REALIDADES Y FICCIONES
–Revista Literaria–
Nº 15 – Diciembre de 2013 – Año IV
ISSN 2250-4281
Inscripción
gratuita como LECTOR
si
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nombre y apellido, ciudad y país
(se le
avisará cada nuevo número trimestral).
Sumario:
Poesía
• El
poeta D.H. Lawrence, más conocido como narrador. (Luis Benítez)
Narrativa
• “La
autopista del sur” de Julio Cortázar. Cuento y análisis. (Héctor Zabala)
• La
razón personal, última instancia de la moralidad. (Anna Rossell)
•
El primer best seller. (María Amelia Díaz)
Ensayo
• Narrativa
chilena ultrarrealista. (María Isabel Amor Illanes)
Y
algo más…
• La
literatura de viajes durante la globalización del siglo XV. (Vivina Perla
Salvetti)
Nuevas
colaboradoras de Realidades y Ficciones (currículos):
• María
Amelia Díaz, Castelar (Pcia. Buenos Aires), Argentina
• Vivina
Perla Salvetti, Porlamar (Isla de Margarita, Nueva Esparta), Venezuela - Villa Ballester (Pcia. Buenos Aires), Argentina
Poesía
EL POETA D.H. LAWRENCE, MÁS CONOCIDO COMO NARRADOR
Luis
Benítez ©
Eastwood
es un pequeño pueblo aún, de apenas dieciocho mil habitantes. Está ubicado en
el arruinado paisaje de los Midlands, la porción central del Reino Unido
devastada por la revolución industrial y casi en el límite con el Black
Country, la porción más afectada. Allí en el siglo XIX la contaminación
provocada por las fábricas, las refinerías, las minas de coque y carbón, era
tan alta, que la reina Victoria mandaba cerrar las ventanillas de su carruaje
durante todo el trayecto que demandaba cruzar el feo paisaje del corazón fabril
de Inglaterra.
D.H. Lawrence |
Cuando
nació David Herbert Richards Lawrence, el 11 de septiembre de 1885, sólo tenía
Eastwood 4.500 habitantes y era una aldea de mineros, la actividad principal de
la zona. En el país más poderoso y rico del mundo, el promedio de edad que
alcanzaba la clase trabajadora no llegaba a los 40 años pero el padre de nuestro
autor, Arthur John Lawrence, un minero semianalfabeto, fue la excepción,
gracias a que llegó a capataz. Sin
embargo, la situación económica de los Lawrence no era la mejor y la
madre del autor, Lydia, que antes de casarse se había dedicado a la docencia,
en el frente de la casa vendía botones y puntillas para ayudar a vestir y
alimentar a sus cuatro hijos. Las diferencias culturales entre sus padres
dejaron su impronta en el hijo que luego sería considerado, por el autor Edward
Morgan Forster, como “el novelista imaginativo más grande de nuestra generación”.
Y sobre su relación con su violento y alcohólico padre, sirve de fiel
testimonio aquello que Lawrence le escribió, muchos años después, a la poeta
Rachel Taylor: “Nací odiando a mi padre, ya que desde que
puedo recordar, me estremecí de horror la primera vez que me tocó”.
Bert,
como siempre se lo conoció, era habitado por dos espíritus: uno violento y
desafiante, proclive a los excesos –al menos para los criterios de la época
victoriana que le tocó vivir y maldecir– tanto de pluma como de actos y otro
refinadísimo, de una sensibilidad extremadamente alta, como bien veremos.
También
el entorno obrero que lo rodeó en su primera juventud dejó su huella en Bert,
un mundo violento donde el gin apenas compensaba la miseria circundante y el
peligro constante; un mundo donde los mineros se arrastraban por corredores de
sólo 70 cm
de altura, a decenas de metros de profundidad, para extraer a mano el carbón;
donde los derrumbes y las explosiones eran cosa de todas las semanas, donde la
vida humana nada valía frente a las necesidades de la expansión económica. De
allí, con toda probabilidad, viene el odio que Bert sintió durante toda su vida
por la sociedad industrial, la hipocresía que condenaba a la miseria y la degradación
a miles de seres humanos a fin de sostener un imperio de lujo, extendido desde la India hasta Canadá, desde
Australia hasta Escocia. Un imperio que había forjado un modo de ser que le dio
nombre a esa época, el victorianismo, modelo para todas las otras sociedades,
pero que detrás de esa brillante fachada ocultaba, como el Dr. Jekyll a Mr.
Hyde, un monstruo. Un monstruo que cuando era exhibido siquiera con la sutileza
y el ácido humor de Oscar Wilde, no dudaba en destruir al delator. Bert sería uno
de esos delatores, más crudamente en sus novelas, más solapadamente en su
poesía, pero tampoco escaparía al acoso ni a la marginación que la Inglaterra que hoy lo
homenajea como a uno de sus mayores escritores le dispensó en vida, incluyendo
una orden judicial en su contra y el desprecio que lo acompañó hasta la tumba.
La
casa del número 8 de Victoria Street donde nació es hoy un museo y la escuela
donde cursó la primaria lleva su nombre, pero sin duda fue un enorme alivio
para Bert haber podido escapar de su destino de minero en Eastwood, gracias a
su innegable inteligencia: ganó por sus propios méritos una beca del concejo
del condado para seguir sus estudios en la cercana Nottingham, recién comenzado
el siglo XX. Pero en 1901 dejaría sus estudios para sobrevivir como dependiente
en una fábrica hasta que la neumonía terminara con esa ocupación y lo devolviera a Eastwood, ya como maestro
de escuela. Es en este período cuando Bert comienza a escribir sus primeros poemas
y relatos, así como los iniciales bocetos de la que sería su primera novela, El Pavo Real Blanco, titulada inicialmente Laetitia.
En
1908 Bert vuelve a escapar de Eastwood para tomar un cargo como docente en el
colegio londinense Davidson Road, ya graduado ese mismo año en la universidad
de Nottingham, y sería en Londres donde conocería a quien iba a ser su mentor,
el novelista y editor –hoy injustamente casi olvidado– John Madox Ford, a cargo
entonces de la prestigiosa The English Review. Fueron los poemas de Bert
los que atrajeron la atención de Madox Ford, quien se ocuparía de introducirlo
en los círculos intelectuales y editoriales de la época. Paulatinamente, los
cuentos y poemas de Bert comenzaron a circular, hasta que en 1911 se editó su
novela, la mencionada El
Pavo Real Blanco,
un año después de la muerte de su madre, a causa del cáncer, un hecho altamente
traumático para Bert. Cuando volvió a Eastwood llevó consigo un ejemplar de su
novela y se la dio a su padre. El viejo minero leyó media página y le preguntó:
“Bert, muchacho, ¿cuánto te han pagado por esto?”.
“Cincuenta libras”,
repuso Lawrence. “¿Cincuenta libras?”, se asombró su padre, “Cincuenta libras y no conociste un solo día de trabajo duro. Tú nunca
trabajaste como un hombre debe hacerlo”.
Al
parecer Bert no se desanimó ni por la sentida muerte de su madre ni por el
esbozo de crítica literaria de su padre; tampoco por el mediano éxito que
alcanzó su primera novela –que no es de las mejores– pues siguió insistiendo, a
la par que cortejaba a Frieda von Richthofen, la esposa de su antiguo profesor
en Nottingham, Ernest Weekley, respetable señora perteneciente a la baja
nobleza alemana, prima del luego famoso piloto de combate alemán Manfred Von Richthofen
(el célebre y temido “Barón Rojo”, que derribó ochenta aviones enemigos en la Primera Guerra
Mundial) y madre de tres hijos. Repuesto de un segundo ataque de neumonía –que
presagiaba la tuberculosis que terminaría por matarlo– Bert intimó a Frieda: si
quería seguir con él, debía abandonar a su marido y sus hijos, su posición social
y los lujos y las comodidades que ésta acarreaba, para seguirlo a él
prácticamente sólo con lo puesto.
Frieda
aceptó. Los amantes escaparon a Alemania primero, donde Bert fue arrestado como
sospechoso de ser un espía inglés –ya había vientos de guerra que se
transformarían en la tormenta de la Primera Guerra Mundial–, para continuar su
periplo por Italia, donde vivían escondiéndose en los bosques, robando avena
para caballos a fin de poder comer y bañándose en los canales de regadío. Pero
esas peripecias no fueron obstáculo para que Bert terminara de escribir su
nueva novela, Hijos y Amantes, que se publicó en 1913.
Era un fuerte retrato de las condiciones de vida de las clases obreras
inglesas. Cuando se difundió la noticia, el nombre de Bert fue execrado en su
natal Eastwood, pues su novela pintaba de un modo nada conveniente aquel mundo
marginal que tanto había conocido. Cuando nuestro autor se volvió tan célebre
como despreciable para el establishment literario de la época, sus
antiguos vecinos lo odiaron más que antes, como décadas después le sucedió a
John Steinbeck tras la publicación de La
Perla , en su barrio californiano.
Pero
los verdaderos problemas comenzarían después para Bert, en 1915, cuando se
publicó su novela El Arco Iris. Con precedentes: Vueltos a
Inglaterra un año antes, Bert y Frieda se casaron allí el 13 de julio de 1914,
dos semanas antes del inicio de la Primera Guerra Mundial y la nacionalidad alemana
de ella, unida al ferviente antimilitarismo de su flamante esposo, no podían
menos que despertar sospechas en una sociedad hinchada de patrioterismo bien
fomentado por el gobierno y los medios de comunicación de la época: sus
antiguos amigos –por miedo o por conveniencia– les dieron la espalda y apenas
tenían para sobrevivir en una economía de guerra. Cuando se publicó El Arco Iris cayó sobre él la censura y fue
retirado de las librerías, mientras la corte dictaba una investigación por
cargos de obscenidad. Mil ejemplares, los que alcanzó a secuestrar la policía
londinense, fueron solemnemente incinerados por orden de la justicia. La
secuela escrita por Bert de El
Arco Iris,
titulada Mujeres
Enamoradas,
no pasó el cerco de la censura y no pudo ser publicada hasta 1920, pero
definitivamente no contribuyó a mejorar su fama en aquellos tiempos difíciles.
Scotland
Yard seguía los pasos de la pareja con una devoción digna de sus mayores
admiradores, investigando cada paso que daban, inclusive cuando acosados por
las deudas y las presiones judiciales tuvieron que trasladarse una y otra vez,
dejar Londres y buscar refugio en las áreas rurales, hasta llegar al pequeño
pueblo de Zennor, donde en 1917 la pareja recibió una intimación para abandonar
en tres días el poblado, en virtud del Acta de Defensa del Reino.
El
fin de la guerra, el 11 de noviembre de 1918, no modificó demasiado el panorama
para la pareja. El obligado vagabundeo, la miseria y el acoso permanente de las
autoridades, recibieron un acompañante sospechado desde tiempo atrás: la
tuberculosis de Bert se tornó evidente y todas esas razones llevaron a que
iniciaran lo que él llamaría luego “la peregrinación salvaje”, buscando alguna
parte donde pudiera reponer su salud y seguir con su tarea literaria, amén de
no encontrar un policía de civil a cada paso. Así, ambos dejaron Inglaterra en 1919,
iniciando un periplo asombroso que principió en Italia y Alemania, siguió por
Australia, Ceilán, los Estados Unidos, México y Francia, donde la tuberculosis
lo venció definitivamente el 2 de marzo de 1930. Tenía solamente 44 años. Un
año antes –Bert tenía otra vocación, además de la literaria, que eran las
bellas artes– la policía había allanado la Warren Gallery de
Londres para confiscar sus pinturas, bajo el eterno cargo de obscenidad y
atentado contra la moralidad y las buenas costumbres. No sin que él, en este
período tormentoso, nos dejara algunas de sus mejores novelas: además de las ya
mencionadas, también La
serpiente emplumada (1926) y El amante de Lady Chatterley (1928)
La
pregunta es obvia: ¿por qué tanta persecución contra este hombre de estatura
mediana, flaco y desgarbado, tuberculoso, talentoso, que era poeta, narrador,
ensayista, dramaturgo y pintor, obligado a emprender un destierro que quería,
necesitaba y a la vez no deseaba, visto que permaneció en Inglaterra hasta el
límite mismo de las posibilidades?
La
respuesta del Lawrence novelista y poeta quizás está en sus propias palabras: “Mi gran religión es creer en la sangre, en la carne, y en ser más
sabio que el intelecto. Nos podemos equivocar en nuestras mentes, pero lo que
nuestra sangre siente, cree y dice, es siempre verdad. El intelecto es
solamente un freno”.
“Yo niego absoluta y francamente ser un
alma, o un cuerpo, o un espíritu, o una inteligencia, o un cerebro, o un
sistema nervioso, o un conjunto de glándulas, o cualquier otra parte de mí
mismo. El todo es más grande que las partes. Pero hoy, después de tres mil
años, después que estamos casi completamente abstraídos de la vida rítmica de
las estaciones, del nacimiento, de la muerte y de la fecundidad, comprendemos
al fin que tal abstracción no es ni una bendición ni una liberación, sino pura
nada. No nos aporta otra cosa que inercia”.
“Hoy, después de tres mil años, después que
estamos casi completamente abstraídos de la vida rítmica de las estaciones, del
nacimiento, de la muerte y de la fecundidad…”, ése era el credo de Lawrence:
un vitalismo extremo, una repulsa permanente ante una civilización occidental
que llevó al hombre a convertirse apenas en el apéndice de las mismas máquinas
que ha creado, sometido permanentemente a las apariencias de ser, cuando el
ser, para Lawrence –como para Friedrich Wilhelm Nietzsche– radica en una fuerza
incontenible y salvaje, que no tiene otro destino posible que el de
desarrollarse hasta más allá de sus límites mismos, pues el ser será su sí mismo
o no será. Hablamos aquí de vitalismo, tantas veces confundido con el
irracionalismo en una interpretación negativa y varias veces recurrida, cuando
para Lawrence, para Bert, ese ser en sí mismo es lo opuesto absoluto a la
mediocridad y el sojuzgamiento del hombre contemporáneo, su ciego obedecer a
las restricciones sociales, su silenciamiento permanente entre dos extremos:
los dictados del instinto –camino hacia el ser identificado con su esencia– y
la forzada convivencia con otros seres tan dominados como él, que ratifican y
hacen cumplir esa ley marcada en la carne, impresa en nosotros, como tan bien
lo expresara un contemporáneo de Lawrence, Franz Kafka.
Por
ello el gran novelista y veremos que no menos valioso poeta, Bert, identificó
la revuelta del espíritu con la predominancia del instinto, lo sexual, la
vitalidad pura, único llamado capaz de devolvernos, siquiera en parte, al
estado natural del hombre, consustanciado con el resto del universo y por ende,
con lo salvaje, aquello que vive fuera de las ciudades, las que son el emblema
mismo de la faceta de lo civilizado que tanto aborrecía. Por ello buscó Bert
las huellas aún presentes de esa armonía primitiva fuera de Europa, en
Australia, en México, como lo haría pocos años después ese otro gran heresiarca,
Antonin Artaud, en esas mismas mesetas y montañas mexicanas, tras la cultura
tarahumara. Donde la civilización no
pisa, camina el hombre todavía, tal el credo de ambos escritores.
Que
hay algo de religioso en esas propuestas, lo hay. Bert era, como Artaud, un
moralista a su manera y si fue acusado y perseguido como un pornógrafo y un
procaz, fue por seguir fiel a otra moral, una que implicaba otra ética y
también otra estética, que no eran de ninguna manera las de su tiempo. Y su
sentido de lo religioso era más afín al del primitivo, que adora a su dios sin
nombre en todo lo creado, que a la hipócrita costumbre del que cumple los ritos
pensando en otras cosas. Cabe preguntarse quién es aquí el profano, si Lawrence
que adora la carne, la materia como expresión viva y palpitante de lo divino,
sin separarlo del cuerpo, o el mediocre que fue su contemporáneo y hoy es el
nuestro. Como profano y mejor definido aún, profanador, es aquel, en la época
de Bert y en la nuestra, que convierte el ejercicio de la poesía y la
literatura en una mera carrera detrás de reconocimientos y prestigios que nada
tienen que ver con la materia que tiene entre manos. Es la versión literaria
del mediocre común, su avanzada en las letras. El ejemplo de Bert no puede ser
más transparente: le sobraba talento, ideas y capacidades para convertirse en
vida en uno de los autores más celebrados del momento, con sólo aceptar las
premisas de su tiempo, amoldarse a lo que el bien pensante lector y los medios
buscaban y requerían; en vez, eligió una existencia miserable y perseguida,
optó por la pobreza y el desprecio y ni aun la enfermedad logró hacer que se
desviara un centímetro de lo que se había propuesto, que la vida, la verdadera
vida, fluyera por las páginas de sus novelas, sus cuentos y sus poemas del
mismo modo que corría por sus venas, con igual intensidad y con no menos
frenos.
