lunes, 28 de febrero de 2011

REALIDADES Y FICCIONES
—Revista Literaria—
Nº 4 — Marzo de 2011 — Año II 
Suscripción gratuita si escribe a 
zab_he@hotmail.com 
indicando nombre y apellido, ciudad y país.

Sumario: 

Literatura
• Tres "fábulas fantásticas" de Ambrose Bierce:
     • “El zorro y el pato”. Fábula y análisis. 
     • “El legislador y el jabón”. Fábula y análisis.
     • “El lobo y el cordero”. Fábula y análisis.
• “El alambre de púa” de Horacio Quiroga. Cuento y análisis.
• “La conjura de los necios” de John Kennedy Toole. Pequeña reseña y fragmento.

Y algo más…
• Sobre la censura a un tango de Manzi y otras agudezas.
• El bluf de Gran Hermano y la cultura argentina.


TRES FÁBULAS FANTÁSTICAS  [1]

EL ZORRO Y EL PATO [2]
Ambrose Bierce ©
.
Un zorro y un pato habían discutido sobre la propiedad de una rana, así que llevaron el asunto ante el león. Después de escuchar una enorme cantidad de argumentos de uno y otro, el león abrió la boca para emitir un juicio. 
—Ya sé cuál será tu decisión —dijo el pato, interrumpiendo—: que según nuestras propias exposiciones, la rana no pertenece a ninguno de nosotros dos, y que entonces te la comerás. Permíteme decirte que esto es absolutamente injusto, como lo demostraré. 
—Para mí está claro —dijo el zorro— que darás la rana al pato, y me darás el pato a mí, y luego me comerás. No me falta experiencia acerca de la ley. 
—Estaba por decirles —dijo el león, bostezando—, que durante la discusión de este caso, la propiedad en disputa se fue a los saltos. Quizá puedan procurarse otra rana. 


EL LEGISLADOR Y EL JABÓN [3]
Ambrose Bierce ©
.
Un miembro de la Legislatura de Kansas que se cruzó con un jabón pasó junto a él sin reconocerlo, pero el jabón insistió en que detuviera su marcha para estrecharle las manos. Pensando que se encontraba en goce de inmunidad parlamentaria, el legislador le dio un intenso y cordial apretón de manos. Al seguir su camino, se percató que una parte del jabón había quedado adherida a sus dedos. Así que corrió muy alarmado hacia un arroyo y procedió a lavárselas. Para hacerlo, se vio obligado a frotarse ambas manos a tal punto que, cuando terminó, quedaron tan blancas que se metió en cama y mandó a llamar al médico. 


EL LOBO Y EL CORDERO [4]
Ambrose Bierce ©

Un cordero, perseguido por un lobo, buscó refugio en un templo. 
—Si te quedas ahí, el sacerdote te atrapará y luego te sacrificará —dijo el lobo. 
—Me da igual ser sacrificado por el sacerdote o devorado por un lobo —respondió el cordero. 
—Amigo —dijo el lobo—, me apena ver cómo consideras una cuestión tan importante desde un punto de vista tan egoísta: a mí no me da lo mismo. 

[1] Del libro Fábulas fantásticas (Fantastic Fables, 1899):
[2] The Duck and the Fox.
[3] The Member and the Soap.
[4] The Wolf and the Lamb.


COMENTARIOS A TRES FÁBULAS DE AMBROSE BIERCE
Héctor Zabala © 
.
La mordacidad es una característica clave en la literatura de Bierce. Nada se salvaba cuando este hombre apuntaba con su pluma. 

El zorro y el pato se apoya en el antecedente de una fábula de Esopo: El león, el asno y la zorra, en la que el león actúa arbitrariamente [1]
Aquí, el narrador la reedita en gran parte (al igual que en Esopo, se trata de una presa conseguida por una sociedad de cazadores) pero con una salvedad: en este caso el león no es parte interesada sino juez. 
Sin embargo, en tren de querella los animales de esta fábula prejuzgan a quien va a juzgar, pues imaginan al león actuando de manera parecida a como había actuado en la fábula griega. Sin embargo, no reparan en un detalle: para el león, nada de lo que hay a la vista merece la pena (de ahí el bostezo), y quizá por esta vez hasta llegaría a juzgar con justicia. Entretanto, por querellarse entre sí y luego por descalificar al juez con un evidente ánimo de recusación, descuidan al objeto mismo de la querella. 
La moraleja es excelente: hay quienes por no aceptar acuerdos razonables, pleitean hasta perderlo todo. 

El legislador y el jabón es una crítica contundente a los políticos en general. En efecto, Bierce deja entrever que cualquier carrera política implica casi inexorablemente mezclarse en corrupciones. De ahí que al legislador lo enferme sentirse limpio aun cuando solo sea por accidente. 

En El lobo y el cordero, es notable la ironía al pensamiento individualista y el narrador sabe cómo llevarla al extremo con muy pocas palabras. El individuo dominante está tan encerrado en sus propias ideas que no puede entender cómo la víctima no se le entrega mansamente si igual terminará muerta y consumida de una u otra forma. De ahí que acuse al cordero de egoísta por pensar más en su propia vida que en el bienestar del victimario. Lo paradójico es que para la mente del lobo hay una inversión de roles: él no se siente egoísta sino una víctima del despiadado cordero, que a su vez viene a ser el victimario por intentar matarlo de hambre. 
A lo largo de nuestra vida, seguramente hemos conocido gente así. Y a través de la historia, no faltaron clases sociales ni grupos económicos o políticos dominantes que han buscado justificar sus atropellos disfrazándose de damnificados mientras avasallaban a la otra parte. 

[1] De ahí, lo de “la parte del león” del dicho popular.



AMBROSE BIERCE 

Ambrose Gwinett BierceHorse Cave Creek, Ohio, Estados Unidos 24/6/1842 — ¿México, 1912?). 
Su biografía se encuentra en revista literaria Realidades y Ficciones Nº 1: 



EL ALAMBRE DE PÚA [1]
Horacio Quiroga ©

Durante quince días el caballo alazán había buscado en vano la senda por donde su compañero se escapaba del potrero. El formidable cerco, de capuera [2] —desmonte que ha rebrotado inextricable— no permitía paso ni aun a la cabeza del caballo. Evidentemente, no era por allí por donde el malacara pasaba. 
El alazán recorría otra vez la chacra, trotando inquieto con la cabeza alerta. De la profundidad del monte, el malacara respondía a los relinchos vibrantes de su compañero, con los suyos cortos y rápidos, en que había sin duda una fraternal promesa de abundante comida. Lo más irritante para el alazán era que el malacara reaparecía dos o tres veces en el día para beber. Prometíase aquél entonces no abandonar un instante a su compañero, y durante algunas horas, en efecto, la pareja pastaba en admirable conserva. Pero de pronto el malacara, con su soga a rastra, se internaba en el chircal, y cuando el alazán, al darse cuenta de su soledad, se lanzaba en su persecución, hallaba el monte inextricable. Esto sí, de adentro, muy cerca aún, el maligno malacara respondía a sus desesperados relinchos, con un relinchillo a boca llena. 
Hasta que esa mañana el viejo alazán halló la brecha muy sencillamente: cruzando por frente al chircal que desde el monte avanzaba cincuenta metros en el campo, vio un vago sendero que lo condujo en perfecta línea oblicua al monte. Allí estaba el malacara, deshojando árboles. 
La cosa era muy simple: el malacara, cruzando un día el chircal, había hallado la brecha abierta en el monte por un incienso desarraigado. Repitió su avance a través del chircal, hasta llegar a conocer perfectamente la entrada del túnel. Entonces usó del viejo camino que con el alazán habían formado a lo largo de la línea del monte. Y aquí estaba la causa del trastorno del alazán: la entrada de la senda formaba una línea sumamente oblicua con el camino de los caballos, de modo que el alazán, acostumbrado a recorrer esta de sur a norte y jamás de norte a sur, no hubiera hallado jamás la brecha. 
En un instante el viejo caballo estuvo unido a su compañero, y juntos entonces, sin más preocupación que la de despuntar torpemente las palmeras jóvenes, los dos caballos decidieron alejarse del malhadado potrero que sabían ya de memoria. 
El monte, sumamente raleado, permitía un fácil avance, aun a caballos. Del bosque no quedaba en verdad sino una franja de doscientos metros de ancho. Tras él, una capuera de dos años se empenachaba de tabaco salvaje. El viejo alazán, que en su juventud había correteado capueras hasta vivir perdido seis meses en ellas, dirigió la marcha, y en media hora los tabacos inmediatos quedaron desnudos de hojas hasta donde alcanza un pescuezo de caballo. 
Caminando, comiendo, curioseando, el alazán y el malacara cruzaron la capuera hasta que un alambrado los detuvo. 
—Un alambrado —dijo el alazán. 
—Sí, alambrado —asintió el malacara. Y ambos, pasando la cabeza sobre el hilo superior, contemplaron atentamente. Desde allí se veía un alto pastizal de viejo rozado [3], blanco por la helada; un bananal y una plantación nueva. Todo ello poco tentador, sin duda; pero los caballos entendían ver eso, y uno tras otro siguieron el alambrado a la derecha. 
Dos minutos después pasaban: un árbol, seco en pie por el fuego, había caído sobre los hilos. Atravesaron la blancura del pasto helado en que sus pasos no sonaban, y bordeando el rojizo bananal, quemado por la escarcha, vieron entonces de cerca qué eran aquellas plantas nuevas. 
—Es yerba —constató el malacara, con sus trémulos labios a medio centímetro de las duras hojas. La decepción pudo haber sido grande; mas los caballos, si bien golosos, aspiraban sobre todo a pasear. De modo que cortando oblicuamente el yerbal, prosiguieron su camino hasta que un nuevo alambrado contuvo a la pareja. Costeáronlo con tranquilidad grave y paciente, llegando así a una tranquera, abierta para su dicha, y los paseantes se vieron de repente en pleno camino real. 
Ahora bien, para los caballos, aquello que acababan de hacer tenía todo el aspecto de una proeza. Del potrero aburridor a la libertad presente, había infinita distancia. Mas, por infinita que fuera, los caballos pretendían prolongarla aún, y así, después de observar con perezosa atención los alrededores, quitáronse mutuamente la caspa del pescuezo, y en mansa felicidad prosiguieron su aventura. 
El día, en verdad, la favorecía. La bruma matinal de Misiones acababa de disiparse del todo, y bajo el cielo súbitamente azul, el paisaje brillaba de esplendorosa claridad. Desde la loma, cuya cumbre ocupaban en ese momento los dos caballos, el camino de tierra colorada [4] cortaba el pasto delante de ellos con precisión admirable, descendía al valle blanco de espartillo helado, para tornar a subir hasta el monte lejano. El viento, muy frío, cristalizaba aún más la claridad de la mañana de oro, y los caballos, que sentían de frente el sol, casi horizontal todavía, entrecerraban los ojos al dichoso deslumbramiento. 
Seguían así, solos y gloriosos de libertad en el camino encendido de luz, hasta que al doblar una punta de monte, vieron a orillas del camino cierta extensión de un verde inusitado. ¿Pasto? Sin duda. Mas en pleno invierno... 
Y con las narices dilatadas de gula, los caballos se acercaron al alambrado. ¡Sí, pasto fino, pasto admirable! ¡Y entrarían, ellos, los caballos libres! 
Hay que advertir que el alazán y el malacara poseían desde esa madrugada, alta idea de sí mismos. Ni tranquera, ni alambrado, ni monte, ni desmonte, nada era obstáculo para ellos. Habían visto cosas extraordinarias, salvado dificultades no creíbles, y se sentían gordos, orgullosos y facultados para tomar la decisión más estrafalaria que ocurrírseles pudiera. 
En este estado de énfasis, vieron a cien metros de ellos varias vacas detenidas a orillas del camino, y encaminándose allá llegaron a la tranquera, cerrada con cinco robustos palos. Las vacas estaban inmóviles, mirando fijamente el verde paraíso inalcanzable. 
—¿Por qué no entran? —preguntó el alazán a las vacas. 
—Porque no se puede —le respondieron. 
—Nosotros pasamos por todas partes —afirmó el alazán, altivo—. Desde hace un mes pasamos por todas partes. 
Con el fulgor de su aventura, los caballos habían perdido sinceramente el sentido del tiempo. Las vacas no se dignaron siquiera mirar a los intrusos. 
—Los caballos no pueden —dijo una vaquillona movediza—. Dicen eso y no pasan por ninguna parte. Nosotras sí pasamos por todas partes. 
—Tienen soga —añadió una vieja madre sin volver la cabeza. 
—¡Yo no, yo no tengo soga! —respondió vivamente el alazán—. Yo vivía en las capueras y pasaba. 
—¡Sí, detrás de nosotras! Nosotras pasamos y ustedes no pueden. 
La vaquillona movediza intervino de nuevo: 
—El patrón dijo el otro día: a los caballos con un solo hilo se los contiene. ¿Y entonces...? ¿Ustedes no pasan? 
—No, no pasamos —repuso sencillamente el malacara, convencido por la evidencia. 
—¡Nosotras sí! 
Al honrado malacara, sin embargo, se le ocurrió de pronto que las vacas, atrevidas y astutas, impenitentes invasoras de chacras y del Código Rural, tampoco pasaban la tranquera. 
—Esta tranquera es mala, —objetó la vieja madre—. ¡Él sí! Corre los palos con los cuernos. 
—¿Quién? —preguntó el alazán. 
Todas las vacas, sorprendidas de esa ignorancia, volvieron la cabeza al alazán. 
—¡El toro Barigüí! [5] Él puede más que los alambrados malos. 
—¿Alambrados...? ¿Pasa? 
—¡Todo! Alambre de púa también. Nosotras pasamos después. 
Los dos caballos, vueltos ya a su pacífica condición de animales a que un solo hilo contiene, se sintieron ingenuamente deslumbrados por aquel héroe capaz de afrontar el alambre de púa, la cosa más terrible que puede hallar el deseo de pasar adelante. 
De pronto las vacas se removieron mansamente: a lento paso llegaba el toro. Y ante aquella chata y obstinada frente, dirigida en tranquila recta a la tranquera, los caballos comprendieron humildemente su inferioridad. 
Las vacas se apartaron, y Barigüí, pasando el testuz bajo una tranca, intentó hacerla correr a un lado. 
Los caballos levantaron las orejas, admirados, pero la tranca no corrió. Una tras otra, el toro probó sin resultado su esfuerzo inteligente: el chacarero, dueño feliz de la plantación de avena, había asegurado la tarde anterior de los palos con cuñas. 
El toro no intentó más. Volviéndose con pereza, olfateó a lo lejos entrecerrando los ojos, y costeó luego el alambrado, con ahogados mugidos sibilantes. 
Desde la tranquera, los caballos y las vacas miraban. En determinado lugar el toro pasó los cuernos bajo el alambre de púa, tendiéndolo violentamente hacia arriba con el testuz, y la enorme bestia pasó arqueando el lomo. En cuatro pasos más estuvo entre la avena, y las vacas se encaminaron entonces allá, intentando a su vez pasar. Pero a las vacas faltaba evidentemente la decisión masculina de permitir en la piel sangrientos rasguños, y apenas introducían el cuello, lo retiraban presto con mareante cabeceo. 
Los caballos miraban siempre. 
—No pasan —observó el malacara. 
—El toro pasó —repuso el alazán—. Come mucho. 
Y la pareja se dirigía a su vez a costear el alambrado por la fuerza de la costumbre, cuando un mugido, claro y berreante [6] ahora, llegó hasta ellos: dentro del avenal, el toro, con cabriolas de falso ataque, bramaba ante el chacarero, que con un palo trataba de alcanzarlo. 
—¡Añá...! Te voy a dar saltitos... —gritaba el hombre. Barigüí, siempre danzando y berreando ante el hombre, esquivaba los golpes. Maniobraron así cincuenta metros, hasta que el chacarero pudo forzar a la bestia contra el alambrado. Pero esta, con la decisión pesada y bruta de su fuerza, hundió la cabeza entre los hilos y pasó, bajo un agudo violineo [7] de alambres y grampas lanzadas a veinte metros. 
Los caballos vieron cómo el hombre volvía precipitadamente a su rancho, y tornaba a salir con el rostro pálido. Vieron también que saltaba el alambrado y se encaminaba en dirección a ellos, por lo cual los compañeros, ante aquel paso que avanzaba decidido, retrocedieron por el camino en dirección a su chacra. 
Como los caballos marchaban dócilmente a pocos pasos delante del hombre, pudieron llegar juntos a la chacra del dueño del toro, siéndoles dado oír la conversación. 
Es evidente, por lo que de ello se desprende, que el hombre había sufrido lo indecible con el toro del polaco. Plantaciones, por inaccesibles que hubieran estado dentro del monte; alambrados, por grande que fuera su tensión e infinito el número de hilos, todo lo arrolló el toro con sus hábitos de pillaje. Se deduce también que los vecinos estaban hartos de la bestia y de su dueño, por los incesantes destrozos de aquella. Pero como los pobladores de la región difícilmente denuncian al Juzgado de Paz perjuicios de animales, por duros que les sean, el toro proseguía comiendo en todas partes menos en la chacra de su dueño, el cual, por otro lado, parecía divertirse mucho con esto. 
De este modo, los caballos vieron y oyeron al irritado chacarero y al polaco cazurro. 
—¡Es la última vez, don Zaninski, que vengo a verlo por su toro! Acaba de pisotearme toda la avena. ¡Ya no se puede más! 
El polaco, alto y de ojillos azules, hablaba con agudo y meloso falsete. 
—¡Ah, toro, malo! ¡Mí no puede! ¡Mí ata, escapa! ¡Vaca tiene culpa! ¡Toro sigue vaca! 
—¡Yo no tengo vacas, usted bien sabe! 
—¡No, no! ¡Vaca Ramírez! ¡Mi queda loco, toro! 
—Y lo peor es que afloja todos los hilos, usted lo sabe también. 
—¡Sí, sí, alambre! ¡Ah, mí no sabe…! 
—¡Bueno!, vea don Zaninski: yo no quiero cuestiones con vecinos, pero tenga por última vez cuidado con su toro para que no entre por el alambrado del fondo; en el camino voy a poner alambre nuevo. 
—¡Toro pasa por camino! ¡No fondo! 
—Es que ahora no va a pasar por el camino. 
—¡Pasa, toro! ¡No púa, no nada! ¡Pasa todo! 
—No va a pasar. 
—¿Qué pone? 
—Alambre de púa... pero no va a pasar. 
—¡No hace nada púa! 
—Bueno; haga lo posible porque no entre, porque si pasa se va a lastimar. 
El chacarero se fue. Es como lo anterior, evidente, que el maligno polaco, riéndose una vez más de las gracias del animal, compadeció, si cabe en lo posible, a su vecino que iba a construir un alambrado infranqueable por su toro. Seguramente se frotó las manos: 
—¡Mí no podrán decir nada esta vez si toro come toda avena! 
Los caballos reemprendieron de nuevo el camino que los alejaba de su chacra, y un rato después llegaban al lugar en que Barigüí había cumplido su hazaña. La bestia estaba allí siempre, inmóvil en medio del camino, mirando con solemne vaciedad de ideas desde hacía un cuarto de hora un punto fijo a la distancia. Detrás de él, las vacas dormitaban al sol ya caliente, rumiando. 
Pero cuando los pobres caballos pasaron por el camino, ellas abrieron los ojos, despreciativas: 
—Son los caballos. Querían pasar el alambrado. Y tienen soga. 
—¡Barigüí sí pasó! 
—A los caballos un solo hilo los contiene. 
—Son flacos. 
Esto pareció herir en lo vivo al alazán, que volvió la cabeza: 
—Nosotros no estamos flacos. Ustedes, sí están. No va a pasar más aquí —añadió señalando con los belfos los alambres caídos, obra de Barigüí. 
—Barigüí pasa siempre! Después pasamos nosotras. Ustedes no pasan. 
—No va a pasar más. Lo dijo el hombre. 
—Él comió la avena del hombre. Nosotras pasamos después. 
El caballo, por mayor intimidad de trato, es sensiblemente más afecto al hombre que la vaca. De aquí que el malacara y el alazán tuvieran fe en el alambrado que iba a construir el hombre. 
La pareja prosiguió su camino, y momentos después, ante el campo libre que se abría ante ellos los dos caballos bajaron la cabeza a comer, olvidándose de las vacas. 
Tarde ya, cuando el sol acababa de entrarse, los dos caballos se acordaron del maíz y emprendieron el regreso. Vieron en el camino al chacarero que cambiaba todos los postes de su alambrado, y a un hombre rubio, que detenido a su lado a caballo, lo miraba trabajar. 
—Le digo que va a pasar —decía el pasajero. 
—No pasará dos veces —replicaba el chacarero. 
—¡Usted verá! ¡Esto es un juego para el maldito toro del polaco! ¡Va a pasar! 
—No pasará dos veces —repetía obstinadamente el otro. 
Los caballos siguieron, oyendo aún palabras cortadas: 
—... reír! 
—... veremos. 
Dos minutos más tarde el hombre rubio pasaba a su lado a trote inglés. El malacara y el alazán, algo sorprendidos de aquel paso que no conocían, miraron perderse en el valle al hombre presuroso. 
—¡Curioso! —observó el malacara después de largo rato—. El caballo va al trote y el hombre al galope. 
Prosiguieron. Ocupaban en ese momento la cima de la loma, como esa mañana. Sobre el frío cielo crepuscular, sus siluetas se destacaban en negro, en mansa y cabizbaja pareja: el malacara delante, el alazán detrás. La atmósfera, ofuscada durante el día por la excesiva luz del sol, adquiría a esa semisombra una transparencia casi fúnebre. El viento había cesado por completo, y con la calma del atardecer, en que el termómetro comenzaba a caer velozmente, el valle helado expandía su penetrante humedad, que se condensaba en rastreante neblina en el fondo sombrío de las vertientes. Revivía, en la tierra ya enfriada, el invernal olor de pasto quemado; y cuando el camino costeaba el monte, el ambiente, que se sentía de golpe más frío y húmedo, se tornaba excesivamente pesado de perfume de azahar. 
Los caballos entraron por el portón de su chacra, pues el muchacho que hacía sonar el cajoncito de maíz había oído su ansioso trémulo. El viejo alazán obtuvo el honor de que se le atribuyera la iniciativa de la aventura, viéndose gratificado con una soga, a efectos de lo que pudiera pasar. 
Pero a la mañana siguiente, bastante tarde ya a causa de la densa neblina, los caballos repitieron su escapatoria, atravesando otra vez el tabacal salvaje, hollando con mudos pasos el pastizal helado, salvando la tranquera abierta aún. 
La mañana encendida de sol, muy alto ya, reverberaba de luz, y el calor excesivo prometía, para muy pronto, cambio de tiempo. Después de trasponer la loma, los caballos vieron de pronto a las vacas detenidas en el camino, y el recuerdo de la tarde anterior excitó sus orejas y su paso: querían ver cómo era el nuevo alambrado. 
Pero su decepción, al llegar, fue grande. En los postes nuevos —obscuros y torcidos—, había dos simples alambres de púa, gruesos tal vez, pero únicamente dos. 
No obstante su mezquina audacia, la vida constante en chacras de monte había dado a los caballos cierta experiencia en cercados. Observaron atentamente aquello, especialmente los postes. 
—Son de madera de ley —observó el malacara. 
—Sí, cernes quemados —comprobó el alazán. 
Y tras otra larga mirada de examen, el malacara añadió: 
—El hilo pasa por el medio, no hay grampas. 
—Están muy cerca uno de otro. 
Cerca, los postes, sí, indudablemente: tres metros. Pero en cambio, aquellos dos modestos alambres en reemplazo de los cinco hilos del cercado anterior desilusionaron a los caballos. ¿Cómo era posible que el hombre creyera que aquel alambrado para terneros iba a contener al terrible toro? 
—El hombre dijo que no iba a pasar —se atrevió, sin embargo, el malacara, que en razón de ser el favorito de su amo, comía más maíz, por lo cual sentíase más creyente. 
Pero las vacas lo habían oído. 
—Son los caballos. Los dos tienen soga. Ellos no pasan. Barigüí pasó ya. 
—¿Pasó? ¿Por aquí? —preguntó descorazonado el malacara. 
—Por el fondo. Por aquí pasa también. Comió la avena. 
Entretanto, la vaquilla locuaz había pretendido pasar los cuernos entre los hilos; y una vibración aguda, seguida de un seco golpe en los cuernos, dejó en suspenso a los caballos. 
—Los alambres están muy estirados —dijo el alazán después de largo examen. 
—Sí. Más estirados no se puede... 
Y ambos, sin apartar los ojos de los hilos, pensaban confusamente en cómo se podría pasar entre los dos hilos. 
Las vacas, mientras tanto, se animaban unas a otras. 
—Él pasó ayer. Pasa el alambre de púa. Nosotras, después. 
—Ayer no pasaron. Las vacas dicen sí, y no pasan —comprobó al alazán. 
—¡Aquí hay púa, y Barigüí pasa! ¡Allí viene! 
Costeando por adentro el monte del fondo, a doscientos metros aún, el toro avanzaba hacia el avenal. Las vacas se colocaron todas de frente al cercado, siguiendo atentas con los ojos a la bestia invasora. Los caballos, inmóviles, alzaron las orejas. 
—¡Come toda la avena! ¡Después, pasa! 
—Los hilos están muy estirados... —observó aún el malacara, tratando siempre de precisar lo que sucedería si... 
—¡Comió la avena! ¡El hombre viene! ¡Viene el hombre! —lanzó la vaquilla locuaz. 
En efecto, el hombre acababa de salir del rancho y avanzaba hacia el toro. Traía el palo en la mano, pero no parecía iracundo; estaba sí muy serio y con el ceño contraído. 
El animal esperó a que el hombre llegara frente a él, y entonces dio principio a los mugidos de siempre, con fintas de cornadas. El hombre avanzó más, el toro comenzó a retroceder, berreando siempre y arrasando la avena con sus bestiales cabriolas. Hasta que, a diez metros ya del camino, volvió grupas con un postrer mugido de desafío burlón, y se lanzó sobre el alambrado. 
—¡Viene Barigüí! ¡Él pasa todo! ¡Pasa alambre de púa! —alcanzaron a clamar las vacas. 
Con el impulso de su pesado trote, el enorme toro bajó el testuz y hundió la cabeza entre los dos hilos. Se oyó un agudo gemido de alambre, un estridente chirrido se propagó de poste a poste hasta el fondo, y el toro pasó. 
Pero de su lomo y de su vientre, profundamente canalizados desde el pecho a la grupa, llovían ríos de sangre. La bestia, presa de estupor, quedó un instante atónita y temblando. Se alejó luego al paso, inundando el pasto de sangre, hasta que a los veinte metros se echó, con un ronco suspiro. 
A mediodía el polaco fue a buscar a su toro, y lloró en falsete ante el chacarero impasible. El animal se había levantado, y podía caminar. Pero su dueño, comprendiendo que le costaría mucho trabajo curarlo —si esto aún era posible— lo carneó esa tarde. Y al día siguiente tocóle en suerte al malacara llevar a su casa, en la maleta, dos kilos de carne del toro muerto. 

[1] En el original de muchas ediciones el lector encontrará varias tildes (vgr. en dio, vio y fue) que la Real Academia Española (RAE) ha desechado hace tiempo, pero que eran correctas en la época que Quiroga escribió este cuento. 
[2] capuera. Se trata de un argentinismo (también de uso en Paraguay), que comprende la parte de selva desbrozada para cultivo.
[3] rozado. Extensión cortada de selva para destinarla a cultivo agrícola. 
[4] tierra colorada. Suelo característico de la provincia de Misiones (Argentina) debido a su alto porcentaje de óxido férrico. Este tipo de tierra también se encuentra en zonas aledañas de Brasil. 
[5] Barigüí. El nombre corresponde al de un río brasileño del estado de Paraná, contiguo a la provincia de Misiones. Es una palabra proveniente del tupí-guaraní (mbariwi’ý) que significa “río de los mosquitos-pólvora”. El narrador tal vez quiso con esto hacer hincapié en el carácter obstinado y explosivo del toro. 
[6] berreante. Adjetivación de berreo; modismo no aceptado por el Diccionario de la RAE. 
[7] violineo. Este modismo rural de Argentina, pues la tensión o rotura del alambre semeja el sonido de un violín, tampoco está aceptado por el Diccionario de la RAE. 



ANÁLISIS DE “EL ALAMBRE DE PÚA” 
Héctor Zabala ©

UN NARRADOR POCO ORTODOXO… 
Para algunos críticos de su tiempo, Horacio Quiroga escribía mal. Lo acusaban de cometer rimas en narrativa o de no tener reparo en usar lugares comunes o frases hechas, cosas inconcebibles para muchos puristas. Para colmo, en su Manual del perfecto cuentista, Quiroga no solo reconoce a los lugares comunes como figuras perfectamente literarias sino que hasta se da el lujo de clasificarlos en dos: los de buena fe y los de mala fe, según se haga un uso natural (o no) de tales expresiones respecto del contexto narrativo. 
Quizá fue este desenfado lo que más fastidiara a sus detractores. Parecía como si el hombre se divirtiera en violar la ortodoxia o que estuviera pronto a responder con planteos tales como: ¿y qué tendría de malo escribir “Una vez en el río me puse la capa de tío porque hacía frío”?
Notemos (y anotemos) que ya en el primer párrafo de este cuento, lugar sacro para los puristas —pues debería acaparar la atención del lector sin tacha alguna—, el cuentista se despacha con una doble rima. Y por si fuera poco, de dos clases: “…la senda por donde su compañero se escapaba del potrero (rima consonante) y “…no permitía paso ni aun a la cabeza del caballo (rima asonante). Y si los lectores buscan, encontrarán unas cuantas más a lo largo de la obra. 

…PERO UN NARRADOR GENIAL 
Y sin embargo, más allá de la pureza literaria, no cabe duda de que Quiroga fue un narrador de gran mérito. Solo él pudo describir con tanta certeza y naturalidad la vida en el monte misionero, pintándonos su dura geografía, sus tipos humanos, sus animales, sus bosques, así como esa mezcla de resignación y desidia de esa sociedad provinciana tan particular. Y lo hizo como nadie después ha intentado repetirlo, al menos a grado tan copioso. Incluso las injusticias, propias de una región semisalvaje y fronteriza, como la Misiones de fines del XIX y principios del XX, donde el Estado no intervenía o lo hacía sin interferir demasiado, parecen mencionadas o descriptas como parte del paisaje. Las injusticias se testimonian, sí, pero no se señalan con el dedo levantado. Son los lectores quienes deben ser jueces, no el narrador. Y este hecho, ya de por sí, hace de Quiroga un literato de calidad. 

EL ARGUMENTO CENTRAL 
El tema del cuento es sencillo: la incertidumbre de si el toro Barigüí logrará (o no) pasar el nuevo alambrado que fue puesto adrede para impedir sus diabluras. Pero pese a esta simplicidad argumental, el narrador consigue mantenernos en suspenso hasta el cierre. 
Hay un personaje esencial en la trama, el dueño del toro, un polaco ladino, socarrón, que se divierte a costa del vecindario dejando al animal romper alambrados y devastar sembradíos ajenos. Y no solo se divierte, sino que además tiene como incentivo la fácil manutención del toro que le sale gratis justamente por tales tropelías. 

VACAS VS. CABALLOS 
Hay además un gran contrapunto entre vacas y caballos. Una manera de mostrar, utilizando un subterfugio propio de las fábulas, dos pensamientos contrapuestos en lo que respecta a la inteligencia y perseverancia del humano. 
Las vacas provocan: “Los caballos no pueden… Dicen eso y no pasan por ninguna parte. Nosotras sí pasamos por todas partes” o bien “…a los caballos con un solo hilo se los contiene”. Todo esto implica, además de una especie de letanía, una burla y un desafío. 
Sin embargo, en las vacas hay resentimiento pues en realidad ellas tampoco pueden franquear alambrados por sí solas. Lo hacen detrás del toro, una vez que este los rompe, pero igual no cejan en burlarse de los caballos. Una especie de juego psicológico destinado a desviar la atención de sí mismas para centrarla sobre los supuestamente más ineptos. Y por supuesto, amén de cargarse de virtudes ajenas, en las vacas también hay soberbia desmedida, dado que nos señalan de manera tácita que la especie vacuna puede vencer alambrados, una forma de decir nosotras podemos vencer al hombre
En cambio, en los caballos hay nobleza, humildad y también sabiduría. Sabiduría que se manifiesta en no contestar los agravios de las vacas y en reconocer su incapacidad para derrotar obras humanas. No se encandilan con sus triunfos, pese a una euforia pasajera, porque saben que apenas si pueden pasar alambrados ya rotos o a través de tranqueras abiertas. Dudan, y por ende son más cautos, más científicos. Su experiencia les dice que el hombre no es fácil de vencer, que es obcecado, que buscará siempre la manera de no perder. 
Este contrapunto, además de caracterizar a ambas especies en cuanto a su lealtad hacia el hombre y mantenernos en constante suspenso durante todo el desarrollo narrativo, connota una sorda lucha de carácter universal: la fuerza bruta y la soberbia unidas contra la inteligencia sumada a la sensatez. 

QUIROGA, UN OBSERVADOR IRÓNICO Y AGUDO 
Hay por otra parte detalles costumbristas muy interesantes. Algunos expresados con fina ironía, como cuando le hace decir al malacara: 
• “¡Curioso! El caballo va al trote y el hombre al galope”, una manera ingeniosa de graficar el trote inglés, en el que el jinete sube y baja exageradamente respecto del movimiento más bien moderado del equino; práctica absurda para el gusto de nuestros paisanos y más apta de la equitación deportiva que del trabajo rural. 
O bien: 
• “El viejo alazán obtuvo el honor de que se le atribuyera la iniciativa de la aventura, viéndose gratificado con una soga…”. Otra humorada en la que de paso se hace hincapié en lo poco que los dueños conocen a sus caballos, pues el que siempre emprendía la aventura de escaparse para vagar lejos de la chacra era el malacara, no el alazán. 
• La manera que usa el narrador para hacer hablar al polaco Zaninski es estupenda. Quiroga recrea a la perfección los defectos y las expresiones que caracterizan a los inmigrantes de esa nacionalidad: cambio del pronombre personal yo por la forma  cuando no corresponde y a su vez combinado con el verbo en presente o en futuro pero casi nunca en pretérito, supresión de casi toda preposición y artículo (el idioma polaco utiliza declinaciones, al estilo de los primitivos lenguajes indoeuropeos), el uso frecuente de pausas o comas para compensar la ignorancia de palabras y hasta la eliminación del verbo en alguna que otra frase. Al leer el diálogo, uno no puede menos que imaginar a un polaco casi recién llegado al país que gesticula ampulosamente con cara de “yo-no-fui” ante el reproche y solicitud del indignado chacarero. 
• También en este último se notan algunos modismos propios de la zona, vgr. el remate “ya no se puede más” después de la primera advertencia, o el verbo al final (“…usted bien sabe”) pero sobre todo la cadencia y seriedad con que previene, tan comunes en el gaucho seguro de sí mismo. 

INDICIOS 
Durante el desarrollo del cuento, el narrador nos va arrojando indicios de que el asunto terminará mal para el temerario toro del polaco. 
• El primero de estos indicios quizá deba verse en la palabra conserva, que prefigura el destino que tendrá, pues el término también se usa para nombrar a cierta carne destinada para alimento humano. 
• El toro logra pasar alambres de púa pero solo gracias a una decisión arriesgada: no hacer caso de los rasguños sangrantes. Todo indica que confía en su gran fortaleza y que unas cuantas heridas no lo detendrán jamás. Esto nos lleva a una pregunta lógica: ¿qué pasaría si el alambrado fuera extremadamente fuerte y el toro ya hubiera pasado medio cuerpo? 
• En un pasaje del cuento se dice que “…los vecinos estaban hartos de la bestia y de su dueño”. Obviamente es fácil colegir que, tarde o temprano, alguno de ellos haría algo para detener el abuso. Cosa que se reafirma con la advertencia del chacarero al polaco de que no vuelva a dejar suelto a Barigüí. En una segunda lectura, comprendemos que en realidad se trataba de un ultimátum. 
• La réplica contundente del chacarero al inglés “[El toro] no pasará dos veces” y el párrafo “…adquiría a esa semisombra una transparencia casi fúnebre” son otras dos indicaciones obvias; el asunto acabará en un hecho grave, mortal. Pese a todo, el narrador crea una astuta incertidumbre a través de un manejo magistral del diálogo entre el chacarero y el entrometido, a la par que escéptico, jinete inglés. 
• También es significativo el párrafo siguiente: “Revivía, en la tierra ya enfriada, el invernal olor de pasto quemado; y cuando el camino costeaba el monte, el ambiente, que se sentía de golpe más frío y húmedo, se tornaba excesivamente pesado de perfume de azahar”. Describe una estación del año, pero a la vez muestra un ambiente que bien puede relacionarse con la muerte o con connotaciones fúnebres: frío, humedad, pesadez, perfume de flores.
• La pesquisa de los caballos arroja indicios suficientes sobre un ahora posible alambrado infranqueable, incluso para Barigüí: dos hilos muy gruesos de alambre de púa, postes de cerne quemado (madera durísima), un alambre no sujeto a grampas como otrora (en un párrafo previo se muestra cómo saltaban las grampas) sino que los alambres nuevos pasan a través de agujeros practicados directamente en las maderas, postes más juntos que de costumbre, hilos muy estirados, etc. 
• Incluso el uso de dos hilos demuestra que el alambrado es una trampa. Es decir, pocos hilos para incentivar al toro a pasar (recordemos que antes eran cinco), pero ambos lo suficientemente fuertes como para que no cedan con facilidad. Después, la propia fuerza del toro y las afiladas púas completarán el resto. 



HORACIO QUIROGA 


(Horacio Silvestre Quiroga Forteza, Salto, Uruguay, 1878 — Buenos Aires, Argentina, 1937). 
Narrador de origen uruguayo. Sus cuentos reflejan con intensidad la subsistencia en la selva misionera argentina, selva en la que vivió gran parte de su vida. Admirador de Edgar Allan Poe, sus cuentos reflejan bastante del estilo clásico que postuló el narrador norteamericano. 
La vida de Quiroga estuvo desde muy temprano sumida en tragedias personales y también fue trágica su muerte. Sin embargo, no implica que su éxito se deba a estas contingencias. Como todo escritor profesional, el literato estaba por encima de su vida privada, y bien podía su estilo emerger brillante, más allá de sus pasiones o de su pasado. 
Entre sus obras se cuentan:
• Los arrecifes de coral (poemas, 1901)
• El crimen del otro (cuentos, 1904)
• Los perseguidos (cuentos, 1905)
• Historia de un amor turbio (novela, 1908)
• Cuentos de amor, de locura y de muerte (cuentos, 1917)
• Cuentos de la selva (cuentos infantiles, 1918)
• El salvaje (cuentos, 1920)
• Los sacrificados (teatro, 1920) 
• Anaconda (cuentos, 1921) 
• El desierto (cuentos, 1924)
• La gallina degollada y otros cuentos (cuentos, 1925)
• Los desterrados (cuentos, 1926)
• Pasado amor (novela, 1929)
• Más allá (cuentos, 1935)
• El hombre muerto (cuentos) 



LA CONJURA DE LOS NECIOS” DE JOHN KENNEDY TOOLE
Héctor Zabala © 
.
Ignatius J. Reilly es el personaje principal de esta extraordinaria novela, que muestra de manera descarnada la historia de un treintañero de Nueva Orleans. Un ser multifacético y contradictorio: excéntrico, egoísta, malcriado, manipulador, maquiavélico, glotón, hipocondríaco, comodón, indolente para el trabajo pero hiperactivo para armar escándalos y embrollos, intelectual, moralista, misántropo, de sexualidad ambigua, defensor acérrimo de las ideas medievales. Su rigidez además lo hace un censor fanático de los supuestos males del mundo moderno al que define como herético. Bajo su mira implacable caen protestantes, homosexuales, prostitutas, programas de TV, la psicología freudiana, etc. No por nada en Nueva Orleans este personaje (no el autor) tiene un monumento. 
La extravagancia del sujeto y la ágil pluma del narrador hacen que se dé un clima desopilante de manera casi permanente. Novela muy recomendable. 
Vaya como ejemplo, este fragmento del capítulo VII: 

