jueves, 1 de junio de 2017

REALIDADES Y FICCIONES
—Revista Literaria—
Nº 29 — Junio de 2017 — Año VIII
ISSN 2250-4281

Inscripción gratuita como LECTOR
si escribe a zab_he@hotmail.com
indicando nombre y apellido, ciudad y país
(se le avisará cada nuevo número trimestral).

“Black & Red” (Negro y rojo)
Mónica Villarreal (2017)
(Acrílico sobre papel, 10" x 8")
Serie "Flying Fishes” (Peces voladores)

Sumario
• Topografía del dolor. Amelia Díaz Benlliure, “Tuya es la voz”. (Anna Rossell)
• “Tradiciones peruanas” de Ricardo Palma, un libro para tener en cuenta. (Héctor Zabala)
• “Rocco Incardona: cuerpo y libertad”, valiosa entrega de Adriana Gaspar. (Luis Benítez)
Eliseo Diego: Desaparecerá la poesía cuando no sea sorpresa. (José Antonio Cedrón)
• Melacio Castro Mendoza: “Me gustaría que la vida fuera una forma de poesía”. (Elga Reátegui Zumaeta)
• Tomás Segovia: La permanencia del sentido. (Alberto Espinosa Orozco)
• Nuevo currículo para Realidades y Ficciones:
–Elga Reátegui Zumaeta, Valencia, España – Lima, Perú.


TOPOGRAFÍA DEL DOLOR
Anna Rossell ©

Amelia Díaz Benlliure. Tuya es la voz
Los Libros de la Frontera.
El Bardo, colección de poesía,
Barcelona, 2013, 68 págs.

Hay una poesía tallada con el cincel de la razón, de arquitectura sopesada, construida desde la distancia reflexiva y analítica, y otra esculpida desde la herida abierta, escrita desde la inmediatez del dolor profundo y vivo, que busca en las palabras del poema el alivio que procura el saberlas pronunciadas, ver mitigado el desconsuelo en el momento en que adopta forma y cristaliza en verbo. La poesía de Amelia Díaz Benlliure (Castellón, 1959) pertenece a esta última especie.
Amelia Díaz Benlliure
Tuya es la voz es un poemario dedicado a un ser querido, es fruto de una vivencia personal de la poeta. Sin embargo Díaz sabe encontrar un registro que eleva esta experiencia a la categoría de universal. Así podría decirse que este libro es un homenaje a las víctimas más sensibles de las guerras, los niños a quienes se ha arrebatado el esencial derecho de la infancia, que han visto morir a sus seres queridos y cuyo alimento ha sido el sufrimiento y la frialdad que inocula la ausencia de cariño, la que se respira en un lugar que no es lugar y que marca para siempre la vida.
El poemario es un recorrido por una de estas vidas, que podría ser la de tantos otros de su misma condición. El punto de partida es la agonía, el tormento que, eterno compañero fiel del tú que evoca e invoca la voz poética, protagoniza el tránsito de este hacia la muerte. La voz poética rememora, desde este punto agónico del invocado, el sufrimiento de toda su trayectoria vital, al tiempo que refleja la infinita ternura que éste suscita en el sujeto poético: “Sus manos contaron memorias / de los niños sin padres / recluidos entre sombras, / en templos profanados/tras el exilio de los dioses”. La lectura es pues un viaje por la topografía del dolor, por todos sus repliegues, pero también por la compasión en el sentido genuino de la palabra, por la sintonía y empatía con quien sufre, nos descubre lo más sensible del afecto humano, nos desvela las claves de la compenetración: “Llenaba la piel de gritos / el susurro gélido de sus años tiernos”. La comunión con el dolor ajeno lleva al sujeto poético a la indignación por la impotencia de quien ve en estas vidas marcadas en su inicio un destino recurrente sin alivio, sin salida: “La injusticia, la ironía / de una cinta de Möbius / inmortal”. La conciencia de lo injusto, extremada a la vista de la aflicción ajena, deviene culpa en la voz poética, una culpa heredada por el dolor causado en todo el universo, como pecado original que, en nombre de la humanidad entera, se manifiesta en forma de oración: “Pido perdón / a los hijos del Hombre, / a los hijos de los hijos del Hombre. // Perdón / por los cántaros vacíos, / por cada cauce desierto, / por infringir los eriales, perdón”. No hay consuelo para el padecimiento, ni catarsis trascendente. Al contrario, la pena se extrema más aún ante la comprobación de que el descreimiento vence sobre la fe, último baluarte de esperanza: “La fe se reía como arena / huida entre los dedos, / cuando se quiere atrapar / un pretexto de esperanza”. O bien: “[…] Tenías hambre. / Sentías miedo. / Tenías hambre. / Dios no existía. […]”. La experiencia del mal, ejercido por la criatura humana y traducido en dolor para la criatura humana conduce al sujeto poético a la indignación y a maldecir a un Dios en el que tampoco él cree: “¿Y tu? / ¿Dónde estás ahora? / ¿Por qué no regresas / para refundar las piedras / y expulsar / a los dueños del mercado? / […]”. Si bien no hay redención, sí al menos el bálsamo de la poesía para aplacar la angustia de una existencia desprovista de todo: “La eternidad llegó / en papeles que envolvieron / cada uno de los versos / […]. // Ellos fueron, al fin, / […] // La luz de todos los terrores”.
El poemario, concebido como un único poema, un largo lamento de principio a fin, está dividido en diez momentos poético-emocionales, que ocupan las páginas de la derecha y rememoran la vida del doliente reviviendo el tormento pasado, mientras que en las páginas de la izquierda se compone, en cada caso y en letra cursiva, el poema sobre el correspondiente de la derecha, una reflexión desde el momento actual de la voz poética, que a la vez que rinde homenaje a los más, alza su voz contra la desmemoria, entregando el poemario al recuerdo: “Nos reclaman desmemoria / quienes riegan crisantemos. / En vano arrojan guijarros / sobre los úteros vacíos / de la Tierra. Haciéndose eco de la poesía visual, los poemas juegan a menudo con el diseño de un dibujo, que aporta un componente estético añadido.
De Amelia Díaz Benlliure se ha publicado también en España el poemario Manual para entender las distancias (2011).

Currículo de Anna Rossell en Realidades y Ficciones – Revista Literaria Nº 11:




TRADICIONES PERUANAS, UN LIBRO PARA TENER EN CUENTA
Héctor Zabala ©

La sensación que nos queda de la época colonial es la de una vida tranquila, de largas siestas, en la que “nunca pasó nada”. Los historiadores parecieran decirnos que todo ocurría en Europa y que por estos vecindarios americanos era cosa de hacer la plancha y nada más.
Pero en sus Tradiciones peruanas, el gran Ricardo Palma se encarga de desengañarnos sobre esto. Porque en la América Española pasaba, y vaya si pasaba. Hablo así porque gran parte de la obra trata de los tiempos coloniales.
El libro, muy recomendable por cierto, recoge diversos artículos que el escritor publicara en revistas y periódicos a partir de 1859. En un principio estas tradiciones no fueron compiladas en un libro único, sino a través de varias series que abarcaron unos veinte años en vida del autor.
En 1890 se publicó en Buenos Aires la primera edición extranjera, y en 1893-96, otra en Barcelona. En 1923-25 tuvo lugar la primera compilación completa en Madrid por Espasa-Calpe, supervisada por las hijas del escritor. La primera edición peruana con todas las tradiciones fue hecha por Editorial Cultura Antártica (Lima, 1951).
La nieta del escritor, Edith Palma, publicó por fin las Tradiciones peruanas completas a través de Aguilar (Madrid, 1952), incluyendo Anales de la Inquisición de Lima y varias obras más. Esta versión exigió después numerosas reediciones.
Ricardo Palma
Palma utiliza un lenguaje popular salpicado de dichos, refranes, proverbios, poesías, canciones, coplas. Su estilo es coloquial, a tal punto que en más de una ocasión se dirige al lector en segunda persona.
Las historias tienen por sustento documentación de archivo (durante varios años Palma estuvo a cargo de la Biblioteca Nacional del Perú) o leyendas populares. Su filiación al romanticismo aparece con frecuencia cuando da tensión dramática a un asunto que lo exige. Y, por supuesto, la ironía está presente a menudo, lo que hace de la lectura algo muy llevadero. El único punto gris de la obra para algunos exquisitos es que, a veces, abusa de las digresiones. Pero vaya en su descargo que lo hace con ánimo de ilustrarnos mejor sobre las personalidades, en especial de los virreyes, y la época en que se desarrollaron los hechos.
Teniendo presente un trasfondo histórico constante, el autor nos sumerge en anécdotas, mitos, costumbres, leyendas, supersticiones populares, que parecen fluir de manera natural en sus páginas.
Se reviven así las fuertes tensiones entre las distintas órdenes religiosas, de lo estratificado de la sociedad americana (incluso cuando se pasó de colonia a república), de la pulseada constante entre el poder civil y la jerarquía eclesiástica, de lo supersticioso e ingenuo del pueblo, del tráfico de influencias, de las vanidades en las clases altas, del fanatismo religioso, etc. Y hasta detalles socioeconómicos interesantes como el de que meterse a fraile era una manera segura de obtener empleo.
He leído por ahí decir a algún crítico que sus “historias” no son siempre confiables. Ah, gran descubrimiento. Lástima que el mismo autor se encarga siempre de explicarlo; en especial cuando se trata de leyendas populares o de supuestos hechos no acordes con las leyes de la naturaleza.
También es cierto que a veces su pluma comete ligeros errores históricos (en la tradición que transcribo, creo encontrar un par), pero eso no es demasiado grave desde un punto de vista literario. Lo realmente importante es que todos estos conflictos de tiempos coloniales y republicanos no los traen en detalle los libros de historia, cosa que los tornan fríos, secos. Hay que decirlo: muchos historiadores más que contar el pasado, lo disecan.
Nuestro autor, en cambio, sabe darle sabor a cada tradición, le da vida y eso ayuda a entender el porqué de esto o el porqué de aquello.
Como bien dijo alguna vez Rubén Darío, Ricardo Palma le da un perfume distinto a sus tradiciones, un algo que no podría dárselo ningún otro.
Quise con este humilde artículo rendir homenaje a un escritor injustamente olvidado porque leer sus Tradiciones peruanas es un verdadero deleite.

Sirva a modo de ejemplo y adelanto de este libro excepcional, la anécdota que figura en la sección Tradiciones del Perú de los virreyes, capítulo Bajo los Austrias, referida a un campanero y un virrey.
De este texto se puede conjeturar que el joven campanero debió de ser muy simpático pues ya contaba con algún protector entre los agustinos pese a ser bastante truhán. Uno puede imaginar en vivo al campanero y al virrey en su diálogo final (más allá de que esté novelado) y ver que el asunto de los campanazos inoportunos fue en el fondo cosa simpática para el virrey. Porque se trató de un asunto entre pícaros. Una lucha entre tipos astutos: uno que había descubierto la debilidad del serio virrey y el otro que admira la sagacidad del débil buscavida. El campanero termina siendo protegido del propio gobernante, ¿y por qué? Porque era una manera de reconocer que con tipos así se puede hablar y llegar a acuerdos, por pertenecer a la rara avis de los inteligentes. Con hombres como el arzobispo Villagómez, en cambio, era cosa imposible.
Vayamos entonces a la tradición conocida como:


UN VIRREY HEREJE Y UN CAMPANERO BELLACO (1656)
(Crónica de la época del decimoséptimo virrey del Perú)
Ricardo Palma ©

I. AZOTES POR UN REPIQUE
El templo y el convento de los padres agustinos estuvieron primitivamente (1551) establecidos en el sitio que ahora es iglesia parroquial de San Marcelo, hasta que en 1573 se efectuó la traslación a la vasta área que hoy ocupan, no sin gran litigio y controversia de dominicos y mercedarios, que se oponían al establecimiento de otras ordenes monásticas.
Fachada de San Agustín, Lima.
En breve los agustinianos, por la austeridad de sus costumbres y por su ilustración y ciencia, se conquistaron una especie de supremacía sobre las demás religiones [1]. Adquirieron muy valiosas propiedades, así rústicas como urbanas, y tal fue el manejo y acrecentamiento de sus rentas, que, durante más de un siglo, pudieron distribuir anualmente, por Semana Santa, cinco mil pesos en limosnas. Los teólogos más eminentes y los más distinguidos predicadores pertenecían a esta comunidad, y de los claustros de San Ildefonso, colegio que ellos fundaron en 1606 para la educación de sus novicios, salieron hombres verdaderamente ilustres.
Por los años de 1656 un limeño llamado Jorge Escoiquiz, mocetón de veinte abriles, consiguió vestir el hábito; pero como manifestase más disposición para la truhanería que para el estudio, los padres, que no querían tener en su noviciado gente molondra y holgazana, trataron de expulsarlo. Mas el pobrete encontró valedor en uno de los caracterizados conventuales, y los religiosos convinieron caritativamente en conservarlo y darle el elevado cargo de campanero.
Los campaneros de los conventos ricos tenían por subalternos dos muchachos esclavos, que vestían el hábito de donados. El empleo no era, pues, tan despreciable, cuando el que lo ejercía, aparte de seis pesos de sueldo, casa, refectorio y manos sucias, tenia bajo su dependencia gente a quien mandar.
En tiempo del virrey conde de Chinchón [2] se creó por el Cabildo de Lima el empleo de campanero de la queda, destino que se abolió medio siglo después. El campanero de la queda era la categoría del gremio, y no tenia más obligación que la de hacer tocar a las nueve de la noche campanadas en la torre de la Catedral. Era cargo honorífico y muy pretendido, y disfrutaba sueldo de un peso diario.
Tampoco era destino para dormir a pierna suelta; pues si hubo y hay en Lima oficio asendereado y que reclame actividad es el de campanero; mucho más en los tiempos coloniales, en que abundaban las fiestas religiosas y se echaban al vuelo las campanas por tres días, lo menos, siempre que llegaba el cajón de España con la plausible noticia de que al infantico real le había salido la última muela o librado con bien del sarampión y la alfombrilla.
Que no era el de campanero oficio exento de riesgo, nos lo dice bien claro la crucecita de madera que hoy mismo puede contemplar el lector limeño incrustada en la pared de la plazuela de San Agustín. Fue el caso que, a fines del siglo pasado, cogido un campanero por las aspas de la Mónica [3] o campana volteadora, voló por el espacio sin necesidad de alas, y no paró hasta estrellarse en la pared fronteriza de la torre.
Hasta mediados del siglo XVII no se conocían en Lima más carruajes que las carrozas del virrey, y del arzobispado, y cuatro o seis calesas pertenecientes a oidores o títulos de Castilla. Felipe II, por real cédula de 24 de noviembre de 1577, dispuso que en América no se fabricaran carruajes ni se trajeran de España, dando motivo para prohibir el use de tales vehículos que, siendo escaso el número de caballos, estos no debían emplearse sino en servicio militar. Las penas señaladas para los contraventores eran rigurosas. Esta real cédula, que no fue derogada por Felipe III, empezó a desobedecerse en 1610. Poco a poco fue cundiendo el lujo de hacerse arrastrar, y sabido es que ya en los tiempos de Amat [4] pasaban de mil los vehículos que el día de la Porciúncula lucían en la Alameda de los Descalzos [5].
Los campaneros y sus ayudantes, que vivían de perenne atalaya en las torres, tenían orden de repicar siempre que por la plazuela de sus conventos pasasen el virrey o el arzobispo, práctica que se conservó hasta los tiempos del marqués de Castel-dos-Rius [6].
Parece que el virrey conde de Alba de Liste, que, como verá el lector más adelante, sus motivos tenía para andar escamado con la gente de iglesia, salió un domingo en coche y con escolta a pagar visitas. El ruido de un carruaje era en esos tiempos acontecimiento tal, que las familias, confundiéndolo con el que precede a los temblores, se lanzaban presurosas a la puerta de la calle.
Hubo el coche de pasar por la plazuela de San Agustín; pero el campanero y sus adláteres se hallarían probablemente de regodeo, y lejos del nido, pues no se movió badajo en la torre. Chocóle esta desatención a su excelencia, y hablando de ella en su tertulia nocturna, tuvo la ligereza de culpar al prior de los agustinos. Súpolo este, y fue al día siguiente a palacio a satisfacer al virrey, de quien era amigo personal; y averiguada bien la cosa, el campanero, por no confesar que no había estado en su puesto, dijo que aunque vio pasar el carruaje, no creyó obligatorio el repique, pues los bronces benditos no debían alegrarse por la presencia de un virrey hereje.
Para Jorge no era este el caso del obispo don Carlos Marcelo Corni [7], que cuando en 1621, después de consagrarse en Lima, llegó a Trujillo, lugar de su nacimiento y cuya diócesis iba a regir, exclamó: “Las campanas que repican, más alegremente lo hacen porque son de mi familia, como que las fundió mi padre nada menos.” Y así era la verdad.
La falta, que pudo traer grave desacuerdo entre el representante del monarca y la comunidad, fue calificada por el definitorio como digna de severo castigo, sin que valiese la disculpa al campanero; pues no era un pajarraco de torre el llamado a calificar la conducta del virrey en sus querellas con la Inquisición.
Y cada padre, armado de disciplina, descargó un ramalazo penitencial sobre las desnudas espaldas de Jorge Escoiquiz.

II. EL VIRREY HEREJE
El excelentísimo señor don Luis Henríquez de Guzmán, conde de Alba de Liste y de Villaflor y descendiente de la casa real de Aragón, fue el primer grande de España que vino al Perú con el título de virrey, en febrero de 1655, después de haber servido igual cargo en México. Era tío del conde Salvatierra, a quien relevó en el mando del Perú. Por Guzmán, sus armas eran escudo flanqueado, jefe y punta de azur y una caldera de oro, jaquelada de gules, con siete cabezas de sierpe, flancos de plata y cinco arminios de sable en sautor.
Luis Henríquz de Guzmán
conde de Alba de Liste y de Villaflor
17º Virrey del Perú (1655-61)
Magistrado de buenas dotes administrativas y hombre de ideas algo avanzadas para su época, su gobierno es notable en la historia únicamente por un cúmulo de desdichas. Los seis años de su administración fueron seis años de lágrimas, luto y zozobra pública.
El galeón que bajo las órdenes del marqués de Villarrubia [8] conducía a España cerca de seis millones en oro y plata y seiscientos pasajeros desapareció en un naufragio en los arrecifes de Chanduy [9], salvándose únicamente cuarenta y cinco personas. Rara fue la familia de Lima que no perdió allí algún deudo. Una empresa particular consiguió sacar del fondo del mar cerca de trescientos mil pesos, dando la tercera parte a la corona.
Un año después, en 1656, el marqués de Baides [10], que acababa de ser gobernador de Chile, se trasladaba a Europa con tres buques cargados de riquezas, y vencido en combate naval cerca de Cádiz por los corsarios ingleses, prefirió a rendirse pegar fuego a la santabárbara de su nave.
Y, por fin, la escuadrilla de don Pablo Contreras, que en 1652 zarpó de Cádiz conduciendo mercancías para el Perú, fue deshecha en un temporal, perdiéndose siete buques.
Galeón "La Concepción"
Pero, para Lima, la mayor de las desventuras fue el terremoto del 13 de noviembre de 1655. Publicaciones de esa época describen minuciosamente sus estragos, las procesiones de penitencia y el arrepentimiento de grandes pecadores; y a tal punto se aterrorizaron las conciencias, que se vio el prodigio de que muchos pícaros devolvieran a sus legítimos dueños fortunas usurpadas.
El 15 de marzo de 1657 otro temblor, cuya duración pasó de un cuarto de hora, causó en Chile inmensa congoja; y últimamente, la tremenda erupción del Pichincha, en octubre de 1660, son sucesos que bastan a demostrar que este virrey vino con aciaga estrella.
Para acrecentar el terror de los espíritus, apareció en 1660 el famoso cometa observado por el sabio limeño don Francisco Luis Lozano, que fue el primer cosmógrafo mayor que tuvo el Perú [11].
Y para que nada faltase a este sombrío cuadro, la guerra civil vino a enseñorearse de una parte del territorio. El indio Pedro Bohorques [12], escapándose del presidio de Valdivia, alzó bandera, proclamándose descendiente de los Incas, y haciéndose coronar, se puso a la cabeza de un ejército. Vencido y prisionero, fue conducido a Lima, donde lo esperaba el patíbulo.
Jamaica, que hasta entonces había sido colonia española, fue tomada por los ingleses y se convirtió en foco del filibusterismo, que durante siglo y medio tuvo en constante alarma a estos países [13].
El virrey conde de Alba de Liste no fue querido en Lima, por la despreocupación de sus ideas religiosas, creyendo el pueblo, en su candoroso fanatismo, que era él quien atraía sobre el Perú las iras del cielo. Y aunque contribuyó a que la Universidad de Lima, bajo el rectorado del ilustre Ramón Pinelo, celebrase con gran pompa el breve de Alejandro VII sobre la Purísima Concepción de María, no por eso le retiraron el apodo de virrey hereje que un egregio jesuita, el padre Alloza [14], había contribuido a generalizar; pues habiendo asistido su excelencia a una fiesta en la iglesia de San Pedro, aquel predicador lo sermoneó de lo lindo porque no atendía a la palabra divina, distraído en conversación con uno de los oidores.
El arzobispo Villagómez [15] se presentó un año con quitasol en la procesión del Corpus, y como el virrey lo reprendiese, se retiró de la fiesta. El monarca los dejó iguales, resolviendo que ni virrey ni arzobispo usasen quitasol.
Opúsose el de Alba de Liste a que se consagrase fray Cipriano Medina [16], por no estar muy en regla las bulas que lo instituían obispo de Guamanga. Pero el arzobispo se dirigió a medianoche al noviciado de San Francisco, y allí consagró a Medina.
Habiendo puesto presos los alcaldes de corte a los escribanos de la curia por desacato, el arzobispo excomulgó a aquellos. El virrey, apoyado por la Audiencia, obligó a su ilustrísima a levantar la excomunión.
Sobre provisión de beneficios eclesiásticos, tuvo el de Alba de Liste infinitas cuestiones con el arzobispo, cuestiones que contribuyeron para que el fanático pueblo lo tuviese por hombre descreído y mal cristiano, cuando en realidad no era sino celoso defensor del patronato regio.
Don Luis Henríquez de Guzmán tuvo también la desgracia de vivir en guerra abierta con la Inquisición, tan omnipotente y prestigiosa entonces. El virrey, entre otros libros prohibidos, había traído de México un folleto escrito por el holandés Guillermo Lombardo [17], folleto que en confianza mostró a un inquisidor o familiar del Santo Oficio. Mas este lo denunció, y el primer día de Pascua de Espíritu Santo, hallándose su excelencia en la Catedral con todas las corporaciones, subió al púlpito un comisario del tribunal de la fe y leyó un edicto compeliendo al virrey a entregar el libelo y a poner a disposición del Santo Oficio a su médico César Nicolás Wandier, sospechoso de luteranismo. El virrey abandonó el templo con gran indignación, y elevó a Felipe IV una fundada queja. Surgieron de aquí serias cuestiones, a las que el monarca puso término, reprobando la conducta inquisitorial, pero aconsejando amistosamente al de Alba de Liste que entregase el papelucho motivo de la querella.
En cuanto al médico francés, el noble conde hizo lo posible para libertarlo de caer bajo las garras de los feroces torniceros [18]; pero no era cosa fácil arrebatarle una víctima a la Inquisición. En 8 de octubre de 1667, después de más de ocho años de encierro en las mazmorras del Santo Oficio, fue penitenciado Wandier. Acusáronlo, entre otras quimeras, de que con apariencias de religiosidad tenía en su cuarto un crucifijo y una imagen de la Virgen, a la que prodigaba palabras blasfemas. Después del auto de fe, en el que, felizmente, no se condenó al reo a la hoguera, hubo en Lima tres días de rogativa, procesión de desagravio y otras ceremonias religiosas, que terminaron trasladando las imágenes de la Catedral a la iglesia del Prado, donde presumimos que existen hoy.
En agosto de 1661, y después de haber entregado el gobierno al conde de Santisteban [19], regresó a España el de Alba de Liste, muy contento de abandonar una tierra en la que corría el peligro de que lo convirtiesen en chicharrón, quemándolo por hereje.

III. LA VENGANZA DE UN CAMPANERO
Es probable que a Escoiquiz no se le pasara tan aína el escozor de los ramalazos, pues juró en sus adentros vengarse del melindroso virrey que tanta importancia diera a repique más o menos.
No había aún transcurrido una semana desde el día del vapuleo, cuando una noche, entre doce y una, las campanas de la torre de San Agustín echaron un largo y entusiasta repique. Todos los habitantes de Lima se hallaban a esa hora entre palomas y en lo mejor del sueño, y se lanzaron a la calle preguntándose cuál era la halagüeña noticia que con lenguas de bronce festejaban las campanas.
Su excelencia don Luis Henríquez de Guzmán, sin ser por ello un libertino, tenía su trapicheo con una aristocrática dama; y cuando, dadas las diez, no había ya en Lima quien se aventurase a andar por las aceras, el virrey salía de tapadillo por una puerta excusada que cae a la calle de los Desamparados, muy rebujado en el embozo, y en compañía de su mayordomo encaminábase a visitar a la hermosa que le tenía el alma en cautiverio. Pasaba un par de horitas en sabrosa intimidad, y después de media noche regresaba a palacio con la misma cautela y misterio.
Al día siguiente fue notorio en la ciudad que un paseo nocturno del virrey había motivado el importuno repique. Y hubo corrillos y mentidero largo en las gradas de la Catedral, y todo era murmuraciones y conjeturas, entre las que tomó cuerpo y se abultó infinito la especie de que el señor conde se recataba para asistir a algún misterioso conciliábulo de herejes, pues nadie podía sospechar que un caballero tan seriote anduviese a picos pardos y con tapujas de contrabandista como cualquier mozalbete.
Mas su excelencia no las tenía todas consigo, y recelando una indiscreción del campanero, hízole secretamente venir a palacio, y encerrándose con él en su camarín, le dijo:
—¡Gran tunante! ¿Quién te avisó anoche que yo pasaba?
—Señor excelentísimo —respondió Escoiquiz sin turbarse—, en mi torre hay lechuzas.
—¿Y qué diablos tengo yo que ver con que las haya?
—Vuecencia, que ha tenido sus dimes y diretes con la Inquisición y que anda con ella al morro, debe saber que las brujas se meten en el cuerpo de las lechuzas.
—¿Y para ahuyentarlas escandalizaste la ciudad con tus cencerros? Eres un bribón de marca, y tentaciones me entran de enviarte a presidio.
—No sería digno de vuecencia castigar con tan extremo rigor a quien como yo es discreto, y que ni al cuello de su camisa le ha contado lo que trae a todo un virrey del Perú en idas y venidas nocturnas por la calle de San Sebastián.
El caballeroso conde no necesitó de más apunte para conocer que su secreto, y con él la reputación de una dama, estaban a merced del campanero.
—¡Bien, bien! —le interrumpió—. Ata corto la lengua y que el badajo de tus campanas sea también mudo.
—Lo que soy yo, callaré como un difunto, que no me gusta informar a nadie de vidas ajenas; pero en lo que atañe al de oro de Mónica y de mis otras campanas, no cedo ni el canto de una uña, que no las fundió el herrero para rufianas y tapaderas de paseos pecaminosos. Si vuecencia no quiere que ellas den voces, facilillo es el remedio. Con no pasar por la plazuela salimos de compromisos.
—Convenido. Y ahora dime: ¿en qué puedo servirte?
Jorge Escoiquiz, que como se ve no era corto de genio, rogó al virrey que intercediese con el prior para volver a ser admitido en el noviciado. Hubo su excelencia de ofrecérselo, y tres o cuatro meses después el superior de los agustinianos relevaba al campanero. Y tanto hubo de valerle el encumbrado protector que en 1660 fray Jorge Escoiquiz celebraba su primera misa, teniendo por padrino de vinajeras nada menos que al virrey hereje.
Según unos, Escoiquiz no pasó de ser un fraile de misa y olla; y según otros, alcanzó a las primeras dignidades de su convento. La verdad quede en su lugar.
Lo que es para mí punto formalmente averiguado es que el virrey, cobrando miedo a la vocinglería de las campanas, no volvió a pasar par la plazuela de San Agustín cuando le ocurría ir de galanteo a la calle de San Sebastián:
Y aquí hago punto y rubrico,
sacando de esta conseja
la siguiente moraleja:
que no hay enemigo chico.

Notas del editor de esta revista:
[1] Palma en más de una oportunidad usa la palabra religiones como sinónimo de órdenes religiosas, que hoy no es de uso común. Pero el Diccionario de la Real Academia la incluye como quinta acepción en tal sentido, reforzada por la 16ª acepción del vocablo orden. Asimismo entrar en religión significa tomar el hábito en una orden o congregación religiosa, según dicho diccionario.  
[2] 14º virrey del Perú, Luis Jerónimo Fernández de Cabrera y Bobadilla, 4º conde de Chinchón, que gobernó del 14/1/1629 al 18/12/1639.
[3] “Mónica” era la mayor campana de San Agustín y quizá la de mejor sonoridad de Lima. Se la llamaba así en honor a Santa Mónica (o Mónica de Hipona, 332-387), madre de San Agustín (o Agustín de Hipona, 13/11/354-28/8/430), uno de los llamados Padres de la Iglesia Católica. Esta campana limeña fue destrozada entre el 17 y 18 de marzo de 1895 por un certero cañonazo gubernamental que destruyó la torre de la iglesia durante la revolución de Nicolás de Piérola contra el presidente Andrés Avelino Cáceres. 
El historiador y catedrático peruano Raúl Porras Barrenechea (Pisco, 23/3/1897 – Miraflores, 27/9/1960) confirma que, ante la falta de periódicos, las campanas coloniales servían para anunciar noticias.
[4] 31er virrey del Perú, Manuel de Amat y Junyent, que gobernó del 12/10/1761 al 17/7/1776.
[5] La Alameda de los Descalzos es un importante paseo, en dirección norte y del otro lado del río Rimac, si se toma como referencia la Plaza Mayor de Lima. Con día de la Porciúncula, se alude al 2 de agosto, festividad franciscana en la que se otorga indulgencia plenaria a los fieles.
[6] 24º virrey del Perú, Manuel de Oms y de Santa Pau, 1er marqués de Castelldosrius, que gobernó del 7/7/1707 al 25/4/1710.
[7] Carlos Marcelo Corni (o Corne) y Velásquez (Trujillo, Perú, 4/11/1564 – 14/10/1629), clérigo y catedrático que ocupó altos cargos eclesiásticos y académicos. Obispo de Trujillo desde el 18/10/1620 hasta su muerte.
[8] Juan de Echeverri y Rober Celayandía, marqués de Villarrubia, nacido en San Sebastián-Donostia en 1609, general-almirante de las Reales Flotas de Indias por la década de 1650, que murió en el Atlántico a unas cien millas de Cádiz el 12/11/1662.
[9] Se refiere al naufragio del galeón “Jesús María de la Limpia Concepción de Nuestra Señora”. Partió de Callao el 18/10/1654 con destino a Panamá, como parte de la flota al mando de Francisco de Sosa, que viajaba en otra nave. Por un error del piloto, el galeón —al parecer sobrecargado— se hundió en esos arrecifes cerca de punta Santa Elena (actual Ecuador) a la semana de haber levado anclas.
[10] Francisco López de Zúñiga y Meneses (Pedrosa del Rey, Valladolid, 27/8/1599 – Cádiz, 19/9/1656, 4º marqués de Baides. Fue gobernador y capitán-general del Reino de Chile entre 1638 y 1646.
[11] Hay dos errores en este párrafo. Se trata de la década de 1660, no de ese año específico, y el nombre Luis debe ser leído como su primer apellido: Ruiz. Se refiere a Francisco Ruiz Lozano, cosmógrafo mayor del Perú y catedrático de matemáticas de Lima que escribió un Tratado de cometas en 1665. El título completo de esa obra es muy largo (tal como era costumbre por entonces) pero muy aclaratorio al respecto: Tratado de cometas, observaciones, y juicio del que se vio en esta ciudad de los Reyes, y generalmente en todo el mundo, por los fines del año de 1664, y principios de 1665, por el capitán Francisco Ruiz Lozano, Cosmógrafo Mayor de este Reino, y Catedrático de Prima de Matemáticas de esta Ciudad.
[12] Se llamaba Pedro Chamijo (Arahal, Sevilla, 1602 – Lima, 3/1/1667), también conocido como Pedro Bohórquez (o Bohorques) e Inca Hualpa. Fue un aventurero español que logró alrededor de 1656 hacerse coronar como Inca por los calchaquíes en el actual territorio argentino, engañando tanto a estos como a los españoles sobre su verdadero origen.
[13] Jamaica pasó a dominio inglés en 1655.
[14] Juan de Alloza y Menacho (Lima, 26/5/1597 – Lima, 5/11/1666), sacerdote jesuita, teólogo y autor de varios libros.
[15] Pedro de Villagómez y Vivanco (Castroverde de Campos, Castilla y León, España, 8/10/1589 – Lima, 12/5/1671), clérigo que llegó a ser obispo de Arequipa (1635-1640) y 6º arzobispo de Lima (1642-1671). Fue también rector de la Universidad Mayor de San Marcos (1655-1656).
[16] Fray Cipriano de Medina y Vega (Lima, 1594 – Huamanga, 1664), religioso dominico, maestro en San Marcos y obispo de Huamanga.
[17] Acá hay otro error, no era holandés sino irlandés. Se refiere a Guillén de Lampart, William Lamport, Guillén Lombardo o Lombardo de Guzmán (Wexford, Irlanda, 1611 – Ciudad de México, 19/11/1659). Revolucionario y poeta místico que, llegado al Virreinato de Nueva España (hoy México), intentó gobernar la colonia para liberar a indios, negros y mestizos. Enjuiciado por la Inquisición, fue sentenciado a morir en la hoguera.
[18] Con la palabra torniceros se refiere a los inquisidores, quienes torturaban para obligar a confesar delitos o supuestos delitos. Usaban un aparato conocido como potro de tormento, que mediante sucesivas vueltas iba aumentando el sufrimiento de la víctima.
[19] 18º virrey del Perú, Diego de Benavides y de la Cueva, conde de Santisteban, que gobernó del 31/7/1661 al 17/3/1666.


RICARDO PALMA
(Lima, 7/2/1833 – Miraflores, Lima, 6/10/1919)
Escritor, periodista y político peruano. Literato precoz, con solo quince años fue director de un periódico satírico y colaboró en hojas de igual género. El diario “El Comercio” le publica sus primeros poemas. Algunos de sus primeros trabajos lamentablemente se perdieron. De sus obras teatrales conocemos Rodil (1854) y El santo de Panchita (1859), sainete escrito con Manuel Ascencio Segura.
Masón desde muy joven, militó en corrientes liberales contra el conservadorismo político de su época. Desterrado a Chile luego de intentar un golpe revolucionario con un grupo de liberales liderados por José Gálvez, su exilio duró de diciembre de 1861 a agosto de 1863 en que fue amnistiado. Se retiró de la política en 1872, dedicándose desde entonces exclusivamente a las actividades literarias.
Como director de la Biblioteca Nacional del Perú (1883-1912) logró la devolución por parte del gobierno chileno de varios miles de libros y documentos, capturados como botín en la Guerra del Pacífico. Esto sentó las bases de la reorganización de dicha biblioteca. También logró la instalación de la Real Academia de la Lengua en el Perú (1887).
Reconocido en su época como uno de los grandes literatos hispanoamericanos, fue un escritor polifacético. Cultivó diversos géneros, como poesía, novela, dramaturgia, sátira, crítica, crónica y ensayos. Su prestigió no fue óbice para que algunos de sus escritos encendieran grandes polémicas.
Ha traducido a otros escritores y publicado una antología de poetas peruanos, chilenos y bolivianos, Lira americana, de gran valor.


Bibliografía de Ricardo Palma
(Algunos títulos de este listado no figuran en Wikipedia y hay otros con fecha errónea)
1. Corona patriótica (Colección de Apuntes Bibliográficos). Lima, Edición del Mensajero, 1853.
2. Rodil. (Drama histórico en tres actos). Lima, 1854.
3. Poesías de D. Manuel R. Palma. Lima, Imprenta de J.M.Masías, 1855.
4. Dos poetas (Apuntes de mi cartera). Valparaíso, Imprenta del Universo, de G.Helfmann, 1861.
5. Anales de la Inquisición de Lima (Estudio histórico). Lima, Tipografía de Aurelio Alfaro, 1863. (2ª edición: Lima, Prince, 1872. 3ª edición: Madrid, Establecimiento Tipográfico de Ricardo Fe, 1897).
6. Armonías (Poesías de un desterrado). París, Imprenta de Ch.Bouret, 1865 (París, Librería de la viuda de Ch.Bouret, 1900, 2ª edición; 1912, 3ª edición).
7. Congreso Constituyente (Semblanzas por un campanero), sátira. Lima, Imprenta de J.M.Noriega, 1867.
8. Pasionarias (Poesías). Con prólogo de Luis Benjamín Cisneros. Havre, Tipografía Alfonso Lemale, 1870.
9. Tradiciones (Primera serie). Lima, Imprenta del Estado, 1872.
10. Tradiciones (Segunda serie). Lima, Imprenta Liberal de El Correo del Perú, 1874.
11. Tradiciones (Tercera serie). Lima, Benito Gil. Editor, 1875.
12. Tradiciones (Cuarta serie). Lima,  Benito Gil. Editor, 1877.
13. Verbos y gerundios (poesía). Lima, Benito Gil. Editor, 1877.
14. Monteagudo y Sánchez Carrión (Páginas de la Historia de la Independencia). Lima, 1877; 1900.
15. El Demonio de los Andes (Tradiciones históricas sobre el conquistador Francisco de Carbajal). New York, Imprenta de Las Novedades, 1883. (Barcelona / Buenos Aires, Casa Editorial Maucci, 1911, 2ª edición; 1915, 3ª edición).
• Lima, Imprenta del Universo, de Carlos Prince:
16. Tradiciones (Primera serie). 1883.
17. Tradiciones (Segunda serie). 1883.
18. Tradiciones (Tercera serie). 1883.
19. Tradiciones (Cuarta serie). 1883.
20. Tradiciones (Quinta serie). 1883.
21. Tradiciones (Sexta serie). 1883.
            22. Ropa vieja (Séptima serie). 1889.
            23. Ropa apolillada (Octava serie). 1891.
24. Enrique Heine (traducciones realizadas sobre la versión francesa de Gérard de Nerval). Lima, Imprenta del Teatro, 1886.
25. Refutaciones a un Compendio de Historia del Perú. (Contra el libro del jesuita Ricardo Cappa). Lima, Imprenta de Torres Aguirre, 1886.
26. Poesías (Juvenilia, Armonías, Cantarcillos, Pasionarias, Traducciones, Verbos y gerundios, Nieblas). Lima, Imprenta de Torres Aguirre, 1887.
27. Cristián (edición minúscula privada en homenaje a un hijo fallecido). Lima, Imprenta de Benito Gil, 1889.
28. Tradiciones y otros trabajos robados a sus autores por el Editor de El Ateneo de Lima (edición de 50 ejemplares numerados). Lima, Imprenta de Torres Aguirre, 1889.
29. Tradiciones peruanas. Buenos Aires, 1890.
30. A San Martín (poema). Lima, Imprenta de Torres Aguirre, 1890.
31. Tradiciones peruanas (Primer tomo). Buenos Aires, Klingelfuse, 1891.
32. Filigranas. Aguinaldo a mis amigos. Lima, Imprenta de Benito Gil, 1892.
• Barcelona, Montaner y Simón, Editores:
33. Tradiciones peruanas (Tomo primero). 1893.
34. Tradiciones peruanas (Tomo segundo). 1894.
35. Tradiciones peruanas (Tomo tercero). 1894.
36. Tradiciones peruanas (Ropa vieja). 1896.
37. Neologismos y americanismos. Lima, Imprenta de Carlos Prince, 1896.
38. Recuerdos de España (Notas de viaje. Esbozos. Neologismos y Americanismos). (Sobre su viaje en 1892). Buenos Aires, Imprenta de J.Peuser, 1897.
39. Recuerdos de España (Precedidos de La bohemia de mi tiempo). Lima, Imprenta La Industria, 1899.
40. Tradiciones y Artículos históricos. Lima, Imprenta de Torres Aguirre, 1899.
41. Cachivaches. (Artículos literarios y bibliográficos). Lima, Imprenta de Torres Aguirre, 1900.
42. Corona poética del General José de San Martín. Buenos Aires, Editores, Ivaldi Checchi, 1901.
43. Juicio de Trigamia (Por los directores del semanario La Broma) 1877-1878 (2ª edición; Lima, Imprenta Ledesma, 1901).
44. Papeletas lexicográficas (Dos mil setecientas voces que hacen falta en el Diccionario). Lima, Imprenta de la Industria, 1903.
45. Mis últimas Tradiciones peruanas y Cachivachería. Barcelona / Buenos Aires, Casa Editorial Maucci, 1906.
46. Apéndice a mis últimas Tradiciones peruanas. Barcelona / Buenos Aires, Tipografía de la Casa Editorial Maucci, 1911.
47. Tradiciones selectas del Perú. Callao, Imprenta de J.Sacristán y Cía., 1911.
48. Poesías completas. Barcelona, Casa Editorial Maucci, 1911.
49. Apuntes para la Historia de la Biblioteca de Lima. Lima, Imprenta Unión, 1912.
50. Poesías completas. Barcelona, Casa Editorial Maucci, 1915.
51. Las Mejores Tradiciones Peruanas. Colección de Escritores Americanos. I. (Selección y prólogo de Ventura García Calderón, con breve autobiografía). Barcelona, Casa Editorial Maucci, s.f., 1917.
52. El Palma de la Juventud (Selección de tradiciones y poesías, aumentada con diversos escritos que hasta la fecha no habían aparecido en volumen). Lima, Librería Francesa y Casa Editorial E.Rosay, 1921.
53. La Limeña (Selección de Tradiciones sobre la mujer de Lima, hecha por Ventura García Calderón). París, Biblioteca Liliput, c.f., 1922.
54. Tradiciones peruanas. Edición publicada bajo los auspicios del Gobierno del Perú. Ilustraciones de Fernando Marco. (Obra supervisada por las hijas del escritor).  Madrid, Calpe, Tomo I y II (1923), Tomo III y IV (1924), Tomo V y VI (1925). (Madrid, Espasa Calpe S.A., 1939, 2ª edición – 8 volúmenes; 1945-1947, 3ª edición – 6 volúmenes).
55. Bolívar en las Tradiciones peruanas. Madrid, Compañía Ibero Americana de Publicaciones, 1930.
56. Tradiciones escogidas (Selección). París, Biblioteca de Cultura Peruana. Vol. 11, 1938.
57. Tradiciones peruanas (1ª Selección). Buenos Aires, Editorial Espasa Calpe Argentina (Colección Austral Nº 52), 1938 (varias ediciones).
58. Tradiciones peruanas (2ª Selección). Buenos Aires, Editorial Espasa Calpe Argentina (Colección Austral Nº 132.), 1940 (varias ediciones).
59. Tradiciones peruanas (3ª Selección). Buenos Aires, Editorial Espasa Calpe Argentina (Colección Austral Nº 309), 1942 (varias ediciones).
60. Tradiciones peruanas escogidas (Edición Crítica). Prólogo, selección y notas de Luis Alberto Sánchez. Santiago de Chile, Editorial Ercilla (Biblioteca Amauta, Serie América), 1941.
61. Las mejores Tradiciones peruanas. Buenos Aires, Ediciones Anaconda (Biblioteca de Escuela de la Democracia Americana Ayer y Hoy), 1924.
62. Tradiciones peruanas. Reseña cultural de Raúl Porras Barrenechea. Buenos Aires, Editorial W.M.Jackson, Inc. (Colección Panamericana. Vol. XXV), 1945.
63. Flor de Tradiciones. Introducción, selección y notas de George W. Umphrey y Carlos García-Prada. México, Ediciones del Instituto Internacional de Literatura Ibero-Americana (Clásicos de América), 1945.
64. Epistolario (1862-1918). Edición de Augusta y Renée Palma.  Prólogo de Raúl Porras Barrenechea (2 volúmenes). Lima, Editorial Cultura Antártica, 1949.
65. Doce cuentos. Versos humorísticos seguidos de Postales. Lima, Editorial Darquea, s.f.
66. Tradiciones peruanas (6 volúmenes). (Primera edición peruana completa). Lima, Editorial Cultura Antártica, 1951
67. Tradiciones peruanas completas. (Edición y prólogo de Edith Palma, nieta del escritor e hija de Clemente Palma). Aguilar, Madrid, 1952 (varias reediciones). [1]
68. Cartas indiscretas, Lima, edición de Carlos Mirón; F. Moncloa, 1969.
69. Epistolario general (Con prólogo, notas e índices de Miguel Ángel Rodríguez Rea). Lima, Universidad Ricardo Palma, Editorial Universitaria. Tomo I (cartas 1846-1891), 2005. Tomo II (1892-1904), 2006. Tomo III (1905-1919), 2006.

[1] Comprende —además de las Tradiciones— los Anales de la Inquisición de Lima, La bohemia de mi tiempo y Recuerdos de España, artículos, los "prólogos” humorísticos que acompañaban algunas series, y numerosos apéndices.


Obras publicadas bajo la dirección de Ricardo Palma

1. Albores y destellos, por Carlos Augusto Salaverry. . Havre, Imprenta E.Lemale, 1871.
2. Lira americana (Colección de los mejores poetas del Perú. Chile y Bolivia). Recopiladas por don Ricardo Palma. París, Librería de Bouret e Hijo, 1873.
3. Artículos, poesías y comedias de Manuel Ascencio Segura. Lima, Carlos Prince, 1885.
4. Veladas literarias de Lima, 1876-77. Tomo I. Veladas I a X, de Juana M. Gorriti. Buenos Aires. Imprenta Europea 1892.
4. Flor de Academias y Diente del Parnaso. Lima, Edición oficial. Oficina Tipográfica de El Tiempo, por A.J.Jiménez, 1899.
5. Descripción del Perú, por Tadeo Haenke. Lima, Imprenta de El Lucero, 1901.
6. Anales del Cuzco, 1600 a 1750. Lima, Imprenta del Estado, 1901.
7. Apuntes históricos del Perú y noticias cronológicas del Cuzco, por el general don Manuel de Mendiburu. Lima, Imprenta del Estado, 1902.
8. Anales de la Catedral de Lima, por el Doctor D. José Manuel Bermúdez, Canónigo Magistral de dicha Santa Iglesia. 1534-1824. Lima, Imprenta del Estado, 1903.
9. Memorias Histórico-Físico-Apologéticas de la América Meridional, por José Eusebio de Llano Zapata. Lima Imprenta y Librería de San Pedro, 1904.


Currículo de Héctor Zabala en Suplemento de Realidades y Ficciones Nº 56:

  

“ROCCO INCARDONA: CUERPO Y LIBERTAD”, VALIOSA ENTREGA DE ADRIANA GASPAR
Luis Benítez ©

No es tan usual que un artista se ocupe en un libro crítico de la obra de otro; en verdad, no es algo tan habitual como debería serlo. Por ello, ya desde un comienzo resulta interesante y sugestivo para el lector este último título de la artista y crítica de arte argentina Adriana Gaspar, de amplia trayectoria en el campo de las artes plásticas de su país. El volumen, recientemente publicado por el sello Ediciones Fundación Oeste, de Buenos Aires, se titula “Rocco Incardona: Cuerpo y Libertad”, y se aplica minuciosamente a examinar la producción y la biografía de este artista plástico y poeta nacido en Sicilia, Italia, en 1942. Rocco Incardona se formó en las escuelas de Bellas Artes de Buenos Aires y fue becado posteriormente para continuar sus estudios en Roma. Desde 1972 hasta 2007, cuando falleció, estuvo radicado en Barcelona, España.
A lo largo de su fructífera carrera pictórica, Incardona pasó por diversas etapas creativas, donde las potencialidades de su talento plástico se fueron desarrollando y abarcando diferentes formas expresivas, las que son atentamente reseñadas por la crítica de arte argentina. Gaspar sabe muy bien cómo amalgamar, en su recorrido por la obra de Incardona, aquellos elementos biográficos que han sido determinantes para que el artista optara por un nuevo camino en sus obras, resultando este trabajo de singular importancia para comprender —en su verdadera y vasta dimensión— el variado aporte que realizó Incardona a las artes plásticas contemporáneas. Es cosa de agradecer que Gaspar, dejando de lado esa tendencia academicista que imperó hasta no hace tanto tiempo en trabajos similares a su propuesta, no descuidara el aspecto biográfico en su examen del conjunto de las creaciones del artista. Evitando así la falsa dicotomía obra/vida que esa inclinación crítica establecía, como si la obra de un autor fuese fruto de la generación espontánea y divorciada de los hechos vitales que, bien sabemos, tan marcada influencia tienen —son determinantes— en la creación artística.
El resultado, digno de elogio por su interiorización y el intenso trabajo de documentación que evidencia haberlo antecedido, es una imagen dinámica y actual del proceso creativo y vivencial del notable artista de origen siciliano, pero que ha tenido en Argentina y España los marcos fundamentales para su desarrollo.
Rocco Incardona
A ese respecto, vale citar algunas palabras del inteligente prólogo que acompaña la obra, salido de la pluma de la destacada escritora e investigadora Leonor Calvera, cuando afirma: “No cabe duda de que el excelente ensayo de Gaspar sobre la producción de Rocco Incardona está teñido de subjetivismo, pero es una subjetividad no condicionante. Por el contrario, es una propuesta al servicio del espectador, un gesto generoso que acerca a quien mira los elementos que le permitan acceder al goce estético en plenitud. A partir de esta guía sensible —valiosa en sí misma por sus conceptos generales— el espectador podrá decodificar la obra notable de Rocco Incardona conforme a sus propias pautas y reflexiones, en un infinito reverberante tan vasto como el número de quienes se acerquen a la obra.”.

Quién es Adriana Gaspar
Adriana Gaspar
Adriana Gaspar nació en Buenos Aires, Argentina. Es artista visual y performer. Ha realizado numerosas muestras individuales y colectivas en su país y en el extranjero. Ha ilustrado, y continúa haciéndolo, diversos libros de poesía y ensayo. Ha escrito prólogos y presentaciones de escritores y artistas visuales. Presenta ponencias sobre la especialidad en congresos y jornadas, que son publicadas en diferentes medios de Argentina y del exterior.
Egresó como Maestra Nacional de Dibujo de la Escuela de Bellas Artes “Manuel Belgrano” y como Profesora Nacional de Pintura de la Escuela de Bellas Artes “Prilidiano Pueyrredón”, de Argentina. Se graduó como Licenciada en Artes Visuales en la Universidad Nacional de Arte (UNA), institución en la que además obtuvo un posgrado en calidad de Especialista en Producción de Textos Críticos y de Difusión Mediática de las Artes.
Es vicedirectora —y tiene a cargo la Sección Artes Visuales— de la Revista “Generación Abierta”, Letras-Arte-Educación, desde su fundación en 1988, publicación declarada de Interés Cultural de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, por la Legislatura de esta, en 2000. Tiene a su cargo la Columna de Artes Visuales en el programa radial “Generación Abierta en Radio” desde 2007, en la Radio AM 1010 “Onda Latina”, de Buenos Aires. Integra el Grupo Cultural “Némesis”, dirigido por la escritora argentina Leonor Calvera.

Currículo de Luis Benítez en Suplemento de Realidades y Ficciones Nº 64:



ELISEO DIEGO: DESAPARECERÁ LA POESÍA CUANDO NO SEA SORPRESA
José Antonio Cedrón ©

Esa mañana, antes de reunirnos con Jaime Labastida en la editorial Siglo XXI donde firmó el contrato para la publicación de su poemario Cuatro de oros, Eliseo Diego estaba esperándome en el balcón de una casa blanca semivacía, al sur de la ciudad de México.
Cuando entré y lo vi fumando en el pasillo de arriba, soleado y sombreado por las matas, me pareció perdido en esa casa, solo. Y lo único que reconocía era el lugar donde había dejado los cigarros, y el vaso de tequila para recibirme. Hasta que su familia regresó del mercado. Después se acomodó en una silla como un joven de setenta años —el pelo renegrido, la barba blanca— capaz de hablar del tiempo sin perder la perplejidad:
Eliseo Diego

—Yo vine a México invitado a estas jornadas que se realizaron en Villahermosa, Tabasco, en homenaje a Carlos Pellicer. Vine por el interés y la admiración que siempre he sentido por don Carlos. Y también porque, quizá los dioses de México, Huitzilopochtli, Coyolxauhqui, me tengan simpatía, porque siempre que vengo me siento bien. Pero el motivo era asistir a este homenaje. Tú me conoces muy bien y sabes que no soy un erudito, pero tuve la suerte de conocer a Pellicer, primero como poeta al que, bueno, le tenía mucho respeto, y luego el trato personal. Él fue a Cuba en 1967 para conmemorar los cincuenta años de la muerte de Rubén Darío, evento realizado por la Casa de las Américas. A ese encuentro fueron jóvenes poetas latinoamericanos. Era una época de efervescencia, y allí había algunos poetas muy buenos, por cierto. Y muy exaltados, podríamos decir, como Enrique Lihn, por ejemplo, y otros que ahora no recuerdo. El asunto es que allí estaba don Carlos Pellicer, también invitado. Y estos jóvenes poetas pusieron a Rubén Darío como no digan dueñas; es decir, de vuelta y media.
Lo acusaron de ser agente de la oligarquía nicaragüense. Decían que aquel retrato donde aparece Darío con su traje de embajador, en España, era en realidad una librea de criado. Y te ahorro lo que dijeron de su vida personal. Además, llegaron a la conclusión de que un hombre que había llevado semejante vida no podía ser un buen poeta.
Imagínate, habían aceptado una invitación de Cuba para conmemorar la muerte de este hombre, y resulta que no había nada que conmemorar, porque el hombre era un fantoche. Y como poeta muy malo; escribía pequeños gorgoritos y cosas en rima. En fin, que uno no se explicaba por qué estaba allí, conmemorando la imagen, la memoria de este hombre. A mí me molestó mucho aquello, te lo confieso. Y allí mismo, en el lugar donde se celebraba este evento, que era en la playa de Varadero, en lo que había sido la residencia del industrial Dupont, el famoso y tristemente célebre millonario estadounidense, allí mismo estaba con don Carlos, y simpaticé mucho con él.
La Casa de las Américas había tenido la gentileza de poner a nuestro servicio un automóvil para llevarnos a misa a los dos, que éramos, creo, los únicos católicos, creyentes, practicantes de aquel encuentro. A veces el chofer no aparecía. Entonces un joven poeta cubano, que para mí tiene una obra realmente importante, Miguel Barnet, nos servía de chofer. Pero, mientras, este verdadero ataque contra Darío me tenía molesto.
Y escribí allí unas páginas que después se publicaron en la revista Casa de las Américas, y que ahora están en un librito que se acaba de publicar en Cuba, que se llama “El libro del quizás y de quién sabe”.

—¿Por qué ese título?
—Se llama así porque… Mira, yo nunca he tenido certeza alguna sobre los problemas del misterio de la poesía, que para mí no es un adorno de la literatura…

—¿Tal vez porque tiene esa pertenencia que tiene el misterio amoroso? Es decir, aquello a lo que no se le encuentra definición. ¿Y qué suerte que no se le encuentre, porque se acabaría todo?
—Tienes toda la razón, es una necesidad del ser humano. Y yo le tengo un gran respeto por eso. En este librito que te digo es muy raro, con pequeños ensayos, minúsculos, en el sentido que los concebía Montaigne, por ejemplo, quien tú sabes que lo mismo escribía un ensayo sobre un plato de sopa que sobre filosofía o lo que fuera.

—¿Y de qué hablan los tuyos?
—Allí hablo de un hombre que yo admiro mucho, muy inglés él, que vivió en el siglo XVIII; el doctor Samuel Johnson. El autor del primer diccionario de la lengua inglesa. Era un hombre muy original. Fíjate, era muy reaccionario, monárquico. Todavía no había ocurrido la Revolución Francesa, pero cuando se inauguró la primera embajada estadounidense en Londres hubo que invitarlo, porque era un personaje. Y tú sabes que la Constitución de Estados Unidos dice que esa es una república de hombres libres, pero cosa curiosa…

—Tenían esclavos…
—Eran dueños de hombres, claro. Y eso al doctor Johnson le resultaba insoportable, por amor a la verdad y la aversión a la hipocresía. Cuando llegó el momento del brindis, él levantó su brazo y dijo: “Brindo por la próxima rebelión de esclavos en América”; cosa que causó un verdadero estupor. Pero hay otra cosa: cuando la guerra de las Malvinas, en uno de los pocos periódicos de izquierda que se publican en Londres, salió un gran titular en primera plana que —traducido al español— decía: “El patriotismo es el último refugio del pillastre”. Entonces, la señora Thatcher mandó cerrar el periódico. Y al día siguiente recibió una demanda judicial de los periodistas porque resulta que esas palabras no eran invención del periódico, sino una cita del doctor Johnson. Tuvieron que indemnizar al periódico. Eso no lo estaba diciendo ningún traidor, sino uno de los grandes de la literatura inglesa.

—Que al parecer tanto la señora Thatcher como sus colaboradores ignoraban.
—Una ignorancia indudable. Pero, bueno, el doctor Johnson era un hombre al que le gustaban mucho las tabernas y la conversación. Y tuvo la suerte de tener como amigo a una especie de computadora viviente; un hombre que tenía una memoria prodigiosa, y que siempre lo acompañaba. Guardaba en su memoria las conversaciones y cuando llegaba a su casa las ponía por escrito.
En una ocasión, estando en una taberna, alguien le preguntó al doctor Johnson “¿Podría usted darnos una definición de la poesía?” Y él, que era un hombre muy ceremonioso, propio del siglo XVIII, contestó: “Señor, es mucho más fácil decir qué no es poesía, que decir lo que es”. Por eso yo coincido contigo en la observación que hiciste hace un momento; me parece muy acertada. El día en que pudiéramos saber lo que es la poesía, esta se acababa, porque la poesía precisamente es sorpresa; siempre aparece donde uno menos la espera.

—¿Podemos creer que la poesía está siempre, el que no siempre está es el poeta?
—Cierto, sí. Ahora, esta larga disquisición venía a propósito de algo que estábamos hablando, pero… perdóname.

—El encuentro de poetas en Cuba, y el tuyo con Pellicer.
—Claro. Te decía de ese libro, que se llama el Libro del quizás y de quién sabe, porque yo no tengo ninguna certeza sobre este tema. Hay grandes poetas que sí, que tienen una certidumbre absoluta de lo que es la poesía, y casi siempre suelen coincidir con su manera de ver la poesía.

—Que finalmente no es más que otra subjetividad.
—La suya, pero que ellos la toman como una verdad objetiva, pues. Y te decía que a mí me molestó todo aquello que sucedía en el encuentro y empecé este pequeño ensayo que puedes encontrar en este librito. Don Carlos Pellicer, ya estaba allí, también comenzó a molestarse. El creyó, candorosamente, que iba a un encuentro internacional para conmemorar la gran poesía de Rubén Darío, y lo que significa para la poesía en nuestro idioma, y para todos nuestros pueblos. Y allí empezó a oír esas atrocidades. Una tarde —lo estoy viendo como si estuviera delante de mí—, la reunión se celebraba en la biblioteca del señor Dupont, una biblioteca que estaba llena de libros lujosamente encuadernados, sobre temas tan apasionantes como “La navegación de los yates”, “La pesca en alta mar”, y otros temas parecidos. Era un lugar realmente bonito, porque… bueno, era la casa de un millonario.
Pero allí, esa tarde, recrudeció la violencia contra Rubén Darío. Yo estaba por desgracia sentado en las primeras filas, y de pronto oí un ruido de sillas apartadas con violencia. Cuando volteé vi a don Carlos Pellicer que salía de aquel lugar verdaderamente colérico. Entonces me di cuenta de lo que había pasado, y salí detrás de él. Cuando lo alcancé en las escaleras, estaba hecho un basilisco. Tú sabes… bueno, yo lo recuerdo, una voz muy sonora. Dijo: “Me marcho, estoy cansado de oír sandeces”, o algo así. Entonces le dije, no, don Carlos, quédese usted, y los dos vamos a asumir la defensa de Darío.
Según me cuenta Roberto Fernández Retamar, don Carlos le dictó a él —y Roberto tuvo la humildad muy encomiable de tomar el dictado— unas palabras que después leyó allí. Palabras muy duras. Y yo traje de eso una copia, lamentablemente una sola, que le dejé a los amigos de Villahermosa.
Por mi parte, había escrito tres cuartillas allí mismo en la playa de Varadero, en defensa de Darío. Y le dije a don Carlos de memoria un parrafito, que dice más o menos: “Deducir de una vida mediocre, la mediocridad de una poesía, no me parece un procedimiento muy sensato…”. Y por ahí empezaba a demostrar, a mi manera, que Rubén Darío era un gran poeta, uno de los mayores, y además un hombre que había hecho cuanto pudo por la unión de nuestros países. Era un hombre que tuvo durante su vida defectos, debilidades quizá…

—Pero aún con admiración puede resultar que la obra de ciertos autores es más grande que ellos. En ocasiones creo que uno tiene derecho a preguntarse ¿dónde me miente?, ¿en la poesía o en la vida?
—Tienes razón, Cedrón. Tú y yo lo sabemos y los conocemos… Pero en este caso hay que ponerse en la situación en que se ha vivido. Este hombre, Rubén Darío, vivió una época muy precaria para un hombre de su genio y… él tenía que vivir de alguna manera. Y a mí me parece que vivió de una manera decorosa, representando a su país dentro de la diplomacia, sobre todo con un amor muy grande por su propia tierra, y por todos nuestros países. Además, su aporte a la poesía en lengua española creo que es fundamental.
Y en Villahermosa, hace unos días, tuvimos además el placer muy grande de escuchar la lectura de unas cartas personales de don Carlos Pellicer a su familia, leídas por su sobrino, Calos Pellicer López.

—¿Recuerdas el contenido de alguna?
—Sí, mira: don Carlos tenía varios hermanos; uno de ellos, Juanito, era un niño de nueve años y don Carlos tenía como veintipico cuando le escribe la carta. Él escribe en ocasión de un viaje que hace.
Era una carta encantadora, carta escrita a un niño. Le habla de “cuida mucho a papacito, a mamacita, pórtate bien”, pero de pronto dice: “Juanito, acuérdate, odia siempre a los yanquis. No les miento la madre, porque no la tienen”.
Óyeme Cedrón, eso fue tremