta hoy, ha publicado tres colecciones de cuentos y seis poemarios.
Niels Hav
Tanto su poesía como su narrativa han sido difundidas en antologías y revistas. Hay traducciones de sus obras al árabe, italiano, turco, alemán, chino y serbio. Existe una interesante colección de sus poemas —vertidos al inglés bajo el título We Are Here— editada por Book Thug (de Toronto, Canadá) en 2006. Sin embargo, todavía debemos lamentar que la obra de este autor no haya sido volcada en su totalidad al castellano.
A continuación, se incluye el listado de sus obras, con sus títulos originales y traducidos, así como tres de sus poemas en nuestro idioma.


Bibliografía de Niels Hav:

Cuentos:
Afmægtighed forbudt (Debilidad prohibida), Hekla, 1981.
Øjeblikket er en åbning (El momento es una apertura), Hekla, 1983.
Den iranske sommer (Verano iraní), Gyldendal, 1990.

Poemas:
Glæden sidder i kroppen (La alegría está en el cuerpo), Jorinde & Joringel, 1982.
Sjælens geografi (Geografía del alma), Hekla, 1984.
Ildfuglen, okay (Pájaro de fuego, ok), Hekla, 1987.
Når jeg bliver blind (Cuando me volví ciego), Gyldendal, 1995.
Grundstof (Sustancia básica), Gyldendal, 2004.
De gifte koner i København (Las esposas casadas de Copenhague), Jorinde & Joringel, 2009.


EPIGRAMA [1]
Niels Hav ©

Te puedes pasar la vida entera
acompañado de palabras
sin encontrar
la justa

Igual que un pobre pez
envuelto en un diario húngaro:
primero, está muerto,
segundo, ¡no entiende
húngaro!


LAS MUJERES DE COPENHAGUE [2]
Niels Hav ©

Me he vuelto a enamorar de cinco mujeres
distintas durante un viaje en el autobús de la ruta 40
de Njalsgade a Osterbro. ¿Cómo va uno a controlar
su vida en esas condiciones?
Una de ellas llevaba un abrigo de piel;
otra, botas rojas. Una leía el periódico; la otra, a Heidegger
y las calles estaban inundadas de lluvia.
En el bulevar Amager subió una princesa empapada,
eufórica y furiosa, y me cautivó totalmente.
Pero se bajó frente a la estación de policía
y su lugar lo tomaron dos reinas con pañoletas fulgurantes
que hablaban con voces estridentes en pakistaní
durante el trayecto al Hospital Municipal
mientras el autobús bullía de poesía.
Eran hermanas e igualmente bellas, por lo que les entregué
mi corazón a las dos y empecé a hacer planes para una nueva vida
en una aldea cerca de Rawalpindi, donde los niños crecen en medio del olor
a hibisco mientras sus madres cantan canciones desgarradoras cuando
la tarde cae sobre las llanuras pakistaníes.

¡Pero ellas no me vieron! Y la que llevaba el abrigo de piel lloraba
con disimulo, cubriéndose con el guante, cuando se bajó en Farimagsgade.
La que leía a Heidegger cerró el libro de súbito y me miró fijamente
con sonrisa burlona, como si acabase de vislumbrar a un Don Nadie
en su mismísima insignificancia. Así se me partió el corazón por quinta vez
cuando se levantó y se fue con las otras. ¡Qué brutal es la vida!
Seguí otras dos paradas antes de darme por vencido.
Siempre termina así: Uno, de pie en la acera, fumando un cigarrillo,
tenso y levemente desdichado.


EN DEFENSA DE LOS POETAS [2]
Niels Hav ©

¿Qué hacer con los poetas?
La vida los maltrata
se ven tan lastimeros vestidos de negro
con la piel azulosa de sus borrascas interiores.

La poesía es una horrible enfermedad
los infectados deambulan quejándose
sus gritos contaminan la atmósfera como escapes
de estaciones atómicas de la mente. Es algo tan psicótico.
La poesía es un tirano
desvela por las noches y deshace matrimonios
arrastra a la gente en mitad del invierno a desoladas cabañas
donde permanecen ateridos, con sus orejeras y gruesas bufandas.
¡Imagínense qué tortura!

La poesía es una plaga
peor que la gonorrea, una abominación terrible.
Pero consideren a los poetas, no es fácil para ellos.
Trátenlos con paciencia.
Son histéricos como si estuvieran embarazados de gemelos
crujen los dientes cuando duermen, comen tierra
y hierba. Se pasan horas en medio del viento ululante
atormentados por asombrosas metáforas.
Todos los días son sagrados para ellos.

Oh, por favor, apiádense de los poetas,
son sordos y ciegos,
ayúdenlos a cruzar las calles por donde van dando tumbos
con su invisible impedimento:
recordando toda suerte de cosas. De vez en cuando
uno se detiene a escuchar una sirena distante.
Sean considerados con ellos.

Los poetas son como niños locos
expulsados de su casa por toda la familia.
Rueguen por ellos;
han nacido tristes
—sus madres lloraron por ellos,
acudieron a médicos y abogados— hasta
tuvieron que darse por vencidas
por temor a perder la cabeza.
¡Oh, lloren por los poetas!

No tienen salvación.
Infectados de poesía como leprosos secretos
están presos en su mundo fantasioso.
Un asqueroso barrio lleno de demonios
y fantasmas vengativos.

Cuando un claro día de verano, de sol radiante,
vean a un pobre poeta
salir tambaleante de su edificio
pálido, como un cadáver
y desfigurado por las especulaciones
¡Acérquense a auxiliarlo!

Amárrenle los cordones de los zapatos
llévenlo hasta el parque
y ayúdenlo a sentarse en un banco al sol.
Cántenle un poquito,
cómprenle un helado y háganle un cuento
para que no se sienta tan triste.
¡Está completamente arruinado por la poesía!

[1] Traducido al español por Ricardo Labarca ©
[2] Traducido al español por Orlando Alomá ©

Currículo de Luis Benítez en Suplemento de Realidades y Ficciones Nº 22:



“THE BUENOS AIRES AFFAIR” DE MANUEL PUIG: UN ANÁLISIS DESDE LA SEXUALIDAD Y EL PODER
Agustín Arosteguy ©

The Buenos Aires Affair me parece un policial a nivel meramente sentimental, sexual mejor dicho, y no de género. Es decir, el crimen no está como centro de la historia, sino que este se encuentra en función de las relaciones sexuales. Gladys y Leo, cada uno a su manera y por diferentes razones, son los dos “ladrones” de la novela pero no buscan robar ningún tesoro, ni banco ni dar un fenomenal atraco, tan solo buscan sexo. Tal es así que el único crimen que se comete no resulta ser premeditado y no existe ninguna investigación para encontrar al culpable ni ningún detective que la lleve a cabo, y en el final es el supuesto “asesino” quien muere solo en un choque automovilístico.
Se corre tanto del género policial clásico que el policía que aparece, además de hacerlo indirectamente, no es el policía detective que le pisa los talones al asesino. Es más, el que vendría a ocupar el lugar del asesino, mata, y ese crimen queda en silencio. Y como en una parodia termina matándose a sí mismo. No existe crimen que resolver.
En relación con los epígrafes, es peculiar lo que sucede, porque no están puestos para cumplir la función canónica de introducir el capítulo. Más bien todos y cada uno de ellos sintetizan una relación sentimental y/o amorosa que se encuentra ligada íntimamente de manera conceptual con la novela y lo que ella cuenta. En ellos se plantea un vínculo sentimental entre dos personas como resumen no del capítulo sino de la novela. Como si fuesen sinécdoques de la misma, tendientes a conformar un rompecabezas. Y hablando de rompecabezas, los capítulos están colocados como tales, como si fuesen una suerte de diversos pedazos de filmaciones montados o editados para conformar el cuerpo de un filme.
Resulta interesante, aunque nos salgamos del texto mismo —los formalistas pondrían el grito en el cielo y se rasgarían las vestiduras— observar cómo Manuel Puig atraviesa la novela jugando con la cercanía y lejanía, subjetividad y objetividad, con la que escribe los capítulos. Si tenemos en cuenta su formación como guionista no resulta inoportuno marcar que en algunos es como si Puig utilizara la cámara subjetiva y en otros la cámara objetiva, para crear ritmo y atmósfera, como por ejemplo entre los capítulos V y X, que se muestra una misma situación, una llamada telefónica, de dos maneras diferentes lo que provoca reacciones diversas en el lector y tensión en el relato global en el momento preciso.