Lawrence
jamás pensó que la literatura fuera algo distinto, sencillamente porque no
podía pensarla, siquiera imaginarla de otra manera.
El
criterio académico de otros tiempos, tan propenso a etiquetar cuanto se ponía a
su alcance, supuso que la obra poética de Bert podía ser ingresada en la
categoría de la poesía georgiana, junto a la producida por autores como Rupert
Brooke, Wilfred Owen, Isaac Rosenberg y Charles Sorley, Robert Nichols,
Siegfried Sassoon y el más conocido Robert Graves, una corriente que luego
desembocaría, para algunos, en esa apoteosis tremenda y magnífica –pero
negación rotunda de lo georgiano– que es La Tierra Baldía , de Thomas Sterns Eliot. Situar
a Lawrence entre los georgianos es una falacia y también una comodidad para ese
tipo de lectura, pues obedece al confortable procedimiento de
ubicar a los poetas en tal o cual período no por lo que escriben sino por
cuándo lo escriben. Los georgianos, como grupo, fueron una
consecuencia del desencanto producido por la época y el repudio de las
convenciones victorianas que habían llevado a la poesía británica a un punto
muerto; en esa instancia, los georgianos apelaron a una suerte de revival
de los orígenes, a los ecos de la gran poesía romántica inglesa, con un retorno
de la exaltación de lo popular, lo sencillo y accesible a las masas (al menos
esa era la intención) y una reivindicación de la Inglaterra rural que la
mayoría de ellos, hijos de la revolución industrial, nunca habían conocido. Lo
genuino, lo real, lo que se ubicaba en las antípodas del presente fabril y
militarista que les tocó vivir se situaba en el campo y la identificación con
paisajes, animales y cosas inanimadas y sencillas, en una suerte de panteísmo
moderno que no dejó de ser aprovechado por los medios y el gobierno para
propagandizar lo que se quiso mostrar como una poesía patriótica; no en vano el
mecenas de los georgianos era Edward Marsh, el secretario personal de sir Winston
Churchill. Los georgianos cayeron en la trampa de esa supuesta renovación
nacionalista de la poesía inglesa y fue la llegada de La Tierra Baldía lo que le puso fin a aquella
ilusión de la cultura. No es extraño apreciar que en la poesía inglesa actual
hay una corriente parecida, reminiscente de la campiña inglesa y sus encantos
pretéritos, cuando se repite una crisis semejante a la de comienzos del siglo
pasado.
¿Qué
tiene de similar la obra poética de Lawrence con los georgianos? Nada o
prácticamente nada. El débil parentesco estaría dado por su apelación a lo
vital, pero él lo hace en un grado mucho más intenso que el empleado por aquel
movimiento del siglo XX y allí termina todo contacto posible. Sucede que los
grandes poetas, en todo tiempo, no pueden ser encasillados en una corriente
literaria determinada y Lawrence ciertamente lo es. También se ha creído ver
una relación con los georgianos por su empleo de algunos arcaísmos o de
expresiones propias de su lugar natal, los Midlands, pero eso es un detalle de
color en los georgianos, de peso casi turístico, mientras que en Lawrence
siempre es un brusco bajar a tierra la exaltación que alcanzan sus versos,
combinando su expresión con los modismos del hombre común para darles así una
potencia todavía mayor: Lawrence hace volver atrás sus versos, a lo prosaico,
digámoslo así, como quien retrocede para tomar mayor impulso y arremeter
todavía con mayor violencia.
Muy
amigo de los contrastes, Lawrence tendrá siempre presente uno como su favorito,
el de la belleza y la muerte, pero no como opuestos sino como elementos
complementarios, su particular manera de hablarnos de un tercer asunto, que
conforma el núcleo de sentido del poema o mejor dicho, es el sentido mismo del
poema. En la obra poética de Lawrence los ejemplos abundan, como en “Ladrones de cerezas”, donde Bert nos dice:
Bajo las lucientes cerezas, con alas
plegadas,
yacen tres pájaros muertos:
un mirlo y zorzales blancos, ladronzuelos
manchados con tintes de grana.
Bajo el pajar, una muchacha riéndose de mí,
con cerezas colgando de sus orejas –
Me ofrece su fruta escarlata: voy a ver
si
ha vertido alguna lágrima.
Otro
aspecto de la poesía de Bert es su crueldad aparente, otro recurso para hacer
evidente el contrapunto entre los pares de opuestos, de donde surge una idea de
lo vital como elemento englobador y continente del ser. Así, en el poema
titulado “Conejo atrapado en la noche”:
¿Por qué te escurres y luchas así, conejito?
¿Por qué yo querría estrangularte?
……………..
Debes ser tú el que desea
este intercambio de los monstruosos dedos
negros de Moloch
en los borbollones de sangre en tu garganta.
……………
Y
siempre como contrapartida, la presencia de una búsqueda –la misma que animó su
peregrinar por países y circunstancias– de un sitio donde estar libre del
miedo, como en “Canción del
hombre que es amado”, cuando nos dice:
Entre sus pechos está mi hogar, entre sus
pechos.
Por tres lados me hostigan el miedo y el
espacio, pero mi torso respira
tibio en la fortaleza de sus pechos.
Todo el día estoy alegre y ocupado en mis
tareas
no hace falta que cuide mis espaldas del
terror que acecha detrás.
Estoy fuerte, soy feliz en mi trabajo.
No hace falta velar por mi alma, engañar el
miedo con plegarias;
vuelvo a casa cada noche, veo la querida
puerta con cerrojo, y me guarezco, libre de
miedo.
Queda
evidenciado en los breves versos que acabamos de leer otro elemento más, esta
vez un recurso de estilo, que es una de las características de su poesía, una
que me hizo notar un jovencito hace años, cuando le leí una traducción de
Lawrence. Con magnífica síntesis, el chico me dijo: “ese tipo escribe viejo”; y
es verdad, Lawrence “escribe viejo” pero no sólo para nuestra época tan afecta
a las novedades estilísticas que hasta pueden cubrir decorosamente la falta de
ideas; Lawrence escribía añejamente también en su tiempo, cuando en el
continente se estaba desarrollando el dadaísmo, esa nitroglicerina que haría
estallar la poesía para que luego su hijo, el surrealismo, viera de reacomodar
las piezas; en fin, que nos encontramos en la edad moderna todavía, en pleno
florecimiento de las vanguardias. Inglaterra ha sido siempre muy conservadora y
renuente a importar ideas del continente; si lo ha hecho alguna vez, fue siempre
adaptándolas a su cultura, de algún modo engulléndolas y dándoles otro sabor,
otra textura y otro color. No en vano los únicos poetas surrealistas
británicos, bretonianamente ortodoxos que encontramos han sido David Gascoyne
(por otra parte, muy tardíamente reconocido por la crítica inglesa en su justo
valor) y en menor medida Leonora Carrigton, quien fue fundamentalmente pintora
y narradora. De hecho, Bert recién adopta el verso libre hacia 1914 y ello, por
influencia de sus lecturas de Walt Whitman. No es de extrañar, entonces, que
Bert empleara formas de estilo más relacionadas con la centuria anterior que
con el vanguardista siglo XX para escribir buena parte de su obra poética.
Pensemos
que aún en términos actuales la de Lawrence es una obra poética de dimensiones
importantes. Escribió en su vida casi un millar de poemas y aunque sea mejor
conocido por sus extraordinarias novelas, sus versos son imprescindibles, como
los de todo genuino autor del género. Y Bert, sin lugar a dudas, lo es.
Nota:
las traducciones de los poemas de D.H. Lawrence pertenecen a Carmen Vasco, de
la antología por ella compilada y traducida como “Uvas y otros poemas”, Ediciones del Dock, Buenos
Aires, 2013.
Narrativa
Julio Cortázar ©
Gli automobilisti accaldati sembrano non
avere storia… Come realtà, un ingorgo auto-
mobilistico impressiona ma non ci dice gran che.
Arrigo Benedetti “L’Espresso”,
Roma, 21/6/1964.
Al principio la muchacha del
Dauphine había insistido en llevar la cuenta del tiempo, aunque al ingeniero
del Peugeot 404 le daba ya lo mismo. Cualquiera podía mirar su reloj pero era
como si ese tiempo atado a la muñeca derecha o el bip bip de la radio midieran otra cosa, fuera el tiempo de los que
no han hecho la estupidez de querer regresar a París por la autopista del sur
un domingo de tarde y, apenas salidos de Fontainbleau, han tenido que ponerse
al paso, detenerse, seis filas a cada lado (ya se sabe que los domingos la
autopista está íntegramente reservada a los que regresan a la capital), poner
en marcha el motor, avanzar tres metros, detenerse, charlar con las dos monjas
del 2HP a la derecha, con la muchacha del Dauphine a la izquierda, mirar por el
retrovisor al hombre pálido que conduce un Caravelle, envidiar irónicamente la
felicidad avícola del matrimonio del Peugeot 203 (detrás del Dauphine de la
muchacha) que juega con su niñita y hace bromas y come queso, o sufrir de a
ratos los desbordes exasperados de los dos jovencitos del Simca que precede al
Peugeot 404, y hasta bajarse en los altos y explorar sin alejarse mucho (porque
nunca se sabe en qué momento los autos de más adelante reanudarán la marcha y
habrá que correr para que los de atrás no inicien la guerra de las bocinas y
los insultos), y así llegar a la altura de un Taunus delante del Dauphine de la
muchacha que mira a cada momento la hora, y cambiar unas frases descorazonadas
o burlonas con los dos hombres que viajan con el niño rubio cuya inmensa
diversión en esas precisas circunstancias consiste en hacer correr libremente
su autito de juguete sobre los asientos y el reborde posterior del Taunus, o
atreverse y avanzar todavía un poco más, puesto que no parece que los autos de
adelante vayan a reanudar la marcha, y contemplar con alguna lástima al
matrimonio de ancianos en el ID Citroën que parece una gigantesca bañadera
violeta donde sobrenadan los dos viejitos, él descansando los antebrazos en el
volante con un aire de paciente fatiga, ella mordisqueando una manzana con más
aplicación que ganas.
A la cuarta vez de encontrarse con
todo eso, de hacer todo eso, el ingeniero había decidido no salir más de su
coche, a la espera de que la policía disolviese de alguna manera el
embotellamiento. El calor de agosto se sumaba a ese tiempo a ras de neumáticos
para que la inmovilidad fuese cada vez más enervante. Todo era olor a gasolina,
gritos destemplados de los jovencitos del Simca, brillo del sol rebotando en
los cristales y en los bordes cromados, y para colmo la sensación
contradictoria del encierro en plena selva de máquinas pensadas para correr. El
404 del ingeniero ocupa el segundo lugar de la pista de la derecha contando
desde la franja divisoria de las dos pistas, con lo cual tenía otros cuatro
autos a su derecha y siete a su izquierda, aunque de hecho sólo pudiera ver
distintamente los ocho coches que lo rodeaban y sus ocupantes que ya había
detallado hasta cansarse. Había charlado con todos, salvo con los muchachos del
Simca que le caían antipáticos; entre trecho y trecho se había discutido la
situación en sus menores detalles, y la impresión general era que hasta
Corbeil-Essonnes se avanzaría al paso o poco menos, pero que entre Corbeil y
Juvisy el ritmo iría acelerando ose una vez que los helicópteros y los
motociclistas lograran quebrar lo peor del embotellamiento. A nadie le cabía
duda de que algún accidente muy grave debía haberse producido en la zona, única
explicación de una lentitud tan increíble. Y con eso el gobierno, el calor, los
impuestos, la vialidad, un tópico tras otro, tres metros, otro lugar común,
cinco metros, una frase sentenciosa o una maldición contenida.
A las dos monjitas del 2HP les
hubiera convenido tanto llegar a Milly-la-Fôret antes de las ocho, pues
llevaban una cesta de hortalizas para la cocinera. Al matrimonio del Peugeot
203 le importaba sobre todo no perder los juegos televisados de las nueve y
media; la muchacha del Dauphine le había dicho al ingeniero que le daba lo
mismo llegar más tarde a París pero que se quejaba por principio, porque le
parecía un atropello someter a millares de personas a un régimen de caravana de
camellos. En esas últimas horas (debían ser casi las cinco pero el calor los
hostigaba insoportablemente) habían avanzado unos cincuenta metros a juicio del
ingeniero, aunque uno de los hombres del Taunus que se había acercado a charlar
llevando de la mano al niño con su autito, mostró irónicamente la copa de un
plátano solitario y la muchacha del Dauphine recordó que ese plátano (si no era
un castaño) había estado en la misma línea que su auto durante tanto tiempo que
ya ni valía la pena mirar el reloj pulsera para perderse en cálculos inútiles.
No atardecía nunca, la vibración del
sol sobre la pista y las carrocerías dilataban el vértigo hasta la náusea. Los
anteojos negros, los pañuelos con agua de colonia en la cabeza, los recursos
improvisados para protegerse, para evitar un reflejo chirriante o las bocanadas
de los caños de escape a cada avance, se organizaban y perfeccionaban, eran
objeto de comunicación y comentario. El ingeniero bajó otra vez para estirar
las piernas, cambió unas palabras con la pareja de aire campesino del Ariane
que precedía al 2HP de las monjas. Detrás del 2HP había un Volkswagen con un
soldado y una muchacha que parecían recién casados. La tercera fila hacia el
exterior dejaba de interesarle porque hubiera tenido que alejarse
peligrosamente del 404; veía colores, formas, Mercedes Benz, ID, 4R, Lancia,
Skoda, Morris Minor, el catálogo completo. A la izquierda, sobre la pista
opuesta, se tendía otra maleza inalcanzable de Renault, Anglia, Peugeot, Porsche,
Volvo; era tan monótono que al final, después de charlar con los dos hombres
del Taunus y de intentar sin éxito un cambio de impresiones con el solitario
conductor del Caravelle, no quedaba nada mejor que volver al 404 y reanudar la
misma conversación sobre la hora, las distancias y el cine con la muchacha del
Dauphine.
A veces llegaba un extranjero,
alguien que se deslizaba entre los autos viniendo desde el otro lado de la
pista o desde las filas exteriores de la derecha, y que traía alguna noticia
probablemente falsa repetida de auto en auto a lo largo de calientes
kilómetros. El extranjero saboreaba el éxito de sus novedades, los golpes de
las portezuelas cuando los pasajeros se precipitaban para comentar lo sucedido,
pero al cabo de un rato se oía alguna bocina o el arranque de un motor, y el
extranjero salía corriendo, se lo veía zigzaguear entre los autos para
reintegrase al suyo y no quedar expuesto a la justa cólera de los demás. A lo
largo de la tarde se había sabido así del choque de un Floride contra un 2HP
cerca de Corbeil, tres muertos y un niño herido, el doble choque de un Fiat
1500 contra un furgón Renault que había aplastado un Austin lleno de turistas
ingleses, el vuelco de un autocar de Orly colmado de pasajeros procedentes del
avión de Copenhague. El ingeniero estaba seguro de que todo o casi todo era
falso, aunque algo grave debía haber ocurrido cerca de Corbeil e incluso en las
proximidades de París para que la circulación se hubiera paralizado hasta ese
punto. Los campesinos del Ariane, que tenían una granja del lado de Montereau y
conocían bien la región, contaban de otro domingo en que el tránsito había
estado detenido durante cinco horas, pero ese tiempo empezaba a parecer casi
nimio ahora que el sol, acostándose hacia la izquierda de la ruta, volcaba en
cada auto una última avalancha de jalea anaranjada que hacía hervir los metales
y ofuscaba la vista, sin que jamás una copa de árbol desapareciera del todo a
la espalda, sin que otra sombra apenas entrevista a la distancia se acercara como
para poder sentir de verdad que la columna se estaba moviendo aunque fuera
apenas, aunque hubiera que detenerse y arrancar y bruscamente clavar el freno y
no salir nunca de la primera velocidad, del desencanto insultante de pasar una
vez más de la primera al punto muerto, freno de pie, freno de mano, stop, y así
otra vez y otra vez y otra.