“… 
Entre los transeúntes vespertinos que pasaban apresurados delante de Vendedores Paraíso Incorporated, pasó arrastrándose lentamente una figura impresionante: Ignatius. Se detuvo ante el estrecho garaje, aspiró los humos de Paraíso con gran placer. Sus protuberantes pelos nasales analizaron, catalogaron, categorizaron y clasificaron los distintos aromas, la salchicha, la mostaza, el lubricante. Aspiró profundamente, preguntándose si detectaba también o no, un olor más sutil, el aroma leve de los panecillos. Miró las manos de blancos guantes de su reloj de pulsera Ratón Mickey y comprobó que solo hacía una hora que había comido. Aun así, aquellos aromas intrigantes estaban haciéndole salivar activamente. 
Entró en el garaje y miró por allí. En un rincón había un viejo que hervía salchichas en una enorme olla, cuyo tamaño empequeñecía el hornillo de gas sobre el que se asentaba. 
—Disculpe, caballero —dijo Ignatius—. ¿Venden ustedes al detall
Los ojos acuosos del viejo se volvieron hacia el enorme visitante. 
—¿Qué quiere usted? 
—Me gustaría comprar una de sus salchichas. Tienen un aroma delicioso. Quería saber si me vendía usted una. 
—Desde luego. 
—¿Puedo elegirla? —preguntó Ignatius, asomándose al borde de la olla. 
Las salchichas silbaban y bailaban en el agua hirviendo como paramecios artificialmente coloreados, vistos desde un gigantesco microscopio. Ignatius se llenó los pulmones de aquel aroma amargo y picante. 
—Me imaginaré que estoy en un restorán elegante y que esto es la olla de las langostas. 
—Tome, sáquela con este tenedor —dijo el hombre, entregándole a Ignatius una especie de lanza doblada y corroída—. Y procure no tocar el agua con las manos. Es como ácido. Fíjese cómo ha dejado el tenedor. 
—Caramba —dijo Ignatius al viejo, después de haber dado el primer mordisco—. Son fuertes, eh. ¿Qué ingredientes tienen? 
—Caucho, cereal, tripa. ¿Quién sabe? Yo no me atrevería a comprarlas, la verdad. 
—Resultan curiosamente atractivas —dijo Ignatius, carraspeando—. Me pareció que las vibrisas de mi nariz detectaban algo único cuando pasaba por ahí fuera. 
Ignatius masticaba con una ferocidad beatífica, estudiando una cicatriz que tenía el viejo en la nariz y oyéndole silbar. 
—¿Eso que silba es de Scarlatti? —preguntó al fin. 
—Bueno, yo creo que es Turkey in the Straw
—Tenía la esperanza de que conociera la obra de Scarlatti. Fue el último músico —añadió Ignatius, reanudando su furioso ataque a la gran salchicha—. Con sus evidentes dotes musicales, podría dedicarse usted a algo de más mérito. 
Ignatius siguió masticando mientras el viejo reanudaba su monótono silbar. Luego, dijo: 
—Sospecho que piensa usted que Turkey in the Straw es algo auténticamente norteamericano. Pues bien, no lo es. Es una abominación discordante. 
—No me parece que eso tenga mucha importancia. 
—¡Tiene muchísima, caballero! —chilló Ignatius—. Venerar cosas como Turkey in the Straw es la raíz misma de nuestros problemas actuales. 
—¿Pero de dónde demonios sale usted? ¿Qué quiere? 
—A ver, ¿cuál es su opinión sobre una sociedad que considera Turkey in the Straw como uno de los pilares de su cultura? 
—¿Pero quién piensa eso? —preguntó el viejo irritado. 
—Todo el mundo. Sobre todo los cantantes populares y los profesores de tercer grado. Hay hoscos pregraduados y párvulos que están cantándolo siempre, como hechiceros. —Ignatius eructó—. Creo que tomaré otra de esas deliciosas salchichas. 
Tras la cuarta salchicha, Igantius repasó labios y bigote con su majestuosa lengua color rosa y le dijo al viejo: 
—No recuerdo haberme sentido tan satisfecho en mucho tiempo. He tenido suerte al encontrar este lugar. Me espera un día preñado de infinitos horrores. Estoy sin trabajo en este momento e intentando encontrarlo. Y es como si me hubiese lanzado a buscar el Santo Grial. Llevo ya una semana deambulando por el barrio comercial. Carezco, al parecer, de alguna perversión específica que buscan los patrones de hoy. 
—No tiene suerte, ¿eh? 
—Bueno, he contestado solo a dos anuncios esta semana. Hay días que estoy absolutamente desquiciado ya cuando llego a la calle Canal. Esos días puedo darme por satisfecho si tengo ánimo bastante para entrar en un cine. En realidad, he visto ya todas las películas que ponen en el centro y, dado que son lo suficientemente ofensivas como para que se mantengan en cartelera indefinidamente, la semana que viene se presenta particularmente lúgubre. 
El viejo miró a Ignatius y luego la enorme olla, el hornillo de gas, los carros abollados. Al fin, dijo: 
—Yo puedo darle trabajo aquí. 
—Muchísimas gracias —dijo Ignatius en tono condescendiente—. Pero aquí no podría trabajar. Este garaje es muy húmedo y yo soy propenso a las afecciones respiratorias, entre varias otras. 
—Pero no trabajaría usted aquí, hijo. Yo digo como vendedor. 
—¿Qué? —aulló Ignatius—. ¿Todo el día en la calle, expuesto a la lluvia y a la nieve? 
—Aquí [en Nueva Orleans] no nieva, hijo. 
—Sí que nieva, pocas veces, pero nieva. Lo más probable es que se pusiera a nevar en cuanto saliera yo a la calle, arrastrando uno de esos carros. Seguro que me encontrarían tirado en el arroyo, con todos mis orificios llenos de carámbanos, y los gatos callejeros echados sobre mí para aprovechar el calor de mi último aliento. No, gracias, caballero. He de irme. Ahora recuerdo que tengo una cita. 
Ignatius miró con aire ausente su relojito y vio que había vuelto a pararse. 
—Solo un poquito, hijo —suplicó el viejo—. Pruebe un día. ¿Qué le parece? Necesito vendedores. 
—¿Un día? —repitió incrédulo Ignatius—. ¿Un día, dice? Yo no puedo desperdiciar uno de mis valiosos días. Tengo que ir a sitios y ver gente. 
—De acuerdo —dijo con firmeza el viejo—. Entonces, págueme el dólar que me debe por las salchichas. 
—Me temo que tendrán que correr por cuenta de la casa, o del garaje, o lo que esto sea. Mi madre descubrió anoche en mis bolsillos varias entradas de cine y hoy solo me ha dado para el transporte. 
—Llamaré a la policía. 
—¡Oh, Dios mío! 
—¡Págueme! ¡Págueme o llamo a la policía! 
El viejo empuñó el largo tenedor y colocó diestramente sus dos dientes herrumbrosos en el cuello de Ignatius. 
—Está usted agujereando mi bufanda importada —chilló Igantius. 
—Deme el dinero del transporte. 
—No puedo ir caminando hasta la calle Constantinopla. 
—Tome un taxi. Alguien le pagará al taxista cuando llegue a su casa. 
—¿Cree usted en serio que mi madre me creería si le dijese que un viejo me había amenazado con un tenedor y me había quitado el dinero del pasaje? 
—No estoy dispuesto a dejar que me roben más —dijo el viejo, rociando a Ignatius con saliva—. Es lo que pasa en este negocio. Los vendedores ambulantes y la gente de las gasolineras son los que peor la pasan. Robos, asaltos. Nadie respeta a un vendedor de salchichas. 
—Eso es patentemente falso, caballero. Nadie respeta más que yo a los vendedores de salchichas. Realizan uno de los pocos servicios dignos de nuestra sociedad. El robar a un vendedor ambulante de bocadillos de salchicha es un acto simbólico. No es un robo provocado por la avaricia, sino más bien por un deseo de humillar al vendedor. 
—Cierre de una vez esa bocaza y págueme. 
—Es usted muy obstinado para ser tan viejo. Sin embargo, no estoy dispuesto a caminar cincuenta cuadras para llegar a mi casa. Preferiría morir atravesado por un tenedor herrumbroso. 
—De acuerdo, amigo, escuche. Haremos un trato. Usted sale una hora con uno de esos carritos y consideraremos zanjado el asunto. 
—¿No necesito algún permiso del Departamento de Higiene o algo por el estilo? Quiero decir, podría tener algo entre las uñas que fuera muy perjudicial para el organismo humano. Por otra parte, dígame, ¿consigue usted a todos sus vendedores de este modo? Sus prácticas de contratación no están muy a tono con la época contemporánea. Tengo la impresión de haber sido víctima de un reclutamiento forzoso. Me da un poco de miedo preguntarle cómo despide usted a sus empleados. 
—Mire, no vuelva a intentar nunca robarle a un salchichero. 
—Acaba usted de concretar su punto. En realidad, ha concretado dos, y literalmente: en mi cuello y en mi bufanda. Es única en su género. Se hizo en una fábrica de Inglaterra destruida por la aviación alemana. Y se rumorea que la aviación alemana tenía orden de destruir precisamente esa fábrica para hundir la moral de los ingleses, pues los alemanes habían visto a Churchill con una bufanda de este tipo en un noticiero cinematográfico confiscado. Y, en realidad, esta podría ser justamente la misma que llevaba Churchill en aquel noticiero. Hoy su valor es de miles de dólares. Puede utilizarse también como chal. Mire. 
—Bien —dijo por fin el viejo, tras ver a Ignatius ponerse la bufanda como faja, cinturón, capa y falda escocesa, como cabestrillo para un brazo roto y como pañuelo—, en una hora usted no perjudicará mucho a Vendedores Paraíso. 
—Si las alternativas son cárcel o nuez perforada, empujaré gustosamente uno de sus carros. Aunque no puedo predecir lo lejos que vaya a llegar. 
—No me interprete mal, hijo. No soy mala persona, pero no me queda más remedio que hacer lo que hago. Llevo diez años intentando convertir Vendedores Paraíso en una empresa respetable, pero no es nada fácil. La gente menosprecia a los vendedores ambulantes. Creen que este es un negocio de vagabundos y borrachos. Es difícil encontrar vendedores decentes. Y después, cuando encuentro a algún tipo correcto, van y lo asaltan los delincuentes. ¿Por qué tiene Dios que poner las cosas tan difíciles? 
—No debemos poner en entredicho sus acciones —dijo Ignatius. 
—Puede que no, pero no consigo entenderlo, la verdad. 
—Puede que las obras de Boecio le diesen alguna pista. 
—Leo lo del Padre Keller y lo de Billy Graham en el diario todos los días. 
—¡Oh, Dios mío! —masculló Ignatius—. No me extraña que se sienta usted perdido. 
—Tome —dijo el viejo—, abriendo un armario metálico que había junto al hornillo—. Póngase esto. 
Sacó del armario lo que parecía una especie de ropón blanco y se lo entregó a Ignatius. 
—¿Qué es esto? —preguntó, muy feliz, Ignatius—. Parece una toga académica. 
Ignatius se la metió por la cabeza. Encima de la chaqueta, aquel ropón lo hacía parecer un huevo de dinosaurio a punto de romper. 
—Sujéteselo al cuerpo con el cinturón. 
—Ni hablar. Estas cosas deben caer libremente sobre la figura humana, aunque parece que permite poco margen. ¿Está seguro de no tener por ahí una más grande? 
“Tras una inspección detenida, advierto que esta toga está más bien amarillenta en los puños. Espero que estas manchas del pecho sean de salsa de tomate, y no de sangre. Los delincuentes podrían haber acuchillado al último usuario.” 
—Tome, póngase esta gorra —el viejo le dio un rectangulito blanco de papel. 
—Ni hablar. No estoy dispuesto a llevar una gorra de papel. La que tengo es perfecta y mucho más higiénica. 
—No puede llevar una gorra de cazador. Este es el uniforme de Vendedores Paraíso. 
—¡No estoy dispuesto a llevar una gorra de papel! No quiero morir de neumonía por un capricho suyo. Hunda usted el tenedor en mis órganos vitales, si así lo desea. No llevaré esa gorra. Prefiero la muerte al deshonor y la enfermedad. 
—Está bien, de acuerdo —el viejo suspiró—. Venga y tome este carro. 
—¿Cree usted que voy a dejarme ver por las calles con esa monstruosidad abominable en forma de salchicha roja? —preguntó Ignatius, furioso, alisándose la bata de vendedor—. Está bien, está bien —dijo, mirando al viejo. 
Luego abrió la tapa del pocillo del carro y, con un tenedor, empezó a pasar lentamente salchichas de la olla al pocillo. 
—Bueno, le doy una docena de salchichas —abrió una tapa que había encima del panecillo metálico—. Aquí le meto un paquete de panecillos. ¿Entendido? 
Luego, cerró aquella tapa y abrió una puertita lateral situada en la resplandeciente salchicha roja. 
—Aquí hay una latita de calor líquido que mantiene calientes las salchichas. 
—Dios santo —dijo Ignatius con cierto respeto—. Estos carros son como rompecabezas chinos. Sospecho que me pasaré la vida abriendo la puertita que no es. 
El viejo abrió aún otra puertita, situada al fondo de la salchicha. 
—¿Y ahí qué veo? ¿Una ametralladora? 
—Aquí van la mostaza y la salsa de tomate. 
—Bueno, haremos una valerosa tentativa, aunque puede que le venda a alguien la lata de calor líquido al doblar la esquina. 
El viejo arrastró el carro hasta la puerta del garaje y dijo: 
—Bueno, muchacho, adelante, ánimo. 
—Muchísimas gracias —contestó Ignatius, saliendo con la gran salchicha de lata a la vereda—. Volveré raudo de aquí a una hora. 
—No vaya por la vereda con ese armatoste. 
—Supongo que no pensará que voy a meterme entre el tráfico. 
—Pueden detenerlo por andar con un chisme de estos por la acera. 
—Bueno —dijo Ignatius—. Si me sigue la policía, nadie se atreverá a robarme. 
Ignatius se alejó lentamente de las oficinas centrales de Vendedores Paraíso entre los numerosos peatones que se apartaban a ambos lados de la gran salchicha como olas ante la proa de un barco. Era mejor pasar el tiempo así que ver a jefes de personal, varios de los cuales, pensó Ignatius, le habían tratado bastante malévolamente en los últimos días. Dado que los cines quedaban fuera de su alcance por falta de fondos, habría tenido que vagar, aburrido y sin destino, por el barrio comercial hasta que le pareciese que podía volver a casa. La gente de la calle miraba a Ignatius, pero nadie compraba. Después de recorrer media manzana, comenzó a gritar. 
—¡Salchichas! ¡Salchichas del Paraíso! 
—Salga usted de la vereda, amigo —le gritó un viejo detrás. 
Ignatius dobló la esquina y estacionó el carro contra un edificio. Abrió las diversas tapas y se preparó un bocadillo, que devoró ávidamente. Su madre llevaba toda la semana de un humor de perros, negándose a comprarle Dr. Nut, aporreando la puerta de su cuarto cuando él intentaba escribir, amenazando con vender la casa e irse a vivir a un asilo de ancianos. Encima le hablaba a Ignatius del policía Mancuso que, pese a tenerlo todo en contra, luchaba para conservar su trabajo, quería trabajar, no se desanimaba por la tortura y el exilio en los servicios de la terminal de ómnibus. La situación del policía Mancuso le recordaba a Ignatius la de Boecio, cuando estaba preso por orden del emperador antes de ser ejecutado. Para aplacar a su madre y mejorar las condiciones de vida en casa, le había dado La consolación por la filosofía, una traducción inglesa de la obra de Boecio, escrita mientras sufría una prisión injusta y le había dicho que se la diera al policía Mancuso, para que la leyera mientras estaba escondido en la cabina. 
—El libro nos enseña a aceptar lo que no podemos cambiar. Describe el calvario de un hombre justo en una sociedad injusta. Es la verdadera base del pensamiento medieval. Ayudará, sin duda, a tu policía en sus momentos de crisis —dijo benévolamente Ignatius. 
—¿Sí? —había preguntado la Señora Reilly—. Oh, qué amabilidad, Igantius. Ya verás lo contento que se pondrá Ángelo. 
Durante un día, al menos, aquel regalo al policía Mancuso aportó una paz temporaria a la vida de la calle Constantinopla. 
En cuanto concluyó el primer bocadillo de salchicha, Ignatius se preparó y consumió otro, pensando en otras amabilidades que le permitiesen posponer el trabajar de nuevo. Quince minutos más tarde, percibiendo que la reserva de salchichas en el pocillo disminuía visiblemente, se decidió a favor de la abstinencia, al menos de momento, y se puso a empujar lentamente el carrito calle abajo, gritando de nuevo: 
—¡Salchichas! 
…” 