a) Gladys Hebe D’Onofrio: cómo se arma su subjetividad
Es interesante apuntar que la madre era una poetisa que se sentía fracasada y el padre un simple empleado de banco. Resulta curioso, y hasta risible, el detalle de apuntar que Gladys nació el 2 de enero de 1935 pero fue concebida en la madrugada del domingo 29 de mayo de 1934.
1) Crianza/educación: estuvo dada más por la abuela materna y la vecina, mientras que la madre se iba al teatro. Su madre estaba más interesada en su carrera poética y de declamación que en la crianza de su hija. Solo imaginaba en qué iba a ser su hija cuando le hacían esa pregunta a ella y “pensaba que eran ya dos y no una sola las almas sedientas de consagración y fama” (Página 27).
Pero llegó un momento en que Gladys se sintía más cómoda en compañía de la vecina (por haberla sentado en una oportunidad en su falda) y no le hacía problemas con la comida y se comportaba bien; comportamiento que no repetía en su propia casa. Vale la pena detenerse en este detalle de la falda de la vecina —algo tan normal en la relación entre madre e hijo—, ya que se puede inferir que en su casa no le daban el cariño ni el interés que recibía de su vecina. A raíz de esto, sus tías y abuelas empezaron a ponerse celosas y se alegraron cuando la vecina tuvo que mudarse por el trabajo de su marido.
Cuando su madre, con su fiebre por la declamación, se enteró que su hija había aprendido en la escuela rápidamente una poesía entera, la obligó a recitar. Pero ante la respuesta negativa de la hija se produce el primer llanto de la madre.
Comienza la escuela primaria con un año menos que el resto (a los seis de edad). Su inclinación al dibujo se manifiesta rápidamente.
2) Estigmas sociales (complejos): con el propósito de demostrar que niñas pequeñas podían memorizar y por ende tomar lecciones de declamación, y con el antecedente de Gladys, Clara Evelia la hace participar en un recital de fin de curso donde juntas recitarían una poesía. Fue un fracaso total ya que Gladis, incapaz de afrontarlo, se quedó muda en medio del acto.
Gladys pensaba que su padre quería que fuese como las chicas de las revistas que le traía todos los jueves, pero su madre al verla siempre encorvada, dibujando, le insistía para que hiciese algún deporte, y de esta manera evitar ser, en palabras de su padre, un loro: “Tenés que hacer caso a mami, porque papi no quiere tener una hija loro” (Página 35). Vaya a saber por qué, cada vez que Gladys escuchaba alguna de las palabras, loro y/o solterona, miraba para otro lado. A ella, como mujer, le pesa mucho llegar a los treinta sin haberse casado, le pesa socialmente.
Con el colegio comienza una etapa en la que bailes y chicos empiezan a ser temas de suma importancia. Gladys atravesó esta etapa con varios pesares: iba a fiestas pero nadie la sacaba a bailar por su aspecto de niña; tenía que soportar cómo todas sus compañeras se iban de la mano de algún muchacho a la salida del colegio. En contrapartida, sus estudios sobre artes plásticas avanzaban de manera muy prometedora.
En 1959 consigue una beca para estudiar en los Estados Unidos, la que gana más por copiar a artistas ya consagrados y respetar los cánones clásicos que por otra cosa. A los veintisiete años, en su vuelta a la Argentina por la muerte del padre y ya alejada de las artes plásticas, le deprime ver a sus ex compañeros triunfando en el exterior y la mayoría casados.
Durante el tiempo que permanece en Estados Unidos se abstiene de contar sus pesares porque todas las repuestas que escucha apuntan a que debe tomar píldoras sedantes o ir a un psicoanalista. Por eso, cuando no alcanza el orgasmo con el caballero del hotel, prefiere callarse a escuchar dicha respuesta.
3) Relaciones sexo/poder: vale marcar cómo Puig describe el debut sexual de Gladys, porque lo hace de una manera desinteresada, sin valor alguno y ocultando hasta el más mínimo detalle del suceso. Ni siquiera da el nombre del personaje, no nos hace conocer su fisonomía, ni tampoco lo describe como un hecho lleno de romanticismo, tal como por lo general se rodea a este tipo de actos. Lo describe como un hecho menor, como un episodio sin importancia dentro de la novela: “[...] el caballero quitó algunas de las prendas de Gladys y la recostó [...] Este apagó la luz, se quitó las propias prendas y terminó de desnudar a la muchacha, la cual en ese momento se sentía agotada e incapaz de reaccionar” (Página 52).
Posteriormente, los seis encuentros que se describen pueden encuadrarse en cuestiones tales como: interés, busca de poder, manipulación. Como ser el primero, con Frank, que es solo una manera de llenar el vacío dejado por el primer caballero y nada más. El segundo, con Bob, que resulta una cuestión de poder, porque a través de esta relación (y de lograr que él se quedase con ella en lugar de su actual esposa) podría ascender en la empresa y tener un futuro prometedor. En el tercer caso, el del pintor Lon, es más bien por un interés físico e intelectual, aunque también la relación está basada en la satisfacción y aprendizaje sexual. Con Danny, el cuarto, el hecho pasa por la adulación hacia ella y, a su vez, de que él fuese un joven con toda la vida por delante, en palabras de Gladys: “y que, bien guiado, podría realizar una carrera brillante pues contaba...” (Página 56). Ricardo, el amorío de México,  quería usarla para poder entrar en los Estados Unidos y cuando esto no resultó posible se olvidó inmediatamente de ella. Por último, el sexto encuentro con Pete es muy similar al anterior, pero el interés radica en que ella tiene alcohol en su casa, lo cual lleva a relaciones sexuales. Es decir, mantienen esas relaciones porque allí él puede tomar whisky. Hasta que llega a un punto en que solo va para beber.