En algún momento, harto de inacción,
el ingeniero se había decidido a aprovechar un alto especialmente interminable
para recorrer las filas de la izquierda, y dejando a su espalda el Dauphine
había encontrado un DKW, otro 2HP, un Fiat 600, y se había detenido junto a un
De Soto para cambiar impresiones con el azorado turista de Washington que no
entendía casi el francés pero que tenía que estar a las ocho en la Place de l’Opéra sin falta you
understand, my wife will be awfully anxious, damn it, y se hablaba un poco
de todo cuando un hombre con aire de viajante de comercio salió del DKW para
contarles que alguien había llegado un rato antes con la noticia de que un
Piper Cub se había estrellado en plena autopista, varios muertos. Al americano
el Piper Cub lo tenía profundamente sin cuidado, y también al ingeniero que oyó
un coro de bocinas y se apresuró a regresar al 404, transmitiendo de paso las
novedades a los dos hombres del Taunus y al matrimonio del 203. Reservó una
explicación más detallada para la muchacha del Dauphine mientras los coches
avanzaban lentamente unos pocos metros (ahora el Dauphine estaba ligeramente
retrasado con relación al 404, y más tarde sería al revés, pero de hecho las
doce filas se movían prácticamente en bloque, como si un gendarme invisible en
el fondo de la autopista ordenara el avance simultáneo sin que nadie pudiese
obtener ventajas). Piper Cub, señorita, es un pequeño avión de paseo. Ah. Y la
mala idea de estrellarse en plena autopista un domingo de tarde. Esas cosas. Si
por lo menos hiciera menos calor en los condenados autos, si esos árboles de la
derecha quedaran por fin a la espalda, si la última cifra del cuentakilómetros
acabara de caer en su agujerito negro en vez de seguir suspendida por la cola,
interminablemente.
En algún momento (suavemente
empezaba a anochecer, el horizonte de techos de automóviles se teñía de lila)
una gran mariposa blanca se posó en el parabrisas del Dauphine, y la muchacha y
el ingeniero admiraron sus alas en la breve y perfecta suspensión de su reposo;
la vieron alejarse con una exasperada nostalgia, sobrevolar el Taunus, el ID
violeta de los ancianos, ir hacia el Fiat 600 ya invisible desde el 404,
regresar hacia el Simca donde una mano cazadora trató inútilmente de atraparla,
aletear amablemente sobre el Ariane de los campesinos que parecían estar
comiendo alguna cosa, y perderse después hacia la derecha. Al anochecer la
columna hizo un primer avance importante, de casi cuarenta metros; cuando el
ingeniero miró distraídamente el cuentakilómetros, la mitad del 6 había
desaparecido y un asomo de 7 empezaba a descolgarse de lo alto. Casi todo el
mundo escuchaba sus radios, los del Simca la habían puesto a todo trapo y
coreaban un twist con sacudidas que hacían vibrar la carrocería; las monjas
pasaban las cuentas de sus rosarios, el niño del Taunus se había dormido con la
cara pegada a un cristal, sin soltar el auto de juguete. En algún momento (ya
era noche cerrada) llegaron extranjeros con más noticias, tan contradictorias
como las otras ya olvidadas, No había sido un Piper Cub sino un planeador
piloteado por la hija de un general. Era exacto que un furgón Renault había
aplastado un Austin, pero no en Juvisy sino casi en las puertas de París; uno
de los extranjeros explicó al matrimonio del 203 que el macadam de la autopista
había cedido a la altura de Igny y que cinco autos habían volcado al meter las
ruedas delanteras en la grieta. La idea de una catástrofe natural se propagó
hasta el ingeniero, que se encogió de hombros sin hacer comentarios. Más tarde,
pensando en esas primeras horas de oscuridad en que habían respirado un poco
más libremente, recordó que en algún momento había sacado el brazo por la
ventanilla para tamborilear en la carrocería del Dauphine y despertar a la
muchacha que se había dormido reclinada sobre el volante, sin preocuparse de un
nuevo avance. Quizá ya era medianoche cuando una de las monjas le ofreció
tímidamente un sándwich de jamón, suponiendo que tendría hambre. El ingeniero
lo aceptó por cortesía (en realidad sentía náuseas) y pidió permiso para
dividirlo con la muchacha del Dauphine, que aceptó y comió golosamente el
sándwich y la tableta de chocolate que le había pasado el viajante del DKW, su
vecino de la izquierda. Mucha gente había salido de los autos recalentados,
porque otra vez llevaban horas sin avanzar; se empezaba a sentir sed, ya
agotadas las botellas de limonada, la coca-cola y hasta los vinos de a bordo.
La primera en quejarse fue la niña del 203, y el soldado y el ingeniero
abandonaron los autos junto con el padre de la niña para buscar agua. Delante
del Simca, donde la radio parecía suficiente alimento, el ingeniero encontró un
Beaulieu ocupado por una mujer madura de ojos inquietos. No, no tenía agua pero
podía darle unos caramelos para la niña. El matrimonio del ID se consultó un
momento antes de que la anciana metiera las manos en un bolso y sacara una
pequeña lata de jugo de frutas. El ingeniero agradeció y quiso saber si tenían
hambre y si podía serles útil; el viejo movió negativamente la cabeza, pero la
mujer pareció asentir sin palabras. Más tarde la muchacha del Dauphine y el
ingeniero exploraron juntos las filas de la izquierda, sin alejarse demasiado;
volvieron con algunos bizcochos y los llevaron a la anciana del ID, con el
tiempo justo para regresar corriendo a sus autos bajo una lluvia de bocinas.
Aparte de esas mínimas salidas, era
tan poco lo que podía hacerse que las horas acababan por superponerse, por ser siempre
la misma en el recuerdo; en algún momento el ingeniero pensó en tachar ese día
en su agenda y contuvo una risotada, pero más adelante, cuando empezaron los
cálculos contradictorios de las monjas, los hombres del Taunus y la muchacha
del Dauphine, se vio que hubiera convenido llevar mejor la cuenta. Las radios
locales habían suspendido las emisiones, y sólo el viajante del DKW tenía un
aparato de ondas cortas que se empeñaba en transmitir noticias bursátiles.
Hacia las tres de la madrugada pareció llegarse a un acuerdo tácito para
descansar, y hasta el amanecer la columna no se movió. Los muchachos del Simca
sacaron unas camas neumáticas y se tendieron al lado del auto; el ingeniero
bajó el respaldo de los asientos delanteros del 404 y ofreció las cuchetas a
las monjas, que rehusaron; antes de acostarse un rato, el ingeniero pensó en la
muchacha del Dauphine, muy quieta contra el volante, y como sin darle
importancia le propuso que cambiaran de autos hasta el amanecer; ella se negó,
alegando que podía dormir muy bien de cualquier manera. Durante un rato se oyó
llorar al niño del Taunus, acostado en el asiento trasero donde debía tener
demasiado calor. Las monjas rezaban todavía cuando el ingeniero se dejó caer en
la cucheta y se fue quedando dormido, pero su sueño seguía demasiado cerca de
la vigilia y acabó por despertarse sudoroso e inquieto, sin comprender en un
primer momento dónde estaba; enderezándose, empezó a percibir los confusos
movimientos del exterior, un deslizarse de sombras entre los autos, y vio un
bulto que se alejaba hacia el borde de la autopista; adivinó las razones, y más
tarde también él salió del auto sin hacer ruido y fue a aliviarse al borde de
la ruta; no había setos ni árboles, solamente el campo negro y sin estrellas,
algo que parecía un muro abstracto limitando la cinta blanca del macadam con su
río inmóvil de vehículos. Casi tropezó con el campesino del Ariane, que
balbuceó una frase ininteligible; al olor de la gasolina, persistente en la
autopista recalentada, se sumaba ahora la presencia más ácida del hombre, y el
ingeniero volvió lo antes posible a su auto. La chica del Dauphine dormía
apoyada sobre el volante, un mechón de pelo contra los ojos; antes de subir al
404, el ingeniero se divirtió explorando en la sombra su perfil, adivinando la
curva de los labios que soplaban suavemente. Del otro lado, el hombre del DKW
miraba también dormir a la muchacha, fumando en silencio.
Por la mañana se avanzó muy poco
pero lo bastante como para darles la esperanza de que esa tarde se abriría la
ruta hacia París. A las nueve llegó un extranjero con buenas noticias: habían
rellenado las grietas y pronto se podría circular normalmente. Los muchachos
del Simca encendieron la radio y uno de ellos trepó al techo del auto y gritó y
cantó. El ingeniero se dijo que la noticia era tan dudosa como las de la
víspera, y que el extranjero había aprovechado la alegría del grupo para pedir
y obtener una naranja que le dio el matrimonio del Ariane. Más tarde llegó otro
extranjero con la misma treta, pero nadie quiso darle nada. El calor empezaba a
subir y la gente prefería quedarse en los autos a la espera de que se
concretaran las buenas noticias. A mediodía la niña del 203 empezó a llorar
otra vez, y la muchacha del Dauphine fue a jugar con ella y se hizo amiga del
matrimonio. Los del 203 no tenían suerte: a su derecha estaba el hombre
silencioso del Caravelle, ajeno a todo lo que ocurría en torno, y a su
izquierda tenían que aguantar la verbosa indignación del conductor de un
Floride, para quien el embotellamiento era una afrenta exclusivamente personal.
Cuando la niña volvió a quejarse de sed, al ingeniero se le ocurrió ir a hablar
con los campesinos del Ariane, seguro de que en ese auto había cantidad de
provisiones. Para su sorpresa los campesinos se mostraron muy amables;
comprendían que en una situación semejante era necesario ayudarse, y pensaban
que si alguien se encargaba de dirigir el grupo (la mujer hacía un gesto
circular con la mano, abarcando la docena de autos que los rodeaba) no se
pasarían apreturas hasta llegar a París. Al ingeniero lo molestaba la idea de
erigirse en organizador, y prefirió llamar a los hombres del Taunus para
conferenciar con ellos y con el matrimonio del Ariane. Un rato después
consultaron sucesivamente a todos los del grupo. El joven soldado del
Volkswagen estuvo inmediatamente de acuerdo, y el matrimonio del 203 ofreció
las pocas provisiones que les quedaban (la muchacha del Dauphine había
conseguido un vaso de granadina con agua para la niña, que reía y jugaba). Uno de
los hombres del Taunus, que había ido a consultar a los muchachos del Simca,
obtuvo un asentimiento burlón; el hombre pálido del Caravelle se encogió de
hombros y dijo que le daba lo mismo, que hicieran lo que les pareciese mejor.
Los ancianos del ID y la señora del Beaulieu se mostraron visiblemente
contentos, como si se sintieran más protegidos. Los pilotos del Floride y del
DKW no hicieron observaciones, y el americano del De Soto los miró asombrado y
dijo algo sobre la voluntad de Dios. Al ingeniero le resultó fácil proponer que
uno de los ocupantes del Taunus, en que tenía una confianza instintiva, se
encargará de coordinar las actividades. A nadie le faltaría de comer por el
momento, pero era necesario conseguir agua; el jefe, al que los muchachos del
Simca llamaban Taunus a secas para divertirse, pidió al ingeniero, al soldado y
a uno de los muchachos que exploraran la zona circundante de la autopista y
ofrecieran alimentos a cambio de bebidas. Taunus, que evidentemente sabía
mandar, había calculado que deberían cubrirse las necesidades de un día y medio
como máximo, poniéndose en la posición menos optimista. En el 2HP de las monjas
y en el Ariane de los campesinos había provisiones suficientes para ese tiempo,
y si los exploradores volvían con agua el problema quedaría resuelto. Pero
solamente el soldado regresó con una cantimplora llena, cuyo dueño exigía en
cambio comida para dos personas. El ingeniero no encontró a nadie que pudiera
ofrecer agua, pero el viaje le sirvió para advertir que más allá de su grupo se
estaban constituyendo otras células con problemas semejantes; en un momento
dado el ocupante de un Alfa Romeo se negó a hablar con él del asunto, y le dijo
que se dirigiera al representante de su grupo, cinco autos atrás en la misma
fila. Más tarde vieron volver al muchacho del Simca que no había podido
conseguir agua, pero Taunus calculó que ya tenían bastante para los dos niños,
la anciana del ID y el resto de las mujeres. El ingeniero le estaba contando a
la muchacha del Dauphine su circuito por la periferia (era la una de la tarde,
y el sol los acorralaba en los autos) cuando ella lo interrumpió con un gesto y
le señaló el Simca. En dos saltos el ingeniero llegó hasta el auto y sujetó por
el codo a uno de los muchachos, que se repantigaba en su asiento para beber a
grandes tragos de la cantimplora que había traído escondida en la chaqueta. A
su gesto iracundo, el ingeniero respondió aumentando la presión en el brazo; el
otro muchacho bajó del auto y se tiró sobre el ingeniero, que dio dos pasos
atrás y lo esperó casi con lástima. El soldado ya venía corriendo, y los gritos
de las monjas alertaron a Taunus y a su compañero; Taunus escuchó lo sucedido,
se acercó al muchacho de la botella y le dio un par de bofetadas. El muchacho
gritó y protestó, lloriqueando, mientras el otro rezongaba sin atreverse a
intervenir. El ingeniero le quitó la botella y se la alcanzó a Taunus.
Empezaban a sonar bocinas y cada cual regresó a su auto, por lo demás
inútilmente puesto que la columna avanzó apenas cinco metros.
A la hora de la siesta, bajo un sol
todavía más duro que la víspera, una de las monjas se quitó la toca y su
compañera le mojó las sienes con agua de colonia. Las mujeres improvisaban de a
poco sus actividades samaritanas, yendo de un auto a otro, ocupándose de los
niños para que los hombres estuvieran más libres; nadie se quejaba pero el buen
humor era forzado, se basaba siempre en los mismos juegos de palabras, en un
escepticismo de buen tono. Para el ingeniero y la muchacha del Dauphine,
sentirse sudorosos y sucios era la vejación más grande; los enternecía casi la
rotunda indiferencia del matrimonio de campesinos al olor que les brotaba de
las axilas cada vez que venían a charlar con ellos o a repetir alguna noticia
de último momento. Hacia el atardecer el ingeniero miró casualmente por el
retrovisor y encontró como siempre la cara pálida y de rasgos tensos del hombre
del Caravelle, que al igual que el gordo piloto del Floride se había mantenido
ajeno a todas las actividades. Le pareció que sus facciones se habían afilado
todavía más, y se preguntó si no estaría enfermo. Pero después, cuando al ir a
charlar con el soldado y su mujer tuvo ocasión de mirarlo desde más cerca, se
dijo que ese hombre no estaba enfermo; era otra cosa, una separación, por darle
algún nombre. El soldado del Volkswagen le contó más tarde que a su mujer le
daba miedo ese hombre silencioso que no se apartaba jamás del volante y que
parecía dormir despierto. Nacían hipótesis, se creaba un folklore para luchar
contra la inacción. Los niños del Taunus y el 203 se habían hecho amigos y se
habían peleado y luego se habían reconciliado; sus padres se visitaban, y la
muchacha del Dauphine iba cada tanto a ver cómo se sentían la anciana del ID y
la señora del Beaulieu. Cuando al atardecer soplaron bruscamente unas ráfagas
tormentosas y el sol se perdió entre las nubes que se alzaban al oeste, la
gente se alegró pensando que iba a refrescar. Cayeron algunas gotas,
coincidiendo con un avance extraordinario de casi cien metros; a lo lejos brilló
un relámpago y el calor subió todavía más. Había tanta electricidad en la
atmósfera que Taunus, con un instinto que el ingeniero admiró sin comentarios,
dejó al grupo en paz hasta la noche, como si temiera los efectos del cansancio
y el calor. A las ocho las mujeres se encargaron de distribuir las provisiones;
se había decidido que el Ariane de los campesinos sería el almacén general, y
que el 2HP de las monjas serviría de depósito suplementario. Taunus había ido
en persona a hablar con los jefes de los cuatro o cinco grupos vecinos;
después, con ayuda del soldado y el hombre del 203, llevó una cantidad de
alimentos a los grupos, regresando con más agua y un poco de vino. Se decidió
que los muchachos del Simca cederían sus colchones neumáticos a la anciana del
ID y la señora del Beaulieu; la muchacha del Dauphine les llevó dos mantas
escocesas y el ingeniero ofreció su coche, que llamaba burlonamente el
wagon-lit, a quienes lo necesitaran. Para su sorpresa, la muchacha del Dauphine
aceptó el ofrecimiento y esa noche compartió las cuchetas del 404 con una de
las monjas; la otra fue a dormir al 203 junto a la niña y su madre, mientras el
marido pasaba la noche sobre el macadam, envuelto en una frazada. El ingeniero
no tenía sueño y jugó a los dados con Taunus y su amigo; en algún momento se
les agregó el campesino del Ariane y hablaron de política bebiendo unos tragos
del aguardiente que el campesino había entregado a Taunus esa mañana. La noche
no fue mala; había refrescado y brillaban algunas estrellas entre las nubes.