JOHN KENNEDY TOOLE 

(Nueva Orleans, Luisiana, 17/12/1937 — Biloxi, Misisipi, 26/3/1969) fue un novelista estadounidense, autor de La conjura de los necios. Al parecer, se suicidó por no conseguir publicarla. Finalmente fue editada en 1980 gracias a la insistencia de su madre, Thelma Toole. En 1981, la obra ganaría el Premio Pullitzer de ficción. 




SOBRE LA CENSURA A UN TANGO DE MANZI Y OTRAS AGUDEZAS 
Héctor Zabala ©

ANTECEDENTES 
Homero Manzi fue uno de los grandes poetas populares de Buenos Aires. Pese a no ser oriundo de la capital argentina (nació en Añatuya, un pueblito de Santiago del Estero, distante unos mil kilómetros), su crianza transcurrió en la ciudad porteña. En un mundo cambiante, como el de su juventud, logró inmortalizar en versos la pérdida de las cosas (antiguos barrios, oficios, hábitos) que se irían para no volver jamás. Su talento consistió justamente en hacer de la nostalgia un testimonio cabal de nuestras viejas costumbres ciudadanas, que sin duda jerarquizaría al tango como muy pocos autores lo lograron. 
Es justo decir que, en general, sus letras no fueron censuradas. Sin embargo, hay un caso paradigmático. De paso, vale la pena aclarar que la censura en la Argentina, por lo menos en lo que hace al tango, no nació con el golpe militar del 4 de junio de 1943 sino bastante antes, aunque también es cierto que las prohibiciones recrudecieron a partir de esa fecha. 
En efecto, la censura ya hacía lo suyo aun desde el gobierno anterior, surgido en elecciones. La administración de Ramón Castillo, quien había reemplazado en la titularidad del Poder Ejecutivo al presidente Roberto M. Ortiz por razones de salud, no fue ajena al uso del lápiz rojo. 

LA LETRA EN CUESTIÓN 
El tango Tal vez será mi alcohol (orquesta de Lucio Demare y voz de Raúl Berón) fue grabado el 6 de mayo de 1943, un mes antes del levantamiento militar. Sin embargo, a los pocos días (y antes del golpe) los discos pertinentes debieron retirarse de la venta a causa de su imposible emisión por radio. Cabe recordar que en los años ‘40, época previa a la TV, el gran medio de difusión para todo lo concerniente a obras musicales de carácter popular era la radiofonía. 
Aunque la Resolución 06869 de Radiocomunicaciones [1] sería aprobada más tarde —el 14 de octubre de 1943, bajo el gobierno de facto—, mucho antes corría ya una especie de lista negra que alcanzó, entre otros, a este tango de Manzi, seguramente por considerárselo una incitación al vicio. 
El 13 de septiembre de ese año, con varias modificaciones a la letra original, el tango volvería a ser grabado, pero bajo el título Tal vez será su voz, pues caerían bajo anatema —además del nombre de la obra— los versos 1º, 2º, 5º, 13º, 14º, 15º, 16º, 18º, 19º, 20º, 21º, 23º, 24º, 28º y 29º. Es decir, más de la mitad de la poesía. 
A continuación se indican en rojo las partes que fueron censuradas y cambiadas. 

TAL VEZ SERÁ MI ALCOHOL
Letra original de Homero Manzi del 6/5/1943 [2]

Suena el fueye, la luz está sobrando,
se hace noche en la pista y sin querer
las sombras se arrinconan evocando
a Griseta, a Malena, a María Ester.

Las sombras que a la pista trajo el tango
me obligan a evocarla a mí también.
Bailemos que me duele estar soñando
con el brillo de su traje de satén.

¿Quién pena en el violín?
¿Qué voz sentimental
cansada de sufrir
se ha puesto a sollozar así?

Tal vez será tu voz,
[…] aquella que una vez
de pronto se apagó.
¡Tal vez será mi alcohol, tal vez!
Su voz no puede ser,
su voz ya se durmió.
¡Tendrán que ser nomás
fantasmas de mi alcohol!

Como vos, era pálida y lejana,
negro el pelo, los ojos verde gris.
era también su boca
entre la luz del alba
una triste flor de carmín.

Un día no llegó, quedé esperando,
y luego me contaron su final.
Por eso con la sombra de los tangos
¡la recuerdo vanamente más y más!


TAL VEZ SERÁ SU VOZ
Letra modificada de Homero Manzi del 13/9/1943 [2]

Suena el piano, la luz está sobrando,
se hace noche de pronto y sin querer
las sombras se arrinconan evocando
a Griseta, a Malena, a María Ester.

Las sombras que esta noche trajo el tango
me obligan a evocarla a mí también.
Bailemos que me duele estar soñando
con el brillo de su traje de satén.

¿Quién pena en el violín?
¿Qué voz sentimental
cansada de sufrir
se ha puesto a sollozar así?

Tal vez será el rumor
de aquella que una vez
de pronto se durmió.
¡Tal vez será su voz, tal vez!
Su voz no puede ser,
su voz ya se apagó.
¡Tendrá que ser nomás
mi propio corazón!

Era triste, era pálida y lejana,
negro el pelo, los ojos verde gris.
Y eran también sus labios
al sol de la mañana
una triste flor de carmín.

Un día no llegó, quedé esperando,
y luego me contaron su final.
Por eso con las sombras de los tangos
¡vanamente la recuerdo más y más!


MODIFICACIONES Y MOTIVOS INQUISITORIALES 
• En el verso 1º, se sustituyó la palabra “fueye” por la anodina “piano”. La censura no quería lunfardismos y el sinónimo castizo (bandoneón) hubiera violentado la métrica. 
• En el 2º, se reemplazó “en la pista” por “de pronto”. La palabra pista, si bien no provenía del lunfardo, aún no estaba aceptada por la Real Academia Española en cuanto a tal significado. En su Diccionario de 1939 (que era la versión vigente en 1943), no figuraba la actual acepción: 
3.f. Espacio destinado al baile en salones de recreo, discotecas, etc
Por otra parte, pista quizá le traería al censor connotaciones de locales de bajo fondo, de antros de mala vida o quizá hasta de pista de carreras de caballos, con seguridad otro escándalo para censores pundonorosos. Igual razón reconoce el reemplazo de “a la pista” por “esta noche” del 5º verso. 
• Donde más se siente la censura es en la estrofa que contiene los versos 13º al 20º, y que —después de los cambios— la belleza poética queda muy deteriorada, además de que la historia del poema cambia por completo de raíz. 
En efecto, el argumento primigenio hablaba de un hombre que bebía para sobrellevar el estado depresivo provocado por la pérdida de su amada. En la historia corregida no hay depresión ni intento de paliarla con buenos ni malos tragos: solo hay simple nostalgia. Y a tal punto se tergiversa la idea de origen, que los posibles efectos de la bebida se sustituyen (o al menos se sugiere) por simples penas del corazón. De paso, esta última palabra, tan cara como posible centro de los sentimientos humanos, sirve una vez más para abusar de su uso en rimas y cierres. ¡Chan, chan! 
• Hay una permutación entre los versos 16º y 18º (“apagó” por “durmió” y viceversa) que posiblemente responda a que, para la mentalidad del censor, una voz quizá no podría dormirse pero sí apagarse. Aclaro que esto es conjetura mía. Pero una conjetura que se sustenta en argumentos sólidos: por aquel entonces se insistía también en la necesidad del sentido cuasi literal. El significado debía ser límpido, para nada oscuro ni ambiguo; es decir, obvio y, ¿por qué no?, mediocre. Así que, nada de metáforas sospechosas.
• Probablemente para la censura, el primitivo verso 24º fuese demasiado desvergonzado. La expresión “al sol de la mañana” suena más inocente a los oídos de cualquier censor, que se precie de serlo, que su precedente “entre la luz del alba”, frase que connota oscuridad, perdición, sexo, pecado. 

UN CASO ESPECIAL QUE TRAJO COLA 
• El verso 21º fue sustituido en parte porque allí aparecía un demonio mucho mayor que el del alcohol (como habría dicho el propio Manzi): el voseo
Este modismo argentino, que data de tiempos coloniales, era poco menos que sacrílego para los Torquemadas de la época. Porque, tal como sabemos, no deja de ser loable darse cuenta desde un trono de ciertos “errores” populares apenas cuatrocientos años después. Y qué mejor entonces que intentar cambiar a la gente, manu militari, su modo de hablar. 
En ese tiempo, al igual que ahora, todos los argentinos (aun los más cultos) voseaban en casa, entre amigos o con compañeros de trabajo, pero se daba la rara paradoja de que tal costumbre estaba absolutamente prohibida en radios, periódicos, libros escolares, textos académicos, conferencias, obras teatrales, películas nacionales, etc. 
Incluso la prohibición fue tan exagerada que una década más tarde hasta se quiso imponer el tuteo en los recreos (descansos) escolares por sugerencia de un trasnochado ministro de educación. El resultado fue que en muchos colegios se llegó al colmo de escuchar a las maestras tratando de usted a los alumnos para no caer en el voseo ni recurrir al tuteo. Porque el problema es que el tuteo es una forma de trato extraño entre argentinos; a la mayoría nos suena cómico, casi antinatural, más allá de que igual lo dominemos por la práctica de leer textos españoles o por tener casi todos algún abuelo o bisabuelo hispano. De ahí que hasta fuera probable que un empleado de la propia oficina de censura le dijera a otro: ¡Este verso no va, che! ¡No se lo podés dejar pasar! Sabés que el voseo aquí no corre. ¡Así que decile al tipo ese que para que esto funque, lo tiene que cambiar por el tuteo!
Pero en los colegios el remedio terminó siendo peor que la enfermedad. Las maestras al usar la fórmula de respeto se exponían a que los alumnos las considerásemos siempre enojadas o distantes. En Argentina, al menos en aquellos años, padres y madres recurrían al trato de usted cuando querían retar o mantener en penitencia al hijo travieso para enmendarlo. Sugerir desde un ministerio que no se usara el voseo no fue una buena idea. 

CONCLUSIÓN Y PARADOJA 
Pero lo más ridículo de toda esta historia es que la versión que todavía se canta hoy siga siendo la modificada (la del 13/9/1943), pese a que la letra original es notoriamente superior y ya no exista censura alguna. Se ve que el fantasma del inquisidor todavía persiste por los pasillos del tango. 

[1] Radiocomunicaciones era la oficina de la Dirección de Correos, que controlaba las emisiones radiales. 
[2] En ambos casos, la música es de Lucio Demare.



HOMERO MANZI 

Su verdadero nombre es Homero Nicolás Manzione Prestera. Nació en Añatuya, Provincia de Santiago del Estero, el 1º de noviembre de 1907. Sus padres se trasladaron al barrio porteño de Boedo en 1911. Allí se crió y tuvo contacto con la realidad de una Buenos Aires que iba perdiendo sus viejos barrios bajo la piqueta arbitraria del progreso, pero a los que supo describir con melancólico romanticismo.
Manzi vino así a jerarquizar la música de Buenos Aires. Desde el vals Viejo Ciego, escrito en los años ’20, hasta Discepolín, poco antes de morir, pasaron unos treinta años de casi continua obra poética. Obra que hizo en colaboración con todos los grandes músicos populares de la época: Sebastián Piana, Aníbal Troilo, Rodolfo Biagi, Lucio Demare, Félix Lípesker, Alfredo Malerba, Mariano Mores. A él y a Discépolo le debemos poemas que consolidaron definitivamente la fama ya lograda por el tango a través de Carlos Gardel, Alfredo Le Pera, Ignacio Corsini, Ángel Villoldo, Azucena Maizani y tantos otros.
También se puede decir que Manzi, junto al maestro Sebastián Piana, revitalizó la milonga con poesías hermosas que permitieron la natural expresión de las posibilidades artísticas de ese ritmo, rescatándolo del olvido y, quizás, de una muerte segura. En su repertorio poético tampoco faltaron letras para valses de tipo criollo.  
Se cuentan entre sus obras, y esto solo a modo de pequeño ejemplo: Milonga sentimental (1931), Milonga del 900 (1933), El pescante (1934), Milonga triste (1936), Manoblanca (1939), Pena mulata (1940), Negra María (1941), Barrio de tango (1942), Malena (1942), Ninguna (1942), Ropa blanca (1943), Después (1944), Oro y plata (1945), Nobleza de arrabal (1946), Desde el alma (1948), Sur (1948), El último organito (1949), Una lágrima tuya (1949), Che, bandoneón (1950).  
Hombre de muchas inquietudes, supo hacer cine, en el que cumplió roles de guionista, autor, adaptador y hasta director en más de veinte películas. Su nombre se encuentra en títulos como la Guerra gaucha (1942), Pampa bárbara (1945), etc.
En materia política fue un apasionado que desarrolló un idealismo auténtico sin apetencias personales, hasta el punto de conocer la cárcel injustamente. La palabra nacionalista nunca fue —como en su caso— escrita tan bien con C, en una época en la que la “civilizada” Europa solía graficarla con Z. Yrigoyenista convencido, pidió su desafiliación de la UCR al entender que las autoridades de ese partido ya no sustentaban a su criterio los principios patrióticos que habrían imaginado Hipólito Irigoyen, Leandro Alem y los demás fundadores. Con figuras relevantes como Arturo Jauretche y Luis Dellepiane creó FORJA en 1935, línea política dentro del radicalismo, pero opuesta a la conducción central del partido. A FORJA se plegarían luego hombres no radicales como Raúl Scalabrini Ortiz. En su última época, Manzi simpatizó con el justicialismo por entender que Juan Perón encarnaba mejor las ideas yrigoyenistas que la propia UCR.
Sin embargo, nunca ejerció un cargo oficial ni con los radicales ni con los justicialistas ni con nadie, habiendo podido ser un excelente Secretario de Cultura, por ejemplo. Pero, ¿quién se hubiera arriesgado? A Manzi no le temblaba la lapicera a la hora de criticar las cosas mal hechas o las actitudes timoratas. El artículo en la revista Micrófono del 20 de septiembre de 1934, Errores de Carlos Gardel, en el que —con finura pero con firmeza y fundamento— critica a la máxima gloria popular argentina de su tiempo (y probablemente la máxima de todos los tiempos hasta hoy), no dejaba de ser un buen ejemplo del peligro al que se exponía cualquiera, por más amigo que fuese o por más admiración —como era el caso de Gardel— que le tuviera Manzi. Y ningún político gusta de tales experiencias molestas. Manzi no era un tipo sumiso ni políticamente correcto, no era un levantamanos como tantos.
Fue muy importante también su actuación gremial en SADAIC (Sociedad Argentina de Autores y Compositores de Música) en la que ocupó diversos cargos desde 1936 y de la que llegó a ser presidente.
Otro gran poeta, Enrique Santos Discépolo, definió a Manzi como el “poeta de las cosas que se fueron” y no cabe duda de que se trató de una buena definición. Cuando murió el 3 de mayo de 1951 en Buenos Aires, Barquina [1], periodista de policiales del diario Crónica, le dijo a su amigo Aníbal Troilo: “Gordo, mercadería como esta no tiene reposición”.

[1] Barquina es el seudónimo de Francisco Loiácono, según nos cuenta el especialista Alberto Mario Perrone.



EL BLUF DE GRAN HERMANO Y LA CULTURA ARGENTINA
Héctor Zabala © 

EL MONSTRUO CONTRAATACA 
Al mejor estilo de El regreso de los muertos vivos o de Jurasic Park, películas en las que se ven resucitar monstruos del pasado, la TV argentina nos sorprende con una nueva versión de Gran Hermano 2011, cuando toda persona sensata suponía que seguirían enterrados ad infinitum ¡Excelente, sigan así, mejorando día a día la cultura nacional! 
El programa es más o menos una copia de su equivalente holandesa, supuestamente inspirada en un libro de George Orwell [1], pero vale la pena recordar que no es privativa de los Países Bajos ni de Argentina. 
También suecos, belgas, españoles, norteamericanos, ingleses, africanos, alemanes, noruegos, australianos, brasileños, canadienses, croatas, ecuatorianos, mexicanos, colombianos, franceses, rumanos y muchísimos más han caído en lo mismo. Y aunque el refrán “mal de muchos, consuelo de tontos” siga en vigencia, al menos podemos decir que no estamos solos en esto y de paso comprobar una vez más que la estupidez no respeta fronteras, razas ni credos. Sin embargo, sería interesante descubrir si algún país quedó indemne, a fin de instituir el Premio Internacional a la Sensatez para dárselo al que sea como ejemplo para la humanidad toda. 

UN SIEMPRE VIGENTE OSCAR WILDE 
Si Oscar Wilde no nos hubiera advertido hace poco más de un siglo sobre la necesidad de cierta gente por ver y oír hasta el cansancio las mismas estupideces, hubiera sido difícil de creer en la vuelta de Gran Hermano a la TV argentina por aire; pero, bueno, aquel escritor perspicaz lo puso en su ensayo [2], estamos avisados, y es obvio que los directivos de algunos canales hacen lo imposible para que Wilde siga vigente hasta el juicio final. Quizá sea esta la única misión en la vida de un gerente de TV, pero aun así cuesta entender la terquedad asnal de repetir y repetir la misma tontería mediática, como si una veintena de tipos encerrados por propia voluntad nos vaya a enseñar algo nuevo o fuera tan fascinante de ver. 

CRÉDULOS PESE A LOS TESTIMONIOS EN CONTRA 
Pero lo más sorprendente es que haya televidentes que todavía crean que este “juego” está hecho realmente en serio, es decir que aún queden espíritus ingenuos como para dejarse calentar la cabeza en pos de un amor o un odio hacia personas que ni siquiera conocen. O peor aún, que crean que pueden llegar a conocerlas en profundidad porque las ven comer, gritarse, perdonarse, dormir o rascarse el ombligo durante unos meses. Y encima, no se den cuenta que estos amores y odios están fomentados por productores que utilizan estudiadas técnicas masivas de persuasión a fin de que la gente desperdicie su dinero en llamadas telefónicas y alimente así a un programa que solo merece desprecio. 
Y lo peor es que todo ese público ingenuo no recuerde, después de casi dos décadas, el testimonio de varios integrantes de ediciones anteriores (o de similares, como El Bar) que revelaban a quien quería oírlos que todo el programa había sido una farsa desde el primer día, que respondía a un guion general y que cada integrante cumplía un rol específico, como ser: un tipo difícil, histérico, abnegado, bruto, intelectual, traumado, fanfarrón, estúpido, taimado o mujeriego, cuando no lesbiana, gay o con alguna otra singularidad sexual para llamar más la atención. Y no faltó, además, quien asegurara que los participantes debían decir una línea de texto pergeñada de antemano por la productora (texto que, oh casualidad, coincidía siempre con el tema más conveniente para ese instante) y hasta sostener diálogos con pie actoral y todo, según la 14ª acepción de la palabra pie en el Diccionario de la RAE, tal como los actores hacen en el teatro o en el cine, a fin de darle fluidez a la ficción que representan. 

SU SIMILITUD CON EL CATCH 
Así que, tal como en el catch-as-catch-can de tiempos de Titanes en el Ring [3], en el que en apariencia los luchadores se daban todo tipo de golpes peligrosísimos (como patadas voladoras, piquetes de ojo, pisotones en el cuello, etc.), toda versión de Gran Hermano vendría a resultar un bluf, un espectáculo de circo o de prestidigitación. 
De hecho, una patada voladora, como las que vimos practicar de chicos a más de un luchador de catch, hubiera significado dejar al rival en coma, de haberse hecho tal como sugería la tele. Sin embargo, nuestros ojos infantiles veían al luchador agredido levantarse con presteza y seguir el combate con una energía envidiable, como si nada hubiera pasado. Y es que en realidad nada le había pasado. Un habilidoso camarógrafo mostraba la “tremenda patada” que pasaba de derecha a izquierda (o viceversa) por la pantalla de nuestro televisor y la caída simultánea largamente ensayada del otro, que más que rival era un compañero de trabajo. 
¿Dónde estaba el truco? Algunos camarógrafos ineptos lo develaron más tarde cuando sus cámaras apuntaron alguna vez de frente (ángulo erróneo, prohibido) a quien tiraba la patada voladora, permitiendo así, sin querer, que todo el mundo viera cómo el cuerpo de la fortaleza volante pasaba a unos diez centímetros del torso o el rostro adversario. 
Bueno, en Gran Hermano, parece que se utilizan técnicas similares en cuanto a cámara y libretos. 

RAZONES PARA QUE EL PROGRAMA SEA UN BLUF 
• Y más allá de que haya psicólogos que hablen en contra de los Gran Hermano, por razones de vulnerabilidad para ciertos concursantes, o que lo tilden de programa perverso o de experimento nazi, lo cierto es que no es irrazonable pensar en un montaje adrede y completo porque nadie sabe cómo puede reaccionar una persona vulnerable (si el asunto fuera de veras) ante una injusticia real o imaginaria, bajo el estrés de meses de encierro, sin apoyo inmediato de sus seres queridos y con el arrastre de otras carencias básicas, si de pronto le sobreviene un ataque psicótico o una fuerte neurosis. 
Por ende, es muy razonable suponer que aquellos “ex grandes hermanos” decían (y dicen) la verdad en cuanto al tema de los libretos. Y esto además se compadece con que un canal televisivo nunca va a arriesgarse a que ocurra un hecho delictivo irreparable, por más que rodeen a los candidatos a cobayos con equipos de psicólogos a modo de bomberos. Para asesinar, solo se necesita unos segundos, cualquiera lo sabe, y después no hay contrato firmado que valga frente a un juez o cámara federal que quiera y deba impartir justicia. Al fin y al cabo, estos programas se hacen para ganar dinero, no para que el canal lo pierda en indemnizaciones de por vida. 
• Pero hay otra razón para creer que todo Gran Hermano responde a un libreto. Si a un grupo grande de personas se lo deja a su total albedrío en una casa-cárcel, lo más probable es que para los televidentes resulte un verdadero plomo por la sarta de diálogos (o monólogos) intrascendentes, inconexos, monótonos o egocéntricos, sumados a los tics, ansiedades, bostezos y siestas de los demás participantes, quienes, más allá de comer y beber, poco tendrían para mostrar. Ningún canal se arriesgaría a que sucediera esto porque entonces, salvo algunos masoquistas, ninguno lo vería después de un par de semanas. Y lo que más temen los canales televisivos son los niveles bajos de televidentes. 
• Y hay otra razón más: si un Gran Hermano no responde a un libreto, el experimento podría quedar fuera de control. Porque ante injusticias, reales o imaginarias, bien podrían darse verdaderas rebeliones en serio, en especial después de varios días de hastío. Y en tales condiciones, los participantes podrían ponerse de acuerdo y crear climas absolutamente obscenos, apáticos, grotescos, agresivos y hasta blasfemos, que terminarían en expulsiones masivas o el repudio generalizado de la gente, y en la inmediata caída de teleaudiencia y, de paso, de alguna cabeza gerencial. 

CONCLUSIÓN: ¿QUIÉNES JUEGAN EN REALIDAD? 
Si se piensa bien, el juego no es entre los que concursan, por más que las reglas digan esto, sino que se trata de un juego casi exclusivo de la producción. Sí, en realidad es la producción la que juega tanto con los televidentes como con los que quedan encerrados en la casa. 
En efecto, a los primeros la producción les saca dinero, acicateándolos con antipatías y simpatías inventadas, y a los segundos haciéndoles creer que mañana mismo serán famosos. Por supuesto, el dinero jamás volverá al bolsillo del incauto televidente y la fama es puro cuento, como bien dice el tango [4]. Un caso típico del juego del gato y el ratón. 

[1] Se trata de la novela de George Orwell, escrita entre 1947 y 1948, y editada en 1949 bajo el título 1984. El autor la llamó The Last Man in Europe (El último hombre en Europa), pero su título fue cambiado por razones comerciales. La novela muestra una sociedad alienada y controlada al máximo por un gobierno totalitario; control que llega no solo a todo hogar sino al pensamiento mismo de cada habitante, a través de un Gran Hermano o Hermano Mayor, especie de organización partidaria, ubicua y omnipresente.
[2] Oscar Wilde, El alma del hombre bajo el socialismo
[3] Titanes en el Ring fue un programa televisivo creado por el deportista-actor Martín Karadagián (Buenos Aires, 1922-1991) en el que su compañía de luchadores disputaba todos los años (con niveles altísimos de popularidad entre 1962 y 1973, y ya en decadencia hasta 1988) un pretendido campeonato mundial de catch-as-catch-can, siempre en la capital argentina. Dotado de mucho humor e inventiva para crear personajes y supuestos campeones de diversos países, Karadagián pretendía en sus exhibiciones ser armenio y campeón mundial de catch, especialidad que jamás fue aceptada como olímpica. En su época, varias compañías similares (o troupes) hacían lo mismo a lo largo del mundo y todas trabajaban bajo licencia circense. 
[4] Vieja viola, de Humberto Correa (1932): “…y la fama es puro cuento / y andando mal y sin vento / todo, todo se acabó...”



REALIDADES Y FICCIONES 
—Revista Literaria—
Nº 4 — Marzo de 2011 — Año II
ISSN 2250-4281

Director: Héctor R. Zabala
Ciudad de Buenos Aires, Argentina