b) Leopoldo Druscrovich: cómo se arma su subjetividad
1) Crianza/educación: fue criado por su hermana mayor y la empleada doméstica, y malcriado por su hermana menor. A la madre no la conoció y al padre lo vio por primera vez recién a los siete años de edad.
La mayoría de las veces, la hermana menor está a cargo de su cuidado; lo que deriva en un incesto entre ambos. Leopoldo le decía a su padre que quería casarse con su hermana. Incluso a la primera mujer que ve desnuda es justamente a Olga.
Al poco tiempo muere también su padre. Comienza el colegio donde es considerado el más fuerte, ya que poseía un órgano sexual relativamente grande y se masturbaba mucho, al punto de no poder concentrarse bien para tomar apuntes completos cuando en la facultad inicia la carrera de arquitectura.
Empieza a concurrir a reuniones de carácter socialista en la casa de un ex profesor y al tiempo se afilia al Partido Comunista, por lo cual cae preso, lo torturan, y termina delatando a sus compañeros del partido.
Por casualidad, descubre que no le pagan el sueldo en el trabajo conseguido a través de su hermana menor, sino que es ella quien lo suministra. Entonces decide escaparse de casa y termina alojado en una pensión trabajando como peón no calificado en una obra en construcción.
2) Estigmas sociales (complejos): era bien conocido en el colegio por el asunto de lo anormal de su sexo, por eso sus compañeros: “lo obligaban a exhibirse cada vez que llega un nuevo inscripto al colegio” (Página 100).
Durante la adolescencia, su cuñado, el marido de Olga, era la única imagen masculina del hogar, y cuando Leopoldo comienza a tener sus primeros encuentros sexuales, le recomienda: “el hombre que se deja basurear por una mujer está listo” (Página 107).
Cuando ya se encontraba viviendo en la pensión, el único contacto que mantenía con mujeres era a través de prostitutas, lo cual significaba un sacrificio monetario y de tiempo. Primero, porque no le bastaba ir una vez por semana, ya que tenía deseos todas las noches y para no gastar tanto se masturbaba, aunque luego le producía terribles dolores de cabeza. Y segundo, porque no le gustaba acostarse dos veces con la misma prostituta, siempre procuraba cambiar y algunas veces debía invertir bastante de su tiempo para conseguirlo.
Poseía un único pasatiempo que consistía en ir al cine o al teatro los días domingos, aunque siempre tomaba la precaución de que no lo vieran en los entreactos o al final de la película, porque consideraba que: “quien no tenía compañía los domingos había fracasado en la vida” (Página 114).
Le resulta sumamente incómoda la mirada indiscriminada de un empleado de la embajada y al no poder tolerarlo, decide cambiarlo de lugar de trabajo, pero ante la negativa de este termina despidiéndolo.
3) Relaciones sexo/poder: su primer contacto con el sexo ocurriría a los dieciséis años pero fracasó porque se cohibió ante la prostituta. Su debut recién llega a los dieciocho con una compañera de la facultad. Si bien Puig relata el hecho desde un punto de vista masculino (caracterizado por la rapidez en terminar), al menos entra en más detalles que al relatar el debut de Gladys: sabemos el nombre de la mujer, que lo hacen en casa de ella, etcétera. Igualmente, es más por interés o por necesidad que por afecto, ya que mientras ella no se entrega le despierta mayor incentivo, pero cuando ya no tiene que hacer nada para poseerla, pierde instantáneamente todo encanto y la termina rechazando.
El acto sexual que tiene con el gay que lo aborda en la calle resulta un hecho de dominación y de violencia de parte de Leopoldo. Utiliza la fuerza bruta para obtener el grado de satisfacción sexual que desea sin importarle el otro.
Luego sobreviene una etapa en la cual tiene relaciones pagas con prostitutas para evitar compromisos y además, con la idea de variar, de hacerlo cada vez con una prostituta distinta.
Luego se casa para ver si puede resolver sus problemas sexuales, pero como esto no sucede y su esposa se termina hartando de su impotencia sexual y de su violencia, terminan separándose. Entonces, se ve forzado a volver a las masturbaciones y muy de vez en cuando al encuentro con prostitutas.

c) Semejanzas y diferencias entre Gladys y Leopoldo
Entre los dos se da, de manera inversa, cierto paralelismo: ella al principio tenía un futuro promisorio como artista y él en cambio empieza trabajando de peón no calificado en una obra en construcción. Por las cosas de la vida, Leo termina siendo un prestigioso crítico de arte y ella tan solo una artista desconocida y sin talento. Los dos viajan al exterior, viaje que les cambia por completo la vida que venían llevando. A ella para mal porque en Estados Unidos comienza su declive: se aleja de la pintura, comienza a enfermarse, se le muere el padre y decide volver a la Argentina. A él para bien porque después de su viaje por Europa logra volver renovado y presto para dedicarse a su nueva pasión, las artes plásticas, convirtiéndose así en un renombrado crítico.
De la relación sexual entre Gladys y Leo, se puede decir que ella se involucra por pura ambición y él para mitigar su apetito sexual y establecer su dominio mediante la fuerza física. Para ella significa la posibilidad de ser conocida como artista; y aunque la oportunidad de representar a la Argentina en San Pablo quede trunca, al menos consigue comenzar a moverse en el ámbito local. Para él resulta una relación entre tantas, ya que era codiciado por las mujeres.

Nota: La novela The Buenos Aires Affair, publicada en 1973 por Editorial Sudamericana, fue prohibida por la última dictadura militar argentina en 1976, encabezada entonces por el ex general Jorge Rafael Videla. Ese mismo año, Manuel Puig se exilió en México tras una amenaza de muerte de la Triple A, grupo paramilitar relacionado a Aníbal Gordon, secuestrador y asesino que murió en la cárcel en 1987.


MANUEL PUIG

Manuel Puig
Juan Manuel Puig Delledonne nació el 28/12/1932 en General Villegas, Provincia de Buenos Aires, Argentina.
Ya desde chico se convirtió en un cinéfilo, afición que tuvo de por vida y que influyó significativamente en su estilo narrativo.
Además de las localidades citadas, vivió en la ciudad de Buenos Aires, en varias capitales europeas (Roma, París, Londres, Estocolmo), en Nueva York y Río de Janeiro. En 1976 se exilió en México tras las amenazas de muerte de la Triple A, grupo paramilitar que por entonces delinquía con la anuencia de la última dictadura militar argentina.
En sus obras, muy criticadas en su tiempo (incluso, boicoteadas por algunos críticos y editores), muestra una gran maestría para pintar relaciones humanas, diálogos y situaciones mediante una pluma descarnada y sin prejuicios, que incluso provocó repudios y escándalos en su misma ciudad natal. En literatura se le reconoce como un experto en el uso de la polifonía. Dejó varias obras literarias bosquejadas y otras inconclusas. Dramaturgo y guionista cinematográfico, algunas de sus novelas fueron llevadas al cine. Murió el 22/7/1990 en Cuernavaca, Estado de Morelos, México, por un paro cardíaco tras una operación de vesícula.

Sus obras:
Novela: La traición de Rita Hayworth (1968), Boquitas pintadas (1969), The Buenos Aires affair (1973), El beso de la mujer araña (1976), Pubis angelical (1979), Maldición eterna a quien lea estas páginas (1980), Sangre de amor correspondido (1982), Cae la noche tropical (1988), Humedad relativa 95% (1965-1966, inconclusa).
Teatro: Bajo un manto de estrellas (1983), El beso de la mujer araña (1983), La cara de villano (1985), Recuerdos de Tijuana (1985).
Asimismo, se han publicado de este autor algunas obras póstumas.



UNA FORMA DIFERENTE DE AFRONTAR LA PIRATERÍA
Francisco Angulo Lafuente ©

Hace apenas unos días, pude leer en la prensa una insólita declaración. La escritora Lucía Etxebarría vencida por la piratería: “No le dedicaré más tiempo, no malgastaré tres años de mi vida trabajando en más libros que cualquier desalmado puede descargar ilegalmente de Internet”.
Y es que aún existe la absurda idea de pensar que si se descargan mil libros de forma gratuita, son mil libros menos que se venderán. ¿Pero tiene esto algo de cierto? Ya antes de la era digital, existían las bibliotecas... ¿Por qué se compraban entonces libros, si cualquiera podía leerlos en una de ellas?
Recuerdo bien aquella época, pues no hace muchos años que las computadoras se conectan a la red. Y no servían más que para jugar a los marcianitos en un monitor fosforito. Yo escribía mis novelas y por supuesto, si quería que alguien las leyera, las tenía que imprimir en soporte de papel. Entonces comenzaba el calvario: enviar los manuscritos a las editoriales era un trabajo arduo, lento y muy caro. También participaba en concursos literarios, de estos mejor no hablar demasiado, ya que parece que aún no han oído hablar del formato PDF, mucho menos de los libros electrónicos y siguen pidiendo las novelas por duplicado, triplicado y hasta cuadruplicado, por supuesto por una sola cara, a doble espacio y encuadernado. No solo cuesta una fortuna preparar el envío, sobre todo en mi caso que soy un trabajador obstinado que para algunos concursos he presentado varios libros. Además, ni pizca de gracia me hace que por cada persona que participa en uno de estos certámenes se tenga que talar un árbol, cortarlo y triturarlo para convertirlo en papel. Eran tiempos difíciles si lo que pretendías es que te leyesen; de una u otra manera era cuestión de dinero, no de esmero o dedicación. Lo más fácil era arruinarse si uno quería que su libro llegase. Así fue como después de llevar más de diez años enviando mis borradores a concursos y editoriales, decidí publicar mi primera novela por mi cuenta y riesgo. Una pequeña editorial se hizo cargo de la publicación, financiada naturalmente por dinero de mi bolsillo. Apareció así mi primera novela La Reliquia “al mercado” sin distribuidora, pasaron varios meses y no había salido del almacén. Como la mayoría de los escritores noveles, ahora tenía que hacer yo de distribuidor y de vendedor. Mi sueño de ver mi novela en las estanterías de El Corte Inglés se esfumó, se vio truncado cuando la editorial me dio dos cajas con toda la tirada. “Conseguimos que apareciesen en La Casa del Libro, aunque la publicación me salía diez euros la unidad y se vendía a dieciocho, yo como autor solo percibía ocho: perdía dos euros con cada libro que se vendía, así que cuantos más libros se vendían en las librerías, más pobre me hacía”.
Pero yo estaba dispuesto a que la gente leyese mi novela, así que pregunté en una imprenta y pidiendo un crédito me atrampé hasta las cejas. Esta vez sí que hice una buena tirada, montones de cajas, miles de libros campaban ahora en mi casa. Lo primero que hice fue llamar a las bibliotecas, donándolos a todas ellas. Luego cargué siempre con una caja en el maletero del coche y mi indumentaria se complementaba con una mochila morada. A todo el mundo que me encontraba se lo regalaba, y también conseguí ver mi novela en los estantes de las librerías y de los grandes almacenes en los que compraba, aunque no de una forma demasiado ortodoxa, “era lo que terminé por denominar aparición de libros de forma milagrosa”. Entraba en El Corte Inglés, con varios libros escondidos en mi bandolera y los depositaba en un buen lugar, donde todo el mundo pudiese verlos cuando pasaba. Ver mi novela en ese lugar, rodeado por libros de los más vendidos, me hacía soñar...
Pero fue de esta manera analógica, en la que la gente comenzó a leerme, no solo me leían, también me escribían e incluso me llamaban. Los usuarios de las bibliotecas, comentaban mi novela y la recomendaban. Por fin había conseguido que alguien leyese mis obras.
Hoy en día y gracias a internet todo el mundo puede descargar mis novelas de forma gratuita, ya no es necesario el soporte en papel y tampoco arruinarse para que te puedan leer. Son miles las descargas que cada día se realizan de mis obras gracias a la red.
En Google Libros y en muchas otras web, se pueden leer y descargar mis novelas de forma gratuita.



LA ILÍADA, ¿MITO O REALIDAD?
TERCERA PARTE
Héctor Zabala ©


Troya en tiempos antiguos

En abril de 1870 Heinrich Schliemann comenzó las excavaciones en la colina de Hissarlik, que en 1871 continuó durante unos dos meses y después a razón de cuatro meses y medio anuales, porque no todo el año es apto para andar a la intemperie por aquellos parajes, amén de que las cuadrillas mostraban poco interés en emular el coraje de los guerreros de antaño, cualquiera fuese la falange, aquea o troyana, que quisiéramos elegir.
Pero la tozudez del alemán pudo más. Debió luchar —leal es reconocerlo— contra el paludismo que acechaba desde los pantanos del Escamandro, contra la falta de agua potable y las rebeldías o demandas del centenar de obreros (aunque al inicio fueron apenas unos pocos), menos proclives a descubrir historia que a llevarse un extra para casa, contra la lentitud de las autoridades turcas en permitir esto o aquello y, como si fuera poco, contra la incomprensión del mundo científico que, como mínimo, lo llamaba “el loco”.
Enamorado como estaba de su joven esposa y del mundo griego, cambiaba los nombres turcos de los obreros por el de Telamón o Belerofonte, además de pasársela hablando casi exclusivamente en griego. Pero esa no fue su única trasgresión, por decirlo así. ¡Ojalá hubiese sido únicamente esa!

Frank Calvert y Heinrich Schliemann
Para empezar, solo tenía permiso de excavación de un lado de la colina; en la propiedad de Frank Calvert. Pues bien, Schliemann empezó exactamente por el lado opuesto: el occidental. Eso hizo que los dos propietarios de la ladera oeste, se presentaran y protestasen. Schliemann les contestó con arrogancia que estaba haciendo una tarea científica. Lo hizo a través de un intérprete, porque nunca se molestaría en aprender turco, y afirmando su derecho de arqueólogo con pistola y látigo a la cintura. Fue entonces cuando ambos dueños vieron el muro de piedra que ya había quedado expuesto por la cuadrilla.

Parte de las ruinas de Troya
En el tira y afloja, Schliemann, que para entonces ordenaba cavar y cavar, afiebrado por la idea de hallar un tesoro, convino en que usaran esos bloques para la construcción de un puente cercano. Lo importante era que estos turcos se dejaran de molestar. Las excavaciones siguieron, pero los turcos volverían a las pocas semanas, anunciando que ya no necesitaban más piedras y, de paso, para decirle que la terminara con eso de andar haciendo pozos en su terreno. Schliemann tuvo que ceder, pero el daño a las murallas y a la arqueología estaba hecho.
Por dos años el alemán mantuvo su disputa con el gobierno turco que, indeciso o burocrático, le extendía los plazos con cuentagotas. Pese a todo, encontró muros ciclópeos, rastros de un gigantesco incendio, portales de seis metros y tinajas altas como hombres, monedas, símbolos fálicos, puntas de lanzas, dientes de cerdo y jabalí (¿qué tal si leemos los versos 260 a 265 del Canto X de la Ilíada?), objetos parecidos a trompos y otros muchos de cerámica imitando búhos o lechuzas, ¿acaso exvotos para morigerar la ira de Palas Atenea, cuya representación era justamente dicha ave, diosa a la que la Ilíada alude con insistencia como “la de los ojos de lechuza”?
Ya no cabían dudas de que había hallado Troya, tampoco de que cada año la destruía un poco más. Porque lo peor fue que por esta prisa no llevó siempre cuenta concienzuda del nivel en que encontraba cada objeto ni de lo que reducía a polvo y cascotes, al menos no de modo sistemático. Al fin y al cabo, aparte de su inesperado afán por hallar oro y hacerse famoso, en el fondo no dejaba de ser un mero aficionado en arqueología.
En mayo de 1873, Herr Heinrich señaló que las excavaciones finalizarían el 15 de junio de ese año. Para aprovechar mejor el poco tiempo que quedaba, había aumentado su plantel a ciento sesenta obreros. Se la pasaba inspeccionando pozo tras pozo por si aparecía algo.

Sophie Engastrómenos y el
mal llamado tesoro de Príamo
De pronto, una mañana muy temprano, a unos ocho metros y medio de profundidad, y muy cerca de una de las grandes puertas de acceso, observó un brillo.
—¡Sophie, querida, anuncia que es mi cumpleaños y que todos tienen el día libre! ¡Cobrarán el jornal completo!
Todavía se escuchaban los gritos de alegría de los obreros alejándose, cuando Schliemann bajó a la fosa cuadrada armado de un cuchillo y raspó y raspó la tierra hasta convertir aquel brillo en una caja de cobre de cuarenta y cinco por noventa centímetros, mientras la pobre Sophie se mordía los labios, angustiada, por el bamboleo del enorme muro que amenazaba dejarla viuda, si bien multimillonaria. Un pañuelo rojo de la misma Sophie sirvió para llevar y ocultar el tesoro. ¡Y qué tesoro! Cincuenta y tantos aretes de oro, casi nueve mil anillos y botones del mismo metal, cuchillos y copas de plata, dagas y puntas de bronce. Jamás se habían visto dos diademas como aquellas, formadas por noventa guirnaldas de colgantes hojas y flores de oro. Lo llamó el “tesoro de Príamo”.
Este es más o menos “el relato” que Herr Heinrich armó para la prensa y el mundo, pero hoy se sabe que Sophie no estaba en Turquía cuando su marido halló el tesoro. También, por testimonios de los obreros, que las diferentes piezas fueron halladas en distintos lugares del yacimiento y no todas juntas como Schliemann aseguraba.
Poco antes de su muerte, se descubriría que el tal “tesoro de Príamo”, si bien troyano, era de época muy anterior, probablemente en unos mil años, ya que correspondería al nivel II. La Troya del juicioso Héctor y del alocado Paris, la que fuera incendiada por causa de su affaire con Helena, es la sexta o quizá séptima, contando desde abajo.

Parte de las ruinas de Troya
El 30 de mayo de 1873, Schliemann le envió una carta extraña a Frederick Calvert, hermano de su amigo Frank, para avisarle que en su propiedad de Bunarbashi (actual Pinarbaşı) le depositaría provisoriamente seis canastas y una bolsa, que ningún turco debía tocar.
Los rumores le llegaron tarde al guardián-inspector de Hissarlik: el contenido de bolsa y canastas salía en paquetes anónimos con destino a los parientes políticos de Heinrich, en las cercanías de Atenas. Al parecer, en aquel tiempo los gobiernos solo se preocupaban cuando había oro de por medio. Después cualquiera podía robarse o romper miles de figuras de terracota que nadie se inmutaba.
Más tarde, Schliemann se vería envuelto en una reyerta internacional. Se había pasado de la raya: había fundado una especie de museo con las joyas de la sagrada Ilión, exportadas de esa manera non santa. Turquía reclamaba el tesoro por haberse encontrado en su territorio, Grecia entendía que era parte del “botín del vencedor”, sin importarle demasiado que el rey Agamenón viviera apenitas unos tres mil años atrás. Los ingleses deseaban comprarlo y, cosa rara, no se les ocurrió que había sido encontrado en tierras de un compatriota, ¡en fin, hasta la mejor diplomacia tiene sus falencias!. Rusia se suponía con pleno derecho por ser Heinrich Schliemann ciudadano honorario de todas las Rusias, Alemania le recordaba donde había nacido, si bien muy cerca de la frontera polaca, al menos del lado germano. El hombre de negocios, metido a arqueólogo, les contestaba con amabilidad a todos, pero se guardó el tesoro. Lo siguió exhibiendo en su palacete de Atenas, al que llamó Iliou Melathron (Palacio de Ilión) durante cierto tiempo.
Solo estuvo del lado del guardián-inspector cuando vio que corría serio peligro de ser castigado. Los turcos lo querían tomar como cabeza de compatriota; no jugaban, le correspondía la máxima pena. Entonces Schliemann escribió una carta a Estambul, en la que decía: “Encontré el tesoro mientras Amín Effendi estaba trabajando en otra parte del montículo. Si hubieran visto la angustia pintada en el rostro del pobre hombre, tendrían piedad de él”. Por supuesto, olvidó decir que lo había echado de la puerta de calle cuando el pobre Amín le había ido a preguntar por el tesoro del que todo el mundo hablaba.
No obstante la evidencia de que las ruinas eran las troyanas, hubo todavía un recalcitrante: el capitán Botticher, un polemista profesional, que siguió insistiendo en que todo era un fraude y que Troya jamás había existido. Herr Heinrich invitó a los mejores expertos de la época a trasladarse a Hissarlik. Indudablemente, para entonces los turcos no le guardaban rencor o bien ya se habían olvidado del tesoro.
Wilhelm Dörpfeld
(1853-1940)
Una vez allí, todos los arqueólogos se convencieron de que se trataba de la antigua Troya, salvo por supuesto el polemista Botticher, que volvió enojado a su casa y alegó que lo encontrado era solo una necrópolis antigua. Las distintas ciudades superpuestas y todo lo hallado parece que no le eran suficientes.
Schliemann había logrado en 1882 que el arqueólogo alemán Wilhelm Dörpfeld se uniera a las excavaciones, a fin de que su trabajo no pareciera el de un simple buscador de tesoros, sino el de un verdadero científico. Dörpfeld ayudó a reinterpretar las unidades estratigráficas de las distintas fases de Troya. Incluso continuó la excavación en Troya después de la muerte de su descubridor y hasta 1894. A sus estudios se debe la ubicación de la Troya homérica en el nivel VI.
Carl Blegen
(1887-1971)
El estadounidense Carl Blegen, tras posteriores análisis, rechazó la tesis de Dörpfeld de la Troya VI como fase de la ciudad de la Ilíada, probablemente destruida por un terremoto según él y no por un incendio, y sugirió para dicho asentamiento el nivel VII A. Hay al respecto toda una polémica sobre esto en el mundo científico.
¿Qué fue del tesoro y de la cerámica?
Después de muchos rodeos, Schliemann donó a Alemania en 1879 el “tesoro de Príamo” y otras muchas piezas arqueológicas. Las más importantes del  tesoro fueron al Museo de Artes y Oficios de Berlín y luego al Etnográfico para terminar en el Museo de Prehistoria e Historia Antigua. Debido a los bombardeos de la II Guerra Mundial, se lo depositó en el refugio antiaéreo del Zoológico de Berlín y luego en la torre del zoo, considerada a prueba de explosivos. En mayo de 1945 después del asalto a la torre, el director del museo, Dr. Wilhelm Unverzagt, lo entregó al oficial soviético al mando de la ocupación zonal evitar su posible saqueo. Los alrededores estaban destruidos por completo. A fines de ese mes fue sacado de Berlín y se ignoró su destino durante varias décadas. Hasta que en 1993 se confirmó su ubicación en el Museo Pushkin de Moscú. Su directora, la arqueóloga Irina Antonova, reveló a una publicación rusa que dicho tesoro estaba resguardado en una sala del museo sin acceso al público.
La mayor parte de la cerámica troyana se había ubicado durante la guerra en Schönebeck an der Elbe, en el castillo de Petruschen, de Breslau, y en el castillo de Lebus. Mucho más tarde se recuperó parte de los objetos que habían sido saqueados en este último lugar y que se hallaban repartidos entre las aldeas alemanas de las cercanías, tras la guerra.
(Continuará)



Nuevos colaboradores

AGUSTÍN AROSTEGUY

Nació en Balcarce, Provincia de Buenos Aires, Argentina, en el año 1977. Luego de la secundaria, estudió Administración en la Universidad de Buenos Aires, en donde también realizó el Curso de Especialización en Administración de las Artes del Espectáculo. Después hizo el Master en Dirección en Proyectos de Ocio en la Universidad de Deusto, Bilbao-España, y actualmente está realizando el Doctorado investigando sobre Geografía Cultural.
Ha realizado cursos de escritura con Cecilia Szperling y de poesía con Cecilia Vicuña. A su vez, realizó el curso de dramaturgia con Mauricio Kartun y una oficina de guion con Di Moretti.
Ha publicado poemas, cuentos y microrrelatos en antologías de España y Argentina, y también en revistas virtuales de México y Chile. Es miembro de la Red Literaria del Sureste, México y colabora con artículos culturales de opinión con el Centro de Profesionales por la Identidad Social, Argentina.
En septiembre a través de la Editorial Fuga (Chile) saldrá publicada su primera novela Escaramú Majestic.
Reside en Bilbao, España.



FRANCISCO ANGULO LAFUENTE

Nació el 31 de octubre de 1976. Vive en Madrid, España. Integra la Fundación de Estudios Literarios Lector Cómplice y tiene un programa cultural en radio “Ángeles de la Noche”.

Sus obras se encuentran en internet:
La Reliquia (Editorial Mandala, 2005).
Ecofa una solución viable (Editorial Mandala & LapizCero, 2007).
Un instante después del Big Bang (Editorial Wordclay, 2007).
Kira y la tormenta de hielo (Editorial Lulu, 2008).
A viable solution (Google book, 2008. Reseñas en prensa: The New YorkTime, El País, El Mundo, La Vanguardia, 20 Minutos...)
Los mejores (Editorial Bubok, 2009).
La Leyenda de los Tarazashi (Editorial Smashwords, 2009).
El Olfateador (Editorial LapizCero).
Destino La Habana (2011).
Compañía Nº 12 (2012).

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REALIDADES Y FICCIONES
—Revista Literaria—
Nº 10 — Septiembre de 2012 — Año III
ISSN 2250-4281
Exp.966996 Dirección Nacional del Derecho de Autor


Propietario y Director: Héctor R. Zabala
Av. Libertador 6039 (C1428ARD)
Ciudad de Buenos Aires, Argentina




Correctora: Liliana Lapadula
San Martín (Pcia. de Buenos Aires), Argentina
elilialap@yahoo.com.ar




COLABORARON EN ESTE NÚMERO:
• Héctor Zabala, Ciudad de Buenos Aires, Argentina
• Luis Benítez, Ciudad de Buenos Aires, Argentina
• Agustín Arosteguy, Balcarce (Buenos Aires), Argentina - Bilbao (País Vasco), España
• Francisco Angulo Lafuente, Madrid, España
• Liliana Lapadula, San Martín (Pcia. de Buenos Aires), Argentina

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