Hacia el amanecer los ganó el sueño,
esa necesidad de estar a cubierto que nacía con la grisalla del alba. Mientras
Taunus dormía junto al niño en el asiento trasero, su amigo y el ingeniero
descansaron un rato en la delantera. Entre dos imágenes de sueño, el ingeniero
creyó oír gritos a la distancia y vio un resplandor indistinto; el jefe de otro
grupo vino a decirles que treinta autos más adelante había habido un principio
de incendio en un Estafette, provocado por alguien que había querido hervir
clandestinamente unas legumbres. Taunus bromeó sobre lo sucedido mientras iba
de auto en auto para ver cómo habían pasado todos la noche, pero a nadie se le
escapó lo que quería decir. Esa mañana la columna empezó a moverse muy temprano
y hubo que correr y agitarse para recuperar los colchones y las mantas, pero
como en todas partes debía estar sucediendo lo mismo nadie se impacientaba ni
hacía sonar las bocinas. A mediodía habían avanzado más de cincuenta metros, y
empezaba a divisarse la sombra de un bosque a la derecha de la ruta. Se
envidiaba la suerte de los que en ese momento podían ir hasta la banquina y
aprovechar la frescura de la sombra; quizá había un arroyo, o un grifo de agua
potable. La muchacha del Dauphine cerró los ojos y pensó en una ducha cayéndole
por el cuello y la espalda, corriéndole por las piernas; el ingeniero, que la
miraba de reojo, vio dos lágrimas que le resbalaban por las mejillas.
Taunus, que acababa de adelantarse
hasta el ID, vino a buscar a las mujeres más jóvenes para que atendieran a la
anciana que no se sentía bien. El jefe del tercer grupo a retaguardia contaba
con un médico entre sus hombres, y el soldado corrió a buscarlo. El ingeniero,
que había seguido con irónica benevolencia los esfuerzos de los muchachitos del
Simca para hacerse perdonar su travesura, entendió que era el momento de darles
su oportunidad. Con los elementos de una tienda de campaña los muchachos
cubrieron la ventanilla del 404, y el wagon-lit se transformó en ambulancia
para que la anciana descansara en una oscuridad relativa. Su marido se tendió a
su lado, teniéndole la mano, y los dejaron solos con el médico. Después las
monjas se ocuparon de la anciana, que se sentía mejor, y el ingeniero pasó la
tarde como pudo, visitando otros autos y descansando en el de Taunus cuando el
sol castigaba demasiado; sólo tres veces le tocó correr hasta su auto, donde
los viejitos parecían dormir, para hacerlo avanzar junto con la columna hasta
el alto siguiente. Los ganó la noche sin que hubiesen llegado a la altura del
bosque.
Hacia las dos de la madrugada bajó
la temperatura, y los que tenían mantas se alegraron de poder envolverse en
ellas. Como la columna no se movería hasta el alba (era algo que se sentía en
el aire, que venía desde el horizonte de autos inmóviles en la noche) el
ingeniero y Taunus se sentaron a fumar y a charlar con el campesino del Ariane
y el soldado. Los cálculos de Taunus no correspondían ya a la realidad, y lo
dijo francamente; por la mañana habría que hacer algo para conseguir más provisiones
y bebidas. El soldado fue a buscar a los jefes de los grupos vecinos, que
tampoco dormían, y se discutió el problema en voz baja para no despertar a las
mujeres. Los jefes habían hablado con los responsables de los grupos más
alejados, en un radio de ochenta o cien automóviles, y tenían la seguridad de
que la situación era análoga en todas partes. El campesino conocía bien la
región y propuso que dos o tres hombres de cada grupo salieran al alba para
comprar provisiones en las granjas cercanas, mientras Taunus se ocupaba de
designar pilotos para los autos que quedaran sin dueño durante la expedición.
La idea era buena y no resultó difícil reunir dinero entre los asistentes; se
decidió que el campesino, el soldado y el amigo de Taunus irían juntos y llevarían
todas las bolsas, redes y cantimploras disponibles. Los jefes de los otros
grupos volvieron a sus unidades para organizar expediciones similares, y al
amanecer se explicó la situación a las mujeres y se hizo lo necesario para que
la columna pudiera seguir avanzando. La muchacha del Dauphine le dijo al
ingeniero que la anciana ya estaba mejor y que insistía en volver a su ID; a
las ocho llegó el médico, que no vio inconvenientes en que el matrimonio
regresara a su auto. De todos modos, Taunus decidió que el 404 quedaría
habilitado permanentemente como ambulancia; los muchachos, para divertirse,
fabricaron un banderín con una cruz roja y lo fijaron en la antena del auto.
Hacía ya rato que la gente prefería salir lo menos posible de sus coches; la temperatura
seguía bajando y a mediodía empezaron los chaparrones y se vieron relámpagos a
la distancia. La mujer del campesino se apresuró a recoger agua con un embudo y
una jarra de plástico, para especial regocijo de los muchachos del Simca.
Mirando todo eso, inclinado sobre el volante donde había un libro abierto que
no le interesaba demasiado, el ingeniero se preguntó por qué los
expedicionarios tardaban tanto en regresar; más tarde Taunus lo llamó
discretamente a su auto y cuando estuvieron dentro le dijo que habían
fracasado. El amigo de Taunus dio detalles: las granjas estaban abandonadas o
la gente se negaba a venderles nada, aduciendo las reglamentaciones sobre
ventas a particulares y sospechando que podían ser inspectores que se valían de
las circunstancias para ponerlos a prueba. A pesar de todo habían podido traer
una pequeña cantidad de agua y algunas provisiones, quizá robadas por el
soldado que sonreía sin entrar en detalles. Desde luego ya no podía pasar mucho
tiempo sin que cesara el embotellamiento, pero los alimentos de que se disponía
no eran los más adecuados para los dos niños y la anciana. El médico, que vino
hacia las cuatro y media para ver a la enferma, hizo un gesto de exasperación y
cansancio y dijo a Taunus que en su grupo y en todos los grupos vecinos pasaba
lo mismo. Por la radio se había hablado de una operación de emergencia para
despejar la autopista, pero aparte de un helicóptero que apareció brevemente al
anochecer no se vieron otros aprestos. De todas maneras hacía cada vez menos
calor, y la gente parecía esperar la llegada de la noche para taparse con las
mantas y abolir en el sueño algunas horas más de espera. Desde su auto el
ingeniero escuchaba la charla de la muchacha del Dauphine con el viajante del
DKW, que le contaba cuentos y la hacía reír sin ganas. Los sorprendió ver a la
señora del Beaulieu que casi nunca abandonaba su auto, y bajó para saber si
necesitaba alguna cosa, pero la señora buscaba solamente las últimas noticias y
se puso a hablar con las monjas. Un hastío sin nombre pesaba sobre ellos al
anochecer; se esperaba más del sueño que de las noticias siempre
contradictorias o desmentidas. El amigo de Taunus llegó discretamente a buscar
al ingeniero, al soldado y al hombre del 203. Taunus les anunció que el tripulante
del Floride acababa de desertar; uno de los muchachos del Simca había visto el
coche vacío, y después de un rato se había puesto a buscar a su dueño para
matar el tedio. Nadie conocía mucho al hombre gordo del Floride, que tanto
había protestado el primer día aunque después acabara por quedarse tan callado
como el piloto del Caravelle. Cuando a las cinco de la mañana no quedó la menor
duda de que Floride, como se divertían en llamarlo los chicos del Simca, había
desertado llevándose una valija de mano y abandonando otra llena de camisas y
ropa interior, Taunus decidió que uno de los muchachos se haría cargo del auto
abandonado para no inmovilizar la columna. A todos los había fastidiado
vagamente esa deserción en la oscuridad, y se preguntaban hasta dónde habría
podido llegar Floride en su fuga a través de los campos. Por lo demás parecía
ser la noche de las grandes decisiones: tendido en su cucheta del 404, al
ingeniero le pareció oír un quejido, pero pensó que el soldado y su mujer
serían responsables de algo que, después de todo, resultaba comprensible en
plena noche y en esas circunstancias. Después lo pensó mejor y levantó la lona
que cubría la ventanilla trasera; a la luz de unas pocas estrellas vio a un
metro y medio el eterno parabrisas del Caravelle y detrás, como pegada al
vidrio y un poco ladeada, la cara convulsa del hombre. Sin hacer ruido salió
por el lado izquierdo para no despertar a las monjas, y se acercó al Caravelle.
Después buscó a Taunus, y el soldado corrió a prevenir al médico. Desde luego
el hombre se había suicidado tomando algún veneno; las líneas a lápiz en la
agenda bastaban, y la carta dirigida a una tal Ivette, alguien que lo había
abandonado en Vierzon. Por suerte la costumbre de dormir en los autos estaba
bien establecida (las noches eran ya tan frías que a nadie se le hubiera
ocurrido quedarse fuera) y a pocos les preocupaba que otros anduvieran entre
los coches y se deslizaran hacia los bordes de la autopista para aliviarse.
Taunus llamó a un consejo de guerra, y el médico estuvo de acuerdo con su
propuesta. Dejar el cadáver al borde de la autopista significaba someter a los
que venían más atrás a una sorpresa por lo menos penosa; llevarlo más lejos, en
pleno campo, podía provocar la violenta repulsa de los lugareños, que la noche
anterior habían amenazado y golpeado a un muchacho de otro grupo que buscaba de
comer. El campesino del Ariane y el viajante del DKW tenían lo necesario para
cerrar herméticamente el portaequipaje del Caravelle. Cuando empezaban su
trabajo se les agregó la muchacha del Dauphine, que se colgó temblando del
brazo del ingeniero. Él le explicó en voz baja lo que acababa de ocurrir y la
devolvió a su auto, ya más tranquila. Taunus y sus hombres habían metido el
cuerpo en el portaequipajes, y el viajante trabajó con scotch tape y tubos de
cola líquida a la luz de la linterna del soldado. Como la mujer del 203 sabía
conducir, Taunus resolvió que su marido se haría cargo del Caravelle que
quedaba a la derecha del 203; así, por la mañana, la niña del 203 descubrió que
su papá tenía otro auto, y jugó horas y horas a pasar de uno a otro y a
instalar parte de sus juguetes en el Caravelle.
Por primera vez el frío se hacía
sentir en pleno día, y nadie pensaba en quitarse las chaquetas. La muchacha del
Dauphine y las monjas hicieron el inventario de los abrigos disponibles en el
grupo. Había unos pocos pulóveres que aparecían por casualidad en los autos o
en alguna valija, mantas, alguna gabardina o abrigo ligero. Se estableció una lista
de prioridades, se distribuyeron los abrigos. Otra vez volvía a faltar el agua,
y Taunus envió a tres de sus hombres, entre ellos el ingeniero, para que
trataran de establecer contacto con los lugareños. Sin que pudiera saberse por
qué, la resistencia exterior era total; bastaba salir del límite de la
autopista para que desde cualquier sitio llovieran piedras. En plena noche
alguien tiró una guadaña que golpeó sobre el techo del DKW y cayó al lado del
Dauphine. El viajante se puso muy pálido y no se movió de su auto, pero el
americano del De Soto (que no formaba parte del grupo de Taunus pero que todos
apreciaban por su buen humor y sus risotadas) vino a la carrera y después de
revolear la guadaña la devolvió campo afuera con todas sus fuerzas, maldiciendo
a gritos. Sin embargo, Taunus no creía que conviniera ahondar la hostilidad;
quizás fuese todavía posible hacer una salida en busca de agua.
Ya nadie llevaba la cuenta de lo que
se había avanzado ese día o esos días; la muchacha del Dauphine creía que entre
ochenta y doscientos metros; el ingeniero era menos optimista pero se divertía
en prolongar y complicar los cálculos con su vecina, interesado de a ratos en
quitarle la compañía del viajante del DKW que le hacía la corte a su manera
profesional. Esa misma tarde el muchacho encargado del Floride corrió a avisar
a Taunus que un Ford Mercury ofrecía agua a buen precio. Taunus se negó, pero
al anochecer una de las monjas le pidió al ingeniero un sorbo de agua para la
anciana del ID que sufría sin quejarse, siempre tomada de la mano de su marido
y atendida alternativamente por las monjas y la muchacha del Dauphine. Quedaba
medio litro de agua, y las mujeres lo destinaron a la anciana y a la señora del
Beaulieu. Esa misma noche Taunus pagó de su bolsillo dos litros de agua; el
Ford Mercury prometió conseguir más para el día siguiente, al doble del precio.
Era difícil reunirse para discutir,
porque hacía tanto frío que nadie abandonaba los autos como no fuera por un
motivo imperioso. Las baterías empezaban a descargarse y no se podía hacer funcionar
todo el tiempo la calefacción; Taunus decidió que los dos coches mejor
equipados se reservarían llegado el caso para los enfermos. Envueltos en mantas
(los muchachos del Simca habían arrancado el tapizado de su auto para
fabricarse chalecos y gorros, y otros empezaron a imitarlos), cada uno trataba
de abrir lo menos posible las portezuelas para conservar el calor. En alguna de
esas noches heladas el ingeniero oyó llorar ahogadamente a la muchacha del
Dauphine. Sin hacer ruido, abrió poco a poco la portezuela y tanteó en la
sombra hasta rozar una mejilla mojada. Casi sin resonancia la chica se dejó
atraer al 404; el ingeniero la ayudó a tenderse en la cucheta, la abrigó con la
única manta y le echó encima su gabardina. La oscuridad era más densa en el coche
ambulancia, con sus ventanillas tapadas por las lomas de la tienda. En algún
momento el ingeniero bajó los dos parasoles y colgó de ellos su camisa y un
pulóver para aislar completamente el auto. Hacia el amanecer ella le dijo al
oído que antes de empezar a llorar había creído ver a lo lejos, sobre la
derecha, las luces de una ciudad.
Quizá fuera una ciudad pero las
nieblas de la mañana no dejaban ver ni a veinte metros. Curiosamente ese día la
columna avanzó bastante más, quizá doscientos o trescientos metros. Coincidió
con nuevos anuncios de la radio (que casi nadie escuchaba, salvo Taunus que se
sentía obligado a mantenerse al corriente); los locutores hablaban
enfáticamente de medidas de excepción que liberarían la autopista, y se hacían
referencias al agotador trabajo de las cuadrillas camineras y de las fuerzas
policiales. Bruscamente, una de las monjas deliró. Mientras su compañera la
contemplaba aterrada y la muchacha del Dauphine le humedecía las sienes con un
resto de perfume, la monja hablo de Armagedón, del noveno día, de la cadena de
cinabrio. El médico vino mucho después, abriéndose paso entre la nieve que caía
desde el mediodía y amurallaba poco a poco los autos. Deploró la carencia de
una inyección calmante y aconsejó que llevaran a la monja a un auto con buena
calefacción. Taunus la instaló en su coche, y el niño pasó al Caravelle donde
también estaba su amiguita del 203; jugaban con sus autos y se divertían mucho
porque eran los únicos que no pasaban hambre. Todo ese día y los siguientes nevó
casi de continuo, y cuando la columna avanzaba unos metros había que despejar
con medios improvisados las masas de nieve amontonadas entre los autos.
A nadie se le hubiera ocurrido
asombrarse por la forma en que se obtenían las provisiones y el agua. Lo único
que podía hacer Taunus era administrar los fondos comunes y tratar de sacar el
mejor partido posible de algunos trueques. El Ford Mercury y un Porsche venían
cada noche a traficar con las vituallas; Taunus y el ingeniero se encargaban de
distribuirlas de acuerdo con el estado físico de cada uno. Increíblemente la
anciana del ID sobrevivía, perdida en un sopor que las mujeres se cuidaban de
disipar. La señora del Beaulieu que unos días antes había sufrido de náuseas y
vahídos, se había repuesto con el frío y era de las que más ayudaba a la monja
a cuidar a su compañera, siempre débil y un poco extraviada. La mujer del
soldado y la del 203 se encargaban de los dos niños; el viajante del DKW, quizá
para consolarse de que la ocupante del Dauphine hubiera preferido al ingeniero,
pasaba horas contándoles cuentos a los niños. En la noche los grupos ingresaban
en otra vida sigilosa y privada; las portezuelas se abrían silenciosamente para
dejar entrar o salir alguna silueta aterida; nadie miraba a los demás, los ojos
estaban tan ciegos como la sombra misma. Bajo mantas sucias, con manos de uñas
crecidas, oliendo a encierro y a ropa sin cambiar, algo de felicidad duraba
aquí y allá. La muchacha del Dauphine no se había equivocado: a lo lejos
brillaba una ciudad, y poco y a poco se irían acercando. Por las tardes el
chico del Simca se trepaba al techo de su coche, vigía incorregible envuelto en
pedazos de tapizado y estopa verde. Cansado de explorar el horizonte inútil,
miraba por milésima vez los autos que lo rodeaban; con alguna envidia descubría
a Dauphine en el auto del 404, una mano acariciando un cuello, el final de un
beso. Por pura broma, ahora que había reconquistado la amistad del 404, les
gritaba que la columna iba a moverse; entonces Dauphine tenía que abandonar al
404 y entrar en su auto, pero al rato volvía a pasarse en busca de calor, y al
muchacho del Simca le hubiera gustado tanto poder traer a su coche a alguna
chica de otro grupo, pero no era ni para pensarlo con ese frío y esa hambre,
sin contar que el grupo de más adelante estaba en franco tren de hostilidad con
el de Taunus por una historia de un tubo de leche condensada, y salvo las
transacciones oficiales con Ford Mercury y con Porsche no había relación
posible con los otros grupos. Entonces el muchacho del Simca suspiraba
descontento y volvía a hacer de vigía hasta que la nieve y el frío lo obligaban
a meterse tiritando en su auto.
Pero el frío empezó a ceder, y
después de un período de lluvias y vientos que enervaron los ánimos y
aumentaron las dificultades de aprovisionamiento, siguieron días frescos y
soleados en que ya era posible salir de los autos, visitarse, reanudar
relaciones con los grupos de vecinos. Los jefes habían discutido la situación,
y finalmente se logró hacer la paz con el grupo de más adelante. De la brusca
desaparición del Ford Mercury se habló mucho tiempo sin que nadie supiera lo
que había podido ocurrirle, pero Porsche siguió viniendo y controlando el
mercado negro. Nunca faltaban del todo el agua o las conservas, aunque los
fondos del grupo disminuían y Taunus y el ingeniero se preguntaban qué
ocurriría el día en que no hubiera más dinero para Porsche. Se habló de un
golpe de mano, de hacerlo prisionero y exigirle que revelara la fuente de los
suministros, pero en esos días la columna había avanzado un buen trecho y los
jefes prefirieron seguir esperando y evitar el riesgo de echarlo todo a perder
por una decisión violenta. Al ingeniero, que había acabado por ceder a una
indiferencia casi agradable, lo sobresaltó por un momento el tímido anuncio de
la muchacha del Dauphine, pero después comprendió que no se podía hacer nada
para evitarlo y la idea de tener un hijo de ella acabó por parecerle tan
natural como el reparto nocturno de las provisiones o los viajes furtivos hasta
el borde de la autopista. Tampoco la muerte de la anciana del ID podía
sorprender a nadie. Hubo que trabajar otra vez en plena noche, acompañar y
consolar al marido que no se resignaba a entender. Entre dos de los grupos de
vanguardia estalló una pelea y Taunus tuvo que oficiar de árbitro y resolver
precariamente la diferencia. Todo sucedía en cualquier momento, sin horarios
previsibles; lo más importante empezó cuando ya nadie lo esperaba, y al menos
responsable le tocó darse cuenta el primero. Trepado en el techo del Simca, el
alegre vigía tuvo la impresión de que el horizonte había cambiado (era el
atardecer, un sol amarillento deslizaba su luz rasante y mezquina) y que algo
inconcebible estaba ocurriendo a quinientos metros, a trescientos, a doscientos
cincuenta. Se lo gritó al 404 y el 404 le dijo algo Dauphine que se pasó
rápidamente a su auto cuando ya Taunus, el soldado y el campesino venían
corriendo y desde el techo del Simca el muchacho señalaba hacia adelante y
repetía interminablemente el anuncio como si quisiera convencerse de que lo que
estaba viendo era verdad; entonces oyeron la conmoción, algo como un pesado
pero incontenible movimiento migratorio que despertaba de un interminable sopor
y ensayaba sus fuerzas. Taunus les ordenó a gritos que volvieran a sus coches;
el Beaulieu, el ID, el Fiat 600 y el De Soto arrancaron con un mismo impulso.
Ahora el 2HP, el Taunus, el Simca y el Ariane empezaban a moverse, y el
muchacho del Simca, orgulloso de algo que era como su triunfo, se volvía hacia el
404 y agitaba el brazo mientras el 404, el Dauphine, el 2HP de las monjas y el
DKW se ponían a su vez en marcha. Pero todo estaba en saber cuánto iba a durar
eso; el 404 se lo preguntó casi por rutina mientras se mantenía a la par de
Dauphine y le sonreía para darle ánimo. Detrás, el Volkswagen, el Caravelle, el
203 y el Floride arrancaban, a su vez lentamente, un trecho en primera
velocidad, después la segunda, interminablemente la segunda pero ya sin
desembragar como tantas veces, con el pie firme en el acelerador, esperando
poder pasar a tercera. Estirando el brazo izquierdo el 404 buscó la mano de
Dauphine, rozó apenas la punta de sus dedos, vio en su cara una sonrisa de
incrédula esperanza y pensó que iban a llegar a París y que se bañarían, que irían
juntos a cualquier lado, a su casa o a la de ella a bañarse, a comer, a bañarse
interminablemente y a comer y beber, y que después habría muebles, habría un
dormitorio con muebles y un cuarto de baño con espuma de jabón para afeitarse
de verdad, y retretes, comida y retretes y sábanas, París era un retrete y dos
sábanas y el agua caliente por el pecho y las piernas, y una tijera de uñas, y
vino blanco, beberían vino blanco antes de besarse y sentirse oler a lavanda y
a colonia, antes de conocerse de verdad a plena luz, entre sábanas limpias, y
volver a bañarse por juego, amarse y bañarse y beber y entrar en la peluquería,
entrar en el baño, acariciar las sábanas y acariciarse entre las sábanas y
amarse entre la espuma y la lavanda y los cepillos antes de empezar a pensar en
lo que iban a hacer, en el hijo y los problemas y el futuro, y todo eso siempre
que no se detuvieran, que la columna continuara aunque todavía no se pudiese
subir a la tercera velocidad, seguir así en segunda, pero seguir. Con los paragolpes
rozando el Simca, el 404 se echó atrás en el asiento, sintió aumentar la
velocidad, sintió que podía acelerar sin peligro de irse contra el Simca, y que
el Simca aceleraba sin peligro de chocar contra el Beaulieu, y que detrás venía
el Caravelle y que todos aceleraban más y más, y que ya se podía pasar a
tercera sin que el motor penara, y la palanca calzó increíblemente en la
tercera y la marcha se hizo suave y se aceleró todavía más, y el 404 miró
enternecido y deslumbrado a su izquierda buscando los ojos de Dauphine. Era
natural que con tanta aceleración las filas ya no se mantuvieran paralelas.
Dauphine se había adelantado casi un metro y el 404 le veía la nuca y apenas el
perfil, justamente cuando ella se volvía para mirarlo y hacía un gesto de sorpresa
al ver que el 404 se retrasaba todavía más. Tranquilizándola con una sonrisa el
404 aceleró bruscamente, pero casi en seguida tuvo que frenar porque estaba a
punto de rozar el Simca; le tocó secamente la bocina y el muchacho del Simca lo
miró por el retrovisor y le hizo un gesto de impotencia, mostrándole con la
mano izquierda el Beaulieu pegado a su auto. El Dauphine iba tres metros más
adelante, a la altura del Simca, y la niña del 203, al nivel del 404, agitaba
los brazos y le mostraba su muñeca. Una mancha roja a la derecha desconcertó al
404; en vez del 2HP de las monjas o del Volkswagen del soldado vio un Chevrolet
desconocido, y casi en seguida el Chevrolet se adelantó seguido por un Lancia y
por un Renault 8. A
su izquierda se le apareaba un ID que empezaba a sacarle ventaja metro a metro,
pero antes de que fuera sustituido por un 403, el 404 alcanzó a distinguir
todavía en la delantera el 203 que ocultaba ya a Dauphine. El grupo se
dislocaba, ya no existía. Taunus debía de estar a más de veinte metros
adelante, seguido de Dauphine; al mismo tiempo la tercera fila de la izquierda
se atrasaba porque en vez del DKW del viajante, el 404 alcanzaba a ver la parte
trasera de un viejo furgón negro, quizá un Citroën o un Peugeot. Los autos
corrían en tercera, adelantándose o perdiendo terreno según el ritmo de su
fila, y a los lados de la autopista se veían huir los árboles, algunas casas
entre las masas de niebla y el anochecer. Después fueron las luces rojas que
todos encendían siguiendo el ejemplo de los que iban adelante, la noche que se
cerraba bruscamente. De cuando en cuando sonaban bocinas, las agujas de los
velocímetros subían cada vez más, algunas filas corrían a setenta kilómetros,
otras a sesenta y cinco, algunas a sesenta. El 404 había esperado todavía que
el avance y el retroceso de las filas le permitiera alcanzar otra vez a
Dauphine, pero cada minuto lo iba convenciendo de que era inútil, que el grupo
se había disuelto irrevocablemente, que ya no volverían a repetirse los
encuentros rutinarios, los mínimos rituales, los consejos de guerra en el auto
de Taunus, las caricias de Dauphine en la paz de la madrugada, las risas de los
niños jugando con sus autos, la imagen de la monja pasando las cuentas del
rosario. Cuando se encendieron las luces de los frenos del Simca, el 404 redujo
la marcha con un absurdo sentimiento de esperanza, y apenas puesto el freno de
mano saltó del auto y corrió hacia adelante. Fuera del Simca y el Beaulieu (más
atrás estaría el Caravelle, pero poco le importaba) no reconoció ningún auto; a
través de cristales diferentes lo miraban con sorpresa y quizás escándalo otros
rostros que no había visto nunca. Sonaban las bocinas, y el 404 tuvo que volver
a su auto; el chico del Simca le hizo un gesto amistoso, como si comprendiera,
y señaló alentadoramente en dirección de París. La columna volvía a ponerse en
marcha, lentamente durante unos minutos y luego como si la autopista estuviera
definitivamente libre. A la izquierda del 404 corría un Taunus, y por un
segundo al 404 le pareció que el grupo se recomponía, que todo entraba en el
orden, que se podría seguir adelante sin destruir nada. Pero era un Taunus
verde, y en el volante había una mujer con anteojos ahumados que miraba
fijamente hacia adelante. No se podía hacer otra cosa que abandonarse a la
marcha, adaptarse mecánicamente a la velocidad de los autos que lo rodeaban, no
pensar. En el Volkswagen del soldado debía de estar su chaqueta de cuero.
Taunus tenía la novela que él había leído en los primeros días. Un frasco de lavanda
casi vacío en el 2HP de las monjas. Y él tenía ahí, tocándolo a veces con la
mano derecha, el osito de felpa que Dauphine le había regalado como mascota.
Absurdamente se aferró a la idea de que a las nueve y media se distribuirían
los alimentos, habría que visitar a los enfermos, examinar la situación con
Taunus y el campesino del Ariane; después sería la noche, sería Dauphine
subiendo sigilosamente a su auto, las estrellas o las nubes, la vida. Sí, tenía
que ser así, no era posible que eso hubiera terminado para siempre. Tal vez el
soldado consiguiera una ración de agua, que había escaseado en las últimas
horas; de todos modos se podía contar con Porsche, siempre que se le pagara el
precio que pedía. Y en la antena de la radio flotaba locamente la bandera con
la cruz roja, y se corría a ochenta kilómetros por hora hacia las luces que
crecían poco a poco, sin que ya se supiera bien por qué tanto apuro, por qué
esa carrera en la noche entre autos desconocidos donde nadie sabía nada de los
otros, donde todo el mundo miraba fijamente hacia adelante, exclusivamente
hacia adelante.
ANÁLISIS DEL CUENTO “LA AUTOPISTA DEL SUR” DE CORTÁZAR
Héctor Zabala ©
Este cuento, que inicia el libro Todos los fuegos el fuego, publicado en
1966, es una metáfora dirigida fundamentalmente a la clase media, mayoritaria
en las modernas sociedades industriales, respecto del esfuerzo y sinsabores que
conlleva su progreso hacia el anhelado bienestar individual y común. Bienestar
bien representado por la ciudad de París, imagen ideal de lo próspero y
agradable, meta de todo humano que lucha por superarse. La autopista representa
el camino o actividades hacia ese fin, camino que cuando se empieza a transitar
ya no permite desviarse demasiado a derecha o a izquierda ni tampoco admite retrocesos.
Cada automóvil simboliza la función de cada uno en esta moderna sociedad,
sociedad en que el individuo se encuentra limitado por los otros compañeros de
marcha, que en conjunto impiden también cierta visión de largo alcance para
cada individuo en particular.
En la marcha están representados los
distintos subgrupos sociales: empresarios, familias tipo, campesinos con
destino urbano, monjas, soldados, jovencitos revoltosos, ancianos, niños
abstraídos en su mundo y hasta extranjeros.
Los contactos de todos estos
individuos sólo pueden hacerse dentro de un círculo muy reducido de
conocidos-desconocidos, vecinos. Pero cada individuo, a pesar de estar rodeado
de muchos, en realidad está solo y abandonado de hecho a sus propias fuerzas.
Lo patético del asunto es que cada individuo no posee amigos entrañables sino
apenas amistades circunstanciales que pueden desaparecer en cualquier momento,
según cómo se desarrolle la marcha general, si lenta o rápida, al punto que
quien tienen ahora al lado puede en poco tiempo perderse de vista, sea por
adelantarse, sea por retrasarse o detenerse. Esta imagen es muy característica
de las modernas clases medias, cuyos cambios de empleos y mudanzas frecuentes entorpecen
la posibilidad de mantener amistades de muy largo plazo.
Es muy significativo que en todo el
cuento no se mencione ningún nombre de persona, como haciendo hincapié de que
no hay lazos de verdadero interés hacia el otro, aun en los momentos más
críticos. Las identidades se reducen a
la función que cada cual cumple en ese camino representado por la autopista: el
ingeniero del Peugeot, la muchacha del Dauphine, los muchachos del Simca, el
viajante del DKW, etc. Es decir, como si se tratara de personas anónimas que no
merecen demasiada atención de parte del compañero de ruta y ninguno de parte del
Estado o de la sociedad en general.
La marcha de pronto se detiene, un
imprevisto que nadie entiende provoca un embotellamiento, una patética y
persistente demora, lo que da pie para pensar que nada autoriza en esta clase
de sociedades modernas a prever un tiempo determinado para alcanzar la meta
anhelada, lo que tampoco permite trazar planes demasiado certeros, salvo el de
mantener una mera vista hacia el norte, hacia el objetivo lejano, pero sin
mayores garantías.
La indiferencia del Estado moderno
también es típica y bien representada. Porque tal como el protagonista de El Proceso de Kafka, que intenta conocer
el porqué del juicio en su contra y es condenado sin saber el delito del que se
le acusa, los personajes de esta Autopista
del Sur tampoco conocen, ni conocerán, la razón real de su condena a
permanecer detenidos o a moverse espasmódicamente por cortos trechos durante
días y días. Y al igual que aquel personaje kafkiano, todos los de esta obra de
Cortázar suponen que, ante tan manifiesta dificultad, la autoridad de
aplicación informará la causa alguna vez e intervendrá luego con celeridad para
desatar el nudo, pero no, no hay representantes de ninguna autoridad a la vista
ni la habrá nunca. Un helicóptero es enviado en algún momento a sobrevolar la
autopista y a eso se reduce todo, quizá con la idea de cerciorarse de que no
hay disturbios que impliquen delitos. Se supone que allá adelante, en algún
punto cercano al bienestar (París) las autoridades velan para que la marcha de
todos retome su ritmo normal pero son sólo conjeturas de las víctimas de la
detención, sin certeza de que tal cosa sea real. Mientras tanto todos los
individuos involucrados están expuestos al hambre, a la sed, al calor, al frío,
a la lluvia, a la nieve y a múltiples dificultades y necesidades más. El Estado
parece decir de manera tácita que cada cual se arregle como pueda. La propia
gente, ante la falta de una autoridad que coordine, se organiza en pequeños
grupos para atender a las necesidades más urgentes a fin de proteger a los más
débiles y así aparecen líderes naturales. En esto obtienen cierto éxito pero
también rotundos fracasos.
La falta de información oficial da
lugar a rumores, que individuos cultos, como el ingeniero, no creen en absoluto
o escuchan con cierto escepticismo, rumores que sólo sirven para confundir o
para abrigar falsas esperanzas. Se trata más bien de maderos al que la gente
busca asirse en un intento desesperado por salvarse de un seguro naufragio
psicológico.
Durante la detención pasan cosas.
Desde un enamoramiento con embarazo incluido, hasta suicidios o muertes por
probable estrés o deshidratación, sin faltar deserciones silenciosas y peleas internas
del grupo. Pese a la solidaridad que se demuestra en plena crisis, hay por
momentos decaimiento y, en otros, entusiasmo para salir del aprieto. Hay
también una especie de locura contenida y hasta personas que se suponen dueñas
de una espiritualidad firme, como una de las monjas, caen en una suerte de
psicosis o neurosis grave.
También hay sórdidas luchas
sociales. La gente vecina a la autopista es tan indiferente como el Estado y en
algunos casos hasta hostil. No intentan ayudarlos, hacen el vacío o abusan de
pretextos legales para negarles toda solidaridad. Parece haber un transfondo de
envidia o de rencor hacia esos advenedizos que se dirigen hacia un destino que
se supone superior, envidia y rencor que se materializa en agresiones
esporádicas. Esto da pie a la aparición de los aprovechadores, de los que
lucran ilegalmente con la necesidad de resistir, y que trafican a precio de oro
las cosas más indispensables porque se saben diestros para imponer sus
condiciones leoninas.
Finalmente, sin que nadie sepa el
porqué, la marcha se reanuda, lo que exige que cada cual retome el manejo de su
propia vida, de sus propias obligaciones (bien representadas por la conducción
de su propio automóvil) con ciertas libertades y limitaciones según se mueve la
columna que cada cual tiene por delante. Esto hace que viejos compañeros de
infortunio deban separarse irremisiblemente. El ingeniero, por ejemplo, y su
enamorada del Dauphine, que ya pensaban en una hermosa vida en común, se
pierden de vista por la vorágine y desesperación que envuelve a todos. Él sigue
su marcha tratando de alcanzarla hasta que comprende que nunca la encontrará de
nuevo. Hay por lo tanto en esta marcha que se supone progresista hacia el ideal
individual y colectivo un elemento de frustración evidente: la realización
personal conlleva sin lugar a dudas el sacrificio de afectos profundos que deben
quedar necesariamente en el camino por superarse.
En síntesis, el autor parece
señalarnos que en las situaciones críticas de las modernas sociedades la pobre
gente depende sólo de sí misma, reafirmando el conocido dicho “sólo los pobres
ayudan a los pobres” y que en esa marcha hacia esa meta incierta de bienestar
son muchas, demasiadas, las cosas que se pierden.
Alguien podrá alegar que el cuento
no intenta una metáfora porque las situaciones vividas no son sobrenaturales ni
demasiado fantasiosas, pero hay un detalle que, por lo exagerado, comporta una
alegoría evidente como única solución posible y es la cantidad de tiempo que
supone el atasco de la autopista. En efecto, además de los seis días y seis
noches que pueden contabilizarse con claridad hasta el párrafo que abre con “Quizá
fuera una ciudad pero las nieblas de la mañana no dejaban ver ni a veinte
metros”, se dice enseguida que “Todo ese día y los siguientes nevó casi
de continuo” y algo más adelante que “…el frío empezó a ceder, y después
de un período de lluvias y vientos que enervaron los ánimos y aumentaron las
dificultades de aprovisionamiento, siguieron días frescos y soleados”, dando
la impresión de que pasaron semanas o quizá un par de meses en pleno
embotellamiento, lo cual no lo hace razonable para ser realidad.
Julio Cortázar (escritor argentino, Bruselas, Bélgica, 26/8/1914 –
París, Francia, 12/2/1984). Más información en REALIDADES Y FICCIONES Nº 3,
noviembre de 2010: http://revista-realidades-y-ficciones.blogspot.com.ar/2010/11/realidades-y-ficciones-n-3-literatura-y.html
Bernhard Schlink, Mentiras de verano
Trad.
Txaro Santoro
Anagrama,
Barcelona, 2012, 258 págs.
Después de la famosísima novela El lector,
que catapultó a Bernhard Schlink a la fama –traducida a 39 lenguas, fue el
primer libro alemán que encabezó los más vendidos en la lista del New York
Times–, cualquier nueva publicación del autor es esperada con impaciencia y
hasta acogida con exagerada generosidad. Es difícil superar o incluso igualar
el logradísimo equilibrio entre la acertada selección de ingredientes que
reunía El
lector: polémico por excelencia, sobre todo en su país, por poner
el tema del nacionalsocialismo una vez más en la palestra bajo una óptica osada
y renovada, el arte de saberlo prolongar planteándolo en su vertiente
filosófica universal, una buena dosis de suspense en el desarrollo y la
habilidad para suscitar una porción de mórbido interés a través de la relación
sentimental entre sus protagonistas, un joven alumno de instituto y una mujer
madura. Mentiras
de verano, publicado en Alemania en 2010, que desde abril de 2012 cuenta
ya con la segunda edición en España, no ha sido concebido con la ambición de la
novela, ni tan siquiera con la algo más modesta de la serie del inspector Selb
del mismo autor, de la que el lector hispanohablante puede gozar también en
lengua española. El acertado título parece querer no llevar a nadie a engaño,
anuncia la intención de una serie de textos sin desmesuradas pretensiones, de
fácil lectura y temática desenfadada, ideal como entretenimiento de verano. Y cumple
con este objetivo esta colección de siete cuentos, que, con todo, sigue
teniendo el sello filosófico que caracteriza todos los escritos de su autor,
que tampoco ahora renuncia a plantearse preguntas y a confrontar a sus lectores
con la complejidad del comportamiento humano.
Bernhard Schlink |
Bernhard Schlink (1944, Goßdornberg, Alemania), parece
querer compensar en la ficción literaria el espinoso realismo de la práctica de
su profesión de juez, pues todas sus obras giran en torno a la dicotomía ley
versus justicia como dos planos diferentes condenados a no coincidir. Y si bien
el autor pretende plantear el tema de modo imparcial y lanzar al aire la
pregunta sin arriesgar una respuesta, se insinúa claramente la tesis de que la
injusticia es inherente a cualquier sentencia. Así tanto en la serie policíaca
de Selb como en El lector, la ley se nos
presenta como un instrumento inapropiado para administrar justicia y en este
último se hace evidente que la moralidad y la legalidad siguen caminos propios
y trabajan con materiales distintos. A Schlink le interesa estudiar esta
temática, que a menudo le hace plantearse la moralidad de la verdad y la
mentira. Ya El
lector partía de una mentira en el desarrollo de la trama. En Mentiras de
verano, Schlink explora las consecuencias de la mentira (o de
silenciar la verdad) en la vida de los protagonistas de sus siete historias
–algunas algo forzadas– y en sus relaciones. En este caso el autor alemán sale
airoso en su intención de no juzgar a sus personajes, la voz narradora se
abstiene de cualquier opinión, ni siquiera insinuada, y se limita a su papel de
observador imparcial que transmite los hechos tal y como supuestamente
sucedieron. Tampoco existe en lo narrado un intento de introspección
sicológica, si hay que arriesgar alguna tesis, quizá entonces la de que todos
los seres humanos nos servimos en la vida de la mentira, más o menos consciente
–también del autoengaño–, para compensar nuestra debilidad y encontrar el
propio equilibrio en situaciones de otro modo insuperables o superables sólo
con dolor y dificultad. Ante la imparcialidad del narrador cada historia –una
breve incursión en la vida cotidiana de individuos corrientes– lleva al lector
a plantearse por sí mismo el porqué de la mentira, incluida la propia; a cada
lector le corresponderá en cada caso la respuesta. Vistas las Mentiras de
verano como una parte del conjunto de su obra, diríase que el
autor subraya la motivación personal como único y auténtico referente moral.
EL PRIMER BEST SELLER
María Amelia Díaz ©
1905. Sobre el empedrado de la ciudad de los Buenos Aires
pasan los landó llevando damas y caballeros elegantes, los vendedores
ambulantes gritan y la policía montada hace su ronda. A la hora del paseo por
los bosques de Palermo “las más bellísimas niñas y señoras porteñas” suben a
sus carruajes. Los caballeros hablan de democracia y discuten de política
aunque los comisarios y jueces de paz manipulen el voto. Dos de cada tres
habitantes de la ciudad son inmigrantes despreciados por los criollos. Manuel
Quintana es presidente.
Es entonces cuando aparece “Stella”,
una novela de tono rosa y contenidos románticos que se convirtió rápidamente en
un éxito. La primera edición se agotó en tres días y se hicieron nueve ediciones, fue tal el éxito
que un librero de la calle Florida debió emplear una persona para que se
dedique con exclusividad a la venta del libro. El doctor y escritor Bartolomé
Mitre adquirió diez ejemplares.
Hoy todos sabemos qué es un best-seller, pero ¿lo sabían
entonces esos habitantes citadinos?
La obra, aparecida
misteriosamente a la venta sin mención de autor, tuvo una segunda edición
impresa bajo el seudónimo de César Duayen. Y luego fue traducida a varios
idiomas y prologada por Edmundo de Amicis, hasta 1932 Stella vende en el país y
en el exterior 300.000 ejemplares, a los que habría que sumar los posteriores,
ya que hasta la década del 40 sigue editándose con regularidad, sin olvidar que
en la actualidad hubo una nueva reedición hecha por la editorial Buena Vista en
2011.
¿Quién era este desconocido autor? ¿Quién es, se preguntaron
críticos y lectores asiduos? Un periodista de El Diario,
Manuel Lainez, develará el misterio del seudónimo César Duayen: “Corresponde a
una bellísima dama, la señora Emma de la Barra.”
Narradora, traductora, colaboradora en revistas de su época,
nacida en Rosario en 1861 en la época de Nicolás Avellaneda y fallecida en Buenos
Aires el 5 de abril de 1947, Emma de la Barra vino al mundo en el seno del matrimonio
formado por Federico de la Barra
–un reputado político y periodista, miembro del Congreso de la Confederación Argentina –
y Emilia González Funes –una mujer culta y elegante, procedente de la alta
sociedad cordobesa–. El padre solía organizar, en su propia residencia de
Rosario, animadas tertulias en las que participaban los personajes eminentes de
una ciudad que estaba en pleno auge demográfico y económico
Influida por el ejemplo, la pequeña Emma se interesó por el
Arte y comenzó a estudiar música y pintura, actividades en las que continuó
demostrando su talento cuando, aún en plena infancia, se trasladó con toda su
familia a Buenos Aires. En la gran capital tuvo ocasión de ampliar sus
conocimientos en otras materias, aunque siempre de un modo autodidáctico o por
medio de preceptores particulares. Siendo adolescente, comienza a asistir a
reuniones literarias y a mitines obreros. Igual, como a todas las de su clase,
ni bien excede su edad, la casan con su tío Juan de la Barra (hermano de su padre).
Es un matrimonio por conveniencias. El ahora tío-marido de Emma la dobla en
edad y la redobla en fortuna pero la consiente en cualquiera de sus
actividades. Emma prosigue con sus actividades socio-culturales y ofrece
conciertos de piano y canto. Durante esos días, ella descubre su vocación de
escritora.
Fundadora y presidenta de la Sociedad Musical
Santa Cecilia, de la primera Escuela Profesional de Mujeres, cofundadora junto
a Elisa Funes de Juárez Celman de la Cruz Roja Argentina, además de escritora, Emma,
es mujer de empresa y dueña de una muy considerable fortuna que resuelve
invertir en la fundación de una ciudadela en el centro de la localidad de
Tolosa, próxima a la ciudad capitalina de La Plata , aún en proyecto fundacional. Le
preguntaron cuántas casas integrarían ese complejo y Emma contestó: “Como mil
casas”. En realidad serían 216 casas de techo bajo, tres habitaciones, un patio
en común con aljibe de estilo colonial. El drama para la fundadora fue que el
doctor Dardo Rocha en 1882 se le
adelantó con otra fundación que consistió en la ciudad de La Plata y el ingeniero Otto
Krause apresura el evento de unos palacios y parques deslumbrantes, y “Las mil
casas” estaban a medio construir. Cuando el pelotón de inmigrantes llega para
trabajar en las edificaciones platenses, se desparraman en conventillos y
sitios vecinos al centro, que es el lugar de trabajo. En 1887cuando se
terminan, las casitas fueron alquiladas a obreros del Molino La Rosa. Con el tiempo, por
falta de mantenimiento, el viento se las llevó dejando ahí un tugurio de
“okupas” y a Emma en la ruina. En ese tiempo y luego de enviudar contrae enlace
con el periodista Julio Llanos.
Llegó la
Primera Guerra Mundial y Llanos ocupó su pluma haciendo
crónicas desde Europa para el diario La Nación , que no siempre estaban escritas por él:
Emma –ahora firmaba directamente Julio Llanos– solía hacerse cargo de los
textos. Años después, esas crónicas fueron recopiladas y salieron publicadas en
un libro que firmó Julio Llanos... con una dedicatoria a Emma de la Barra.
Por entonces la casa editorial barcelonesa Maucci –que
publicó Stella- le adelante a su autora $ 6.000 por una primera tirada de 5.000
ejemplares de su siguiente novela –Mecha Iturbe– caso sin precedentes en
nuestra literatura, no sólo porque lo máximo que se había pagado antes a un
escritor fueron $2.000 a Florencio Sánchez, sino por el número de la tirada.
En 1943 se realiza la película basada en Stella, con dirección de Benito Perojo y guión de
Ulyses Petit de Murat, Stella llegó a la fama de la pantalla grande nada menos
que protagonizada por Zully Moreno.
“La trayectoria de Emma de la Barra es significativa para
nuestra historia literaria, no sólo porque escribió un libro con valores
destacables, sino porque consiguió subyugar a un público amplio y exigente. El
hecho de ser mujer agrega al fenómeno producido con “Stella” un ingrediente
sugestivo, dadas las luchas que en aquel tiempo comenzaban a liberarse en pos
de los derechos civiles y políticos”. (Sosa de Newton,
Lily, Stella,
César Duayen, un best-seller de 1905, en revista El
Grillo, Año 2 - Nº 6, Agosto-Setiembre 1992)
¿Cuáles son las cualidades que produjeron el triunfo rotundo
de la obra, que según lo define la propia autora fue escrita con el fin de
presentar una típica familia porteña aristocrática de sus días?
Al iniciarse el siglo hay en Buenos Aires tres clases
sociales netamente definidas: en la base de la pirámide está la clase baja
compuesta por obreros, proletarios, vendedores callejeros, pequeños
comerciantes, organilleros; el viejo pueblo criollo al que se ha sumado una
nueva oleada de inmigrantes malviviendo
en los conventillos del Centro y las casas de chapa de la Boca. Un poco por encima
surge la reciente clase media nacida de la clase baja, que ha ascendido gracias
a la escuela pública, llegando muchos de sus integrantes a obtener títulos
universitarios. Pero hay un tercer estrato que ocupa la parte más alta,
elitista, cerrado a las clases anteriores, que habita las grandes mansiones de
Buenos Aires y está compuesto por estancieros y terratenientes. Son los
abonados a la Ópera y más tarde al teatro Colón, concurrentes asiduos del
Jockey Club, el Club del Progreso y el Círculo de Armas, los que aparecen en
las crónicas sociales de los diarios. Ésta es la clase a la que pertenece Emma
de la Barra y
la que retrata en su novela anticipándose en el tiempo a la temática del
escritor Manuel Mujica Lainez, su propia clase social que observa y disecciona
empleando un realismo suavizado en los elementos “feos” que se eliminan dentro de un marco lujoso donde
afloraban las pasiones y la hipocresía.
No es novela definitivamente realista. No tiene ningún
parentesco con el realismo galdosiano o zoliano, entonces en boga. No es
tampoco, sensu
strictu, novela romántica, de romanticismo 1830. No está impregnada
de “mal del siglo”, ni sacudida por el “energumenismo pasional”. (Bonet,
Carmelo M., Pespuntes
críticos, Buenos Aires, Academia Argentina de Letras, 1969)
Cristina Piña en el prólogo de una reciente edición de
Stella 2011 escribe
“resulta
una novela fascinante para el lector de hoy que, además, con más de un siglo de
distancia histórica, también puede percibir la sutil articulación que hace la
autora entre la situación del país en pleno período de modernización y lleno de
dudas frente a un proceso cuyos alcances no distingue con claridad (…) y las relaciones entre hombre y mujer,
también en un proceso de modificación vertiginoso”.
Las protagonistas de la narración son Alejandra y su hermana
Stella, esta última afectada por una grave invalidez en las piernas, lo que
obliga a la otra a hacerse cargo de ella. La protagonista es una señorita de
clase alta obligada a casarse con un señor muy acaudalado. En un pasaje de la
obra, una amiga opina de ella: “A Stella no le han enseñado a pensar”.
Stella tiene su contraparte en otro personaje interesante, Alejandra, quien
dice como adelantando la voz de otras mujeres “Una
persona del género femenino tiene derecho a saber algo más que Colón descubrió
América, tocar piano, cantar, coser y bordar en seda china”.
Alejandra armó su biblioteca con libros austeros que leen los hombres y el
círculo de sus amistades la motejan “Alex”, masculinizándole el nombre.
De la Barra
recurre a un interesante procedimiento narrativo para presentar a ambas
hermanas: una epístola que Gustavo Fussler, padre de las jóvenes, escribe a un
tío materno de las dos muchachas, encomendándole que cuide de ellas De este
modo, Alex y Stella se integran en la sociedad porteña como parte de la familia
de su madre.
No se puede dejar de destacar la rica, lúcida, completa y
compleja pintura de costumbres que nos presenta Stella, y que en gran medida
explica el éxito arrollador que tuvo. El hipódromo de Palermo, las grandes
fiestas donde los miembros de la sociedad despliegan y derrochan lujo, están descriptos no con
gran estilo, pero sí con fuerza y conocimiento.
Porque la sociedad porteña sin duda se vio reflejada en ella, descripta
por la mirada distante de la extranjera, lugar en el que se ubica la narradora
en coincidencia con la perspectiva de su protagonista, así como, según comentan
los críticos de la época, se creyó reconocer a muchos personajes del momento.
Capítulo II
Hasta hace algún, tiempo la parte norte de Buenos
Aires concluía en la plaza San Martín. De allí a Palermo –el Bois–, un largo
intervalo despoblado donde hoy se levanta la ciudad nueva, linda, alegre,
suntuosa.
Una doble cadena de construcciones, hermosas sin
carácter, extiéndese a un lado y a otro, entra al gran paseo, el cual,
abrochándose a ella como un inmenso eslabón la deja prolongarse hasta Belgrano.
El nombre que lleva la plaza-jardín que separa la más aristocrática de las
Avenidas, de la Recoleta ,
–nuestra Necrópolis–, dice bien alto de quién es obra todo este útil, benéfico
embellecimiento. “Don Torcuato” no necesitaba ser recordado así a los
ciudadanos de su metrópolis, pero los extranjeros y las generaciones venideras
debían saber que Torcuato de Alvear no fue en su país tan sólo un hombre de
empuje y de gusto sino quien derribó viejas arquerías, ensanchó calles, abrió
avenidas, fundó hospitales, multiplicó las plazas, estimuló la edificación,
saneó, cambió, rehizo la ciudad, era también un reformador.
Delante de una gran casa, situada en estos barrios,
iban deteniéndose a las siete y media de una tarde de julio, unos tras otros,
carruajes particulares. Soplaba una sudestada desde hacía dos días y empezaba a
caer una lluvia menuda, helada, fastidiosa, que humedecía más que mojaba y
prometía ser incesante. Los lacayos saltaban y abrían las portezuelas: dos
siluetas, una clara y otra obscura, aparecían y entraban rápidas en la casa.
Aquellos trepaban nuevamente a su pescante y el carruaje iba a alinearse al
frente.
A la media luz de la calle, envueltos en el velo
gris de la niebla y de la lluvia, la fila de cajas negras con los cocheros y
los lacayos encapuchonados en sus capas
de goma, parecían formar un convoy
fantástico.
Se ha descalificado a Stella como una
novela menor, de tono rosa “pero cuando ponemos a Stella junto a las novelas de Carlos
O. Bunge o, unos años después, de Manuel Gálvez, o comparamos su prosa con la
de La guerra gaucha de Lugones, las cosas se ponen en su lugar, ya que lo que
puede resultarnos sensiblero o romanticón en la obra de César Duayen está
también en la de sus colegas varones, sólo que disculpado y justificado por los
encargados de delimitar el canon literario. Es decir, que los rasgos que hoy
nos molestan, más que ser propios de un estilo individual están vinculados con
la sensibilidad y el estilo de la época, con la salvedad de que, por tratarse
de una mujer y, encima, con un éxito arrollador, los custodios de la “tradición
nacional” los han contado como “defectos” y, en consecuencia, la han dejado de
lado.” (Cristina Piña, prólogo de Stella,
edición 2011)
Sin embargo, todos estos factores no ocultan el hecho de que
para publicar, la autora –siguiendo el ejemplo de George Sand y George Eliot–
haya elegido un seudónimo masculino, César Guayen, cuyo motivo ella misma
reveló en una entrevista de 1933 en la revista El Hogar, con la que colaboraba:
Y explicaba lo que le resultaba obvio: "¿Cómo
iba a atreverme a firmar una novela? ¡Qué esperanza! Era exponerme al ridículo
y al comentario.”
Bibliografía
• Duayén, César: Stella.
Tor, 1933.
• Pinkus, Lydia: 90 Revista de Filología y lingüística.
• Armstrong, Nancy (1991): Deseo y ficción doméstica.
Feminismos, Cátedra.
• Bonet, Carmelo: Stella y la sociedad porteña de
principios de siglo. Cursos y conferencias, 44. Octubre-diciembre,
1953.
• Masiello, Francine (1997): Entre civilización y barbarie.
Beatriz Viterbo.
• Oyuela, Calixto: Mecha Iturbe en Estudios Literarios.
Tomo II. Academia Argentina de Letras, Buenos Aires, 1943.
• Paz, Gilda: Galería de mujeres célebres.
Corregidor, 1994.
• Sosa de Newton, Lily: Narradoras Argentinas 1852-1932.
Plus ultra, 1995.
• César Duayén, una mujer que se adelantó a su tiempo.
Revista Todo es Historia, 311, 1993.
• Viñas, David: Literatura argentina y realidad política.
De Sarmiento a Cortázar. Si, 1974.
• Piña, Cristina: Prólogo, en Duayen César, Stella,
Buena Vista, 2011.
Ensayo
NARRATIVA CHILENA ULTRARREALISTA
María Isabel Amor Illanes ©
Fernando
Sánchez Durán. Ensayo.
Santiago
de Chile 1991,
Ed. Zona
Azul, 54 páginas.
El autor
de este libro tiene una gran trayectoria académica. Fernando Sánchez se ha
desempeñado como profesor en las asignaturas Teoría de la Comunicación , Teoría
Literaria y Semiótica. Pero quiero denotar que el autor de este ensayo sobre
narrativa chilena ultrarrealista sorprenderá al lector con esta obra. Me
refiero explícitamente al original sujeto que en ella expone. Literatura
chilena fantástica, ciencia ficción y de anticipación.
Lo
sorprendente de este ensayo es la preocupación del autor por mostrar que en
Chile se desarrolló esta forma de literatura hace ya mucho tiempo. Según el
propio autor, ésta data del tiempo de la Colonia , 1778. Ya en aquella época, la
imaginación se revela en torno a la construcción de mundos y existencias paralelas,
ciencia ficción, obras que en aquel momento, nos dice el autor, fueron
prohibidas.
El texto
de Sánchez Durán, además de mostrar una literatura inédita y casi desconocida
en Chile, tiene la particularidad de enfocar una visión de nuestra literatura
hacia un espectro más allá de lo fantástico, completando así el panorama de
ésta para el lector. Extra-visión del autor en torno a este hallazgo suyo y,
por lo tanto, sumamente singular.
Es
notable e insólito descubrir en este libro la extraordinaria información que se
difunde en relación a la literatura fantástica chilena. Si bien este género ha
sido transgresor en cuanto al tema y por qué no al motivo, en esta obra quedará
esto demostrado a través de varios autores.
Sánchez
Durán denomina a esta producción como narrativa ultrarrealista. Aquí, además,
todo es sorprendente y fascinante, como también este “ultrarrealismo” que
aparece situado en un espacio narrativo de otro, donde otros también son los
motivos en movimiento a los mundos paralelos que allí transtextualizan el
universo del imaginario. Aquí la invención es motivo que vehiculiza a Sánchez
Durán a situar acertadamente esta literatura en lo atemporal.
Muy bien
dispuesto ha sido su objeto, el tiempo, que es sin duda razón y primordial
sujeto de lo fantástico. No obstante, esta literatura no esperó llegar al año
2000 para aparecer en Chile.
Hay en
este libro algunos autores y obras que voy a citar, como: Desde Júpiter, de Francisco Miralles, publicado en 1878. Tierra Firme, de R.O. Land (Julio
Assman), 1927. Juana y la Cibernética , de
Elena Aldunate. 1970. La
Tierra Dormida ,
de Hilda Cádiz, 1969. Son sólo algunos de los escritores que el autor cita en
su obra.
El ensayo
de Sánchez Durán es, por qué no decirlo, asunto de estudio que apunta a una
meta-realidad que ineludiblemente sale de los espejos y visiones del universo
de las máquinas que se encuentran con el hombre. El autor escribe en su libro: “En lo que respecta a Chile, y en relación
con este tipo de literatura, existe un hecho concreto: el lector está educado,
en general, en la línea realista”. Propone así al lector un nuevo
paradigma, ¿desafío o indagación de un más allá de las fronteras a las que el
lector ha sido normalmente acostumbrado? Por cierto, el paradigma abrirá quizás
una compleja faceta para el tratamiento del objeto de la literatura en relación
a lo que la ficción descubre en el desconocido mundo de la ciencia, como idioma
o lectura de una realidad abordada hasta ahora sólo por este ejemplar ensayo de
Sánchez Durán.
Y algo más…
Vivina Perla Salvetti ©
¿Puede una recorrida por las transformaciones de
carácter histórico, como sociales y políticas ligadas a la Era de Descubrimientos
contribuir a una comprensión de conceptos tales como Mapa y Marco cognitivos?
Antes de aventurar alguna respuesta, es necesaria
cierta reconstrucción de época.
Uno de los factores vinculados con los
descubrimientos y que facilitaron los cambios en la mentalidad europea, fueron
los denominados relatos de viajes.
¿Boom Editorial en el siglo XV?
Aunque parezca extraño, la información recabada por
historiadores, nos permite conocer el alcance de la difusión de textos a poco
de aparecer la imprenta.
Criaturas marinas de leyendas medievales. |
Acerca del Boom Editorial a partir del siglo XV, se
aportan los siguientes datos:
En 1480, las principales ciudades de Alemania,
Francia, Holanda, Inglaterra, España, Hungría y Polonia contaban con sus
propios talleres de impresión.
Se calcula que para el año 1500, estas imprentas
habían lanzado entre seis y quince millones de libros, más de lo que se había
producido desde la caída del Imperio Romano.
Las cifras del siglo XVI son aún más asombrosas. Sólo
en Inglaterra al menos se publicaron ciento cincuenta millones de libros, para
una población europea inferior a los ochenta millones. Algo semejante sólo pudo
ser posible debido a que la novedad de la imprenta impregnó todas las áreas de
la vida cotidiana, tanto pública como privada.
En los inicios, se publicaron libros religiosos,
Biblias, breviarios, sermones y Catecismos, pero gradualmente se fueron
introduciendo obras de carácter secular, como romances, panfletos, periódicos de
formato grande (tipo sábana) y libros en los que se podía aprender de todo,
desde medicina popular hasta los deberes de la buena esposa. Dentro de los géneros
más apreciados, se encontraba la literatura de viajes. (Datos proporcionados
por Brotton, 2003: 83, 84)
Los historiadores también nos advierten que ciertas
prácticas editoriales de carácter fraudulento, cuentan con antecedentes que se
remontan a épocas cercanas a la mismísima aparición de la imprenta. La
literatura de viajes en particular adolecía de un vicio común a todos los
textos de difusión masiva. Las editoriales se arrogaban el derecho de hacer
“mejoras” al texto con el propósito de que fuera más vendible, llegando a
plagiar episodios completos para agregarle “sabor” a escritos que a su juicio
estaban excesivamente poblados de verdad, ya que el público estaba ávido de
acceder a relatos fantásticos. (Fernández-Armesto, 2008)
También concuerdan en señalar que aquellos procesos
sociales que culminaron en el Renacimiento estuvieron precedidos por un
contexto histórico en el que los intercambios mercantiles entre Oriente y
Occidente se fueron articulando con ciertas maneras de ver el Mundo.
El Libro de las Maravillas
Tal como nos han enseñado desde niños, los viajes
en búsqueda de nuevas rutas comerciales fueron impulsados a partir de la toma
de Constantinopla por el Imperio Otomano y los pesados impuestos con el que
eran gravadas las mismas especias que mercaderes orientales transportaban hasta
Medio Oriente.
Quienes hasta allí controlaban las rutas con
Oriente, eran los italianos, con fuerte predominio de la ciudad-estado de
Venecia.
Manuscrito s. XV. Gente salvaje en los márgenes de la civilización. |
En 1271, el autor, contando con diecisiete años,
partía de Venecia con su padre y su tío en un difícil y peligroso viaje que los
llevaría hasta el otro extremo del mundo conocido. Hasta ese momento si bien
había contacto con mercaderes del lejano oriente, muy pocos europeos habían
llegado hasta los confines de la
Tierra.
Aunque el viaje tenía fines comerciales, una vez
que los Polo arribaron a Pekín, convertida en la capital del gran Imperio
Mongol, según palabras de Marco, el gran Kublai Khan no los dejó ir, movido por
la curiosidad y la oportunidad de conocer de primera mano cómo eran los
europeos, en un encuentro de mundos que se extendería veinte años.
Una vez establecidos en la corte, el joven Marco
aprendió varios idiomas y se ganó la confianza del soberano, quien lo envió
como embajador a varias misiones, en las que Marco tomaba nota de todo lo que
le llamaba la atención.
Una lectura actual del diario de Marco nos revela
una tensión que iría aumentando en los relatos de viajes, entre tratar de
captar y registrar la realidad tal como era percibida, y la incorporación de
relatos míticos o milagrosos que les referían los locales de las comunidades
que visitaba.
El relato constituye una narración que testimonia
por primera vez el modo de vida de la civilización china, sus mitos y sus
riquezas, así como las costumbres de pueblos vecinos, hoy habitados por Siam,
Japón, Java, Sri Lanka, Vietnam, Tíbet, India y Birmania, registrados con un
enfoque que la convierte en antecedente válido para cualquier etnografía,
realizada con espíritu tanto curioso como tolerante a las diferencias.
Marco Polo ante Kublai Khan. |
Esta incredulidad no impidió (¿o quizás impulsó?)
que Marco Polo durante un conflicto naval contra Génova, se ofreciera a participar
como capitán de una galera veneciana, equipada con fondos propios.
Desgraciadamente terminó capturado por los genoveses y enviado a prisión
durante tres años, en el transcurso de los cuales su compañero de celda,
escritor de profesión, registró el relato de sus viajes.
Sus contemporáneos no tomaron en serio el texto
manuscrito en tiempos previos a la imprenta. Sus relatos devinieron fuente de
debates y controversias. Todavía hoy grupos de expertos se dedican a investigar
y autenticar los escritos de Marco a pesar de que mucha de las informaciones
proporcionadas se incorporaron en mapas medievales, y fueron confirmadas
posteriormente por viajeros durante los siglos XVIII y XIX. Actualmente, un
fuerte consenso acuerda en considerarlo un precursor de la Geografía Científica.
No obstante, cuentan que 150 años después, la
información proporcionada por Marco sobre un gran océano que bañaba la costa
oriental de China, sugirió a un marino la idea de que navegando desde el
Occidente, quizás fuese posible arribar a esas tierras.
Cuentan también que este navegante genovés llevaba
consigo una copia de los viajes de Marco Polo, aunque difícilmente trató a los
nativos que halló a su paso con el mismo respeto y tolerancia que años antes
había hecho el veneciano.
Globalización y Guerra Fría
Debido al hecho de que el Renacimiento suele estar
asociado con los movimientos humanistas ligados al Arte y situados en el norte
de Italia, se suele pasar por alto la puja llevada a cabo simultáneamente entre
Portugal y España para descubrir nuevos mercados. Este curioso antecedente de
la “Guerra Fría” se tradujo en una “carrera naval” por mejorar el diseño y
equipamiento de galeras y bergantines.
La rivalidad entre los reinos de la Península Ibérica
por el control del comercio y las rutas de navegación internacionales, van a
culminar en la firma del tratado más escandaloso de su tiempo, por el que
España y Portugal literalmente se reparten el Globo: Tordesillas, firmado en
1494. Realizado con el patrocinio de Alejandro VI, el papa justifica la línea
imaginaria con que divide el Atlántico entre los reinos, autorizándolos
respectivamente a “navegar, colonizar y bautizar a los infieles” que a juicio
del prelado “parecen suficientemente aptos para abrazar la fe católica y ser
imbuidos en las buenas costumbres”, legitimando así los abusos que se
cometerían después.
Mapamundi, Florencia 1747. |
La misma experiencia del viaje de descubrimiento
suponía la acumulación paulatina de información, técnicas y conocimientos
relacionados con la navegación y cartografía. Permitían reconocer las
limitaciones de las embarcaciones, lo que era retomado para la realización de
modificaciones ulteriores en los diseños. Además, los mismos viajes servían
para recabar los datos de las cartas de navegación que se utilizarían para la
elaboración de nuevos mapas.
Los registros sobre la Historia de la Ciencia , prácticamente
ignoran cómo los conocimientos relacionados con la Cartografía y la Navegación Astronómica
recibieron un tremendo impulso a partir del bloqueo económico de
Constantinopla, contribuyendo a la avidez editorial por los relatos de viajes,
que abriría nuevos horizontes.
Francis Bacon
Vale la pena apartarnos un poco y repasar el lugar
que la Ciencia
otorga a Francis Bacon, con el propósito de contextualizar las distintas
contribuciones a lo que puede denominarse todo un cambio de época.
Francis Bacon, (1561-1626) originario de
Inglaterra, es considerado clave en el desarrollo del empirismo como método
científico, y precursor de las ideas elaboradas posteriormente por John Locke y
David Hume.
Tal como se acostumbraba, ingresó durante su
adolescencia al Trinity College de Cambridge, y sus estudios le permitieron
elaborar lo que hoy denominaríamos una propuesta metodológica. Percibió que
eliminando toda noción preconcebida del mundo, se puede y debe estudiar al
hombre y su entorno mediante observaciones detalladas y controladas que merecen
validarse por la experiencia.
A partir de sus reflexiones, Bacon sometió a
revisión todas las ramas del saber humano aceptadas en su tiempo,
clasificándolas de acuerdo con las facultades de la mente a la que pertenecían:
Memoria, Razón o Imaginación. Llamó a este esquema “La Gran Instauración ”
y muchos de sus escritos pueden llegar a considerarse como distintas contribuciones
a una Instaurato Magna final.
Varios siglos después, también en Cambridge, no sólo
se llevaría a cabo en 1888 la
Expedición al Estrecho de Torres, sino que se probaría
experimentalmente lo que hoy denominamos “procesos dinámicos” de memoria a partir
de los datos obtenidos por antropólogos en dicha expedición.
Literatura de Viajes y cambios cognitivos
¿Es posible reconocer en los relatos de viajes,
cómo en el imaginario medieval de la
Europa cristiana van emergiendo ciertos rudimentos de un
espíritu más empírico y experimental?
Aventurar una respuesta permite a autores como
Cáceres insistir que el cambio paulatino de la imagen del mundo no sería
resultado solamente de elementos intelectuales, sino de acontecimientos
históricos y contingentes vinculados con la “Carrera de Indias”, entre los que
incluye la literatura de los viajes de descubrimiento.
El valor histórico de los relatos en esa época de
transición no residiría en criterios de verdad o falsedad, sino en que nos
remiten a un mundo que no existe más, de culturas y cosmovisiones que han
desaparecido. (Cáceres 2010)
Los relatos de la Edad Media poseyeron
tradicionalmente un contenido más imaginario que real. Leyendas, mitos de todo
tipo, relatos de santos y milagros poblaban páginas y páginas que eran
consumidas ávidamente. La operación de ubicar un relato cualquiera en un sitio
muy, muy lejano, y de hace mucho, mucho tiempo, permitía que un suceso alejado
en tiempo y espacio de la realidad cotidiana fuera transportado sin mediación a
lugares imaginarios.
Un relato así enmarcado no establecía diferencias
entre lo que se ha visto o fue contado, entre lo sucedido y lo que pudo
suceder, entre lo vivido y lo soñado. Desde esta perspectiva, los relatos de
viaje constituían un pasaje inmediato hacia lo fantástico o sobrenatural que se
imbricaba en las representaciones cotidianas.
Por eso, teniendo en cuenta el carácter que
suponían los relatos de viajes, el cambio producido a partir de las
expediciones reales (en ambos sentidos semánticos) permiten observar
paulatinamente cómo los criterios de lo que se considera verdad, se van
deslizando hacia lo empírico.
Se trata de transformaciones difíciles de
comprender desde la perspectiva del presente. Requiere situarse en un medio con
conocimiento geográfico muy limitado tanto por la experiencia empírica como por
los sistemas de creencias.
Viajar por aguas desconocidas implicaba atravesar
desde lo experiencial creencias arraigadas en lo imaginario. Leyendas de
monstruos que devoraban las naves en el fin de la Tierra , o de que el calor
fuera tan intenso que hiciera hervir el mar, eran contradichas en el acto de
continuar el viaje. Representó el germen de un espíritu renovado respecto al
conocimiento del mundo.
Los navegantes, en tanto encargados de llevar los
cuadernos de bitácora, también comenzaron a registrar todo lo que observaban,
pues debían dar cuenta del éxito de la empresa a sus patrocinantes.
Lo extraño, lo desconocido, ya no tenía que ser
abordado desde lo mágico, maravilloso o inexplicable. El elemento más
característico de los relatos comienza a ser la verosimilitud realista y el
tono de honestidad testimonial. (Soler, 2003)
Las descripciones, los sucesos siguen estando
dentro del campo semántico de lo inaudito, pero el lector comienza a leer desde
el convencimiento de que el punto de partida es una realidad geográfica y
temporalmente localizada, sobre todo porque así lo sostienen los propios
autores protagonistas.
De esta manera las concepciones más profundas
fueron cambiando lentamente, no sin antes haber configurado las relaciones
entre Europa y las demás regiones del Globo.
Ojos Imperiales
Mary Louise Pratt en su obra Ojos Imperiales distingue los relatos de descubrimientos del siglo
XV, de los que se generaron a partir del siglo XVIII, que comienzan a relatar
las incursiones europeas al interior de los continentes, para explorarlos y
explotarlos de la mano de otra actividad de colonización, vinculada con la
imposición de “esquemas de clasificación totalizadores” de la Naturaleza :
“La
cartografía náutica ejercía el poder de nombrar. Por cierto, fue el acto de
nombrar donde confluyeron los proyectos geográfico y religioso, ya que los
emisarios reclamaban el mundo bautizando los accidentes geográficos y los hitos
con nombres eurocristianos. Pero también en comparación, el acto de nombrar de la Historia Natural
es más directamente transformador, porque (extrae) todas las cosas del mundo y
las reorganiza dentro de una nueva formación de pensamiento cuyo valor radica
precisamente en ser diferente del caótico original. Aquí nombrar, representar y
tomar posesión son una sola cosa: el acto de nombrar produce la realidad del
orden.” (Pratt, 2010)
Systema Naturae Lineo 1735, edición 1758. |
La elección del título del libro de Pratt sintetiza
de qué modo la llegada del europeo impuso su mirada ordenadora a expensas de
las nativas, con pretensiones de neutralidad, contribuyendo a construir la
ficción de que una gran parte del planeta no tenía historia antes de ser
“descubiertos” por las coronas europeas y se hallaban sumidas en un caos que
requería la sabia intervención del viejo mundo.
Conclusiones
Los conceptos de Esquema, Mapa y Marco cognitivos,
en tanto constructos metodológicos, contribuyen a la descripción de los
complejos procesos de Memoria, permitiendo el abordaje de sistemas que se
encuentran interrelacionados.
¿A qué me refiero con Mapa y Marco cognitivos? Dicho
brevemente, los Mapas cognitivos remiten a aquellas referencias socialmente
construidas que nos ubican en tiempo y espacio, y permiten tanto decidir como
anticipar la acción cotidiana.
Mapa trébol, siglo XVI construcción icónica del mundo. |
Una vez presentado el recorrido socio-histórico
propuesto al inicio, recorrido que por fuerza se presenta recortado y acotado
pero de ningún modo agotado, creo posible aventurar una reflexión acerca de
cómo las transformaciones del Mapa cognitivo de la época se retroalimentaron con
la difusión de literatura de viajes enmarcadas en contexto de descubrimiento de
nuevas tierras por orden imperial. Estas transformaciones fueron posteriormente
integradas a un Esquema Europeo de Dominación, a partir de la denominada
“Sistematización de la
Naturaleza ”.
El concepto de Mapa cognitivo, como construcción
social, permite comprender por qué los relatos de Marco Polo, referentes al
lejano y fabuloso reino de China, fueron considerados por sus contemporáneos
medievales como algo que sencillamente “no podía ser cierto”.
Debió mediar el interés mercantil de los imperios
para impulsar los ajustes adaptativos del Mapa cognitivo de los navegantes.
Estos ajustes a su vez enmarcaron los relatos al alcance del público en
general, y fueron un elemento crucial para transformar la Mentalidad medieval,
que se encontraba autolimitada en un Orden Inmutable por mandato de Dios.
Bibliografía:
Brotton, J.: “El
Bazar del Renacimiento. Sobre la influencia de Oriente en la Cultura Occidental ”.
Barcelona, Paidós, 2003.
Cáceres, R.: “Navegar
y Narrar, aproximaciones a la literatura de viajes en la era de los
descubrimientos”. Revista Ideas Conciteg, diciembre 2010.
Fernandez-Armesto, F.: “Américo. El hombre que dio su nombre a un continente”. Barcelona,
Tusquets, 2008.
Pratt, M.L.: “Ojos
Imperiales. Literatura de viajes y transculturación”. México, FCE, 2010.
Soler, I.: “El
nudo y la esfera. El navegante como artífice del mundo moderno”. Barcelona,
Acantilado, 2003.
Nuevas colaboradoras
MARÍA AMELIA DÍAZ
(Castelar, Buenos Aires, Argentina).
Docente, bibliotecóloga, poeta y ensayista. Ha publicado en poesía: "Cien metros más allá del
asfalto", "Para abrir el paraíso", "Las formas
secretas", "La dama de noche y otras sombras" y "Para justificar a Caín".
Integra las antologías “Talleres labor y
vida” (SADE, Sociedad Argentina de Escritores), "Antología sin fronteras" (Universidad Autónoma de
Hidalgo, México, declarada de interés cultural por la Ciudad de Buenos Aires -
CABA), "Icosaedro", "Poetas de Morón" (editada por
el Municipio de Morón, Pcia. de Buenos Aires), "Oeste", "Eufonía" y "De gritos y silencios I, II y III", entre otras. Está
incluida en el “Diccionario de autores” del Ministerio de Cultura de la Provincia de Buenos Aires.
Fue traducida al italiano y al catalán.
• Desde 1987 a 2013 ha coordinado Talleres
Literarios de la Dirección de Cultura del Municipio de Morón.
• 1987. Recibe premiación de la SADE.
• Es distinguida por el Municipio de
Morón por la tarea cultural al frente de sus Talleres (1995). Participa de la
redacción de periódicos y revistas, co-editora de revista “Sofós” (1998-2000),
columnista literaria de “Artes y Letras” (2000-2010) y del periódico “Y... atrévete”,
declarado de interés cultural por la Secretaría de Cultura de la Nación e integra programas
radio-culturales. Se desempeña como jurado literario y da charlas y
conferencias sobre temas literarios en distintos puntos del país.
• Fue miembro permanente de la Comisión Organizadora
del Encuentro de Escritores del Municipio de Morón (1996-2012). Dirigió el Café
Literario de La Casa
del Poeta (1998-2005) y actualmente coordina junto a la poeta Susana Cattaneo
el Café Literario “Extranjera a la intemperie” en CABA. Formó parte del grupo
literario “La luna que” (2005-2008), con el que organizó los encuentros de
poetas “Tinta Buenos Aires” y “Marcha Poética” en el Salón Dorado del
Ministerio de Cultura de CABA. Asistió como escritora invitada en el evento
“Morón se muestra” en el Centro Cultural San Martín de esa ciudad.
Fue poeta invitada en el V Encuentro
de Escritores de la
Universidad Nacional de Entre Ríos y expositora en el
Congreso Literario “Hacia el Bicentenario. Dos siglos de mujeres en las letras”
(2009). Ese mismo año participó como poeta invitada del V Encuentro
Internacional de Escritores de la
Provincia de San Juan.
• 2010. Organizó con las poetas
Susana Cattaneo y Susana Sachaos el “Gran Salón de Poesía del Bicentenario” en
el Centro Cultural San Martín (CABA) y junto al poeta Norberto Barleand la “Marcha
poética - Poesía en imagen” en el Salón Dorado del Ministerio de Cultura (CABA).
Ese mismo año intervino en el Simposio Internacional de Literatura del
Instituto Literario y Cultural Hispánico y en el XIV Encuentro de Poetas y
Ensayistas de la
Asociación Gente de Letras. Participó como expositora en el
Encuentro “Las creadoras” del Museo Roca.
• 2011. Forma parte del Congreso de
Poesía “7 colinas” de Rosario (Santa Fe). Participa y expone en las jornadas “Lo
oculto y lo maravilloso” del Museo Roca con el tema “Bomarzo, un oscuro camino
hacia la luz”. Junto a los poetas Susana Cattaneo y Jorge Cambiaso editó “Poetas sobre poetas”, una antología en
que veinte poetas argentinos hablan sobre otros tantos poetas argentinos. Recibe
el premio Reconocimiento a la trayectoria de ASOLAPO (Asociación Latinoamericana
de Poesía).
• 2012. Forma parte del grupo “Alegría”
con el que coordina los encuentros literarios en el Instituto de Antropología (CABA).
Prologa el libro de poemas “Ilesa” de
la escritora Kato Molinari. Organiza y promueve una serie de charlas en la Biblioteca Nacional
sobre el tema “Mujeres argentinas en el arte” con participación de escritoras,
músicos y artistas plásticas. Participa del Encuentro Internacional de
Escritores “Por la memoria e identidad de los pueblos” en la Biblioteca Nacional.
Recibe el 2º Premio Ensayo de la Asociación Gente de Letras.
• 2013. Es distinguida por la Secretaría de Políticas
Culturales del Municipio de Ituzaingó por su trayectoria como escritora,
expositora en el Simposio Internacional de Literatura del Instituto Literario y
Cultural Hispánico y en el Simposio Grupo Némesis, Museo Roca y escritora
invitada en el I Encuentro de Escritores en Castellano, Brandsen 2013. Organiza
el Encuentro “Poesía en Buenos Aires Primavera 2013” . Es miembro de APOA
(Asociación de Poetas Argentinos) y socia honoraria de SADE.
VIVINA PERLA SALVETTI
Escritora venezolana (Porlamar, Isla de Margarita, Estado de Nueva
Esparta), residente en Villa Ballester (Provincia de Buenos Aires), Argentina. Antropóloga por la Facultad de Filosofía y
Letras de la Universidad
de Buenos Aires (UBA). Tiene realizados estudios y trabajos sobre Historia, Arqueología,
Filosofía, Psicología y Arte. Algunos de sus artículos han sido publicados en diversas revistas literarias.
REALIDADES Y FICCIONES
–Revista Literaria–
Nº 15 – Diciembre de
2013 – Año IV
ISSN
2250-4281
Exp. 5129843
Dirección Nacional del Derecho de Autor
Propietario y
Director: Héctor R. Zabala
Av. Libertador 6039
(C1428ARD)
Ciudad de Buenos
Aires, Argentina
Héctor Zabala
(dirección y narrativa)
Ciudad de Buenos Aires, Argentina
(currículo en http://colaboraciones-literatura-y-algo-mas.blogspot.com/
- Suplemento Nº 56)
Colaboradores
Luis Benítez (poesía)
Ciudad de Buenos Aires, Argentina
(currículo en http://colaboraciones-literatura-y-algo-mas.blogspot.com/
- Suplemento Nº 22)
Agustín Romano
(ensayo)
Ciudad de Buenos Aires, Argentina
(currículo en http://www.polisliteraria.blogspot.com/)
Noelai Barchuk correctora |
Resistencia (Chaco), Argentina
alfana79@hotmail.com
(currículo en Realidades y Ficciones Nº 13)
Tomás Stefanovics
Montevideo, Uruguay –
Münich, Alemania
(currículo en
Realidades y Ficciones Nº 7)
Gustavo Flores Quelopana
Lima, Perú
(currículo
en Realidades y Ficciones Nº 8)
María
Isabel Amor Illanes
Las
Condes (Santiago), Chile
(currículo en
Realidades y Ficciones Nº 9)
Liliana Lapadula
San Martín (Pcia.
Buenos Aires), Argentina
(currículo en
Realidades y Ficciones Nº 9)
Agustín Arosteguy
Balcarce (Pcia. Buenos
Aires), Argentina - Bilbao (País Vasco), España
(currículo
en Realidades y Ficciones Nº 10)
Francisco Angulo Lafuente
Madrid, España
(currículo
en Realidades y Ficciones Nº 10)
Anna Rossell
Barcelona (Cataluña),
España
(currículo
en Realidades y Ficciones Nº
11)
Felipe Acuña Lang
Santiago, Chile
(currículo en Realidades y Ficciones Nº 11)
María del Carmen
Castañeda Hernández
Tijuana (Baja
California), México
(currículo en Realidades y Ficciones Nº 12)
Santiago Sevilla
Vallejo
Madrid, España
(currículo en Realidades y Ficciones Nº 12)
Lidia Morales Benito
Salamanca (Castilla y
León), España
(currículo en Realidades y Ficciones Nº 13)
Patricia Eguiguren E.
Quito, Ecuador
(currículo en Realidades y Ficciones Nº 14)
María Amelia Díaz
Castelar (Pcia. Buenos
Aires), Argentina
(currículo en Realidades y Ficciones Nº 15)
Vivina Perla Salvetti
Porlamar (Isla de
Margarita, Nueva Esparta), Venezuela - Villa Ballester (Pcia. Buenos Aires),
Argentina
(currículo en Realidades y Ficciones Nº 15)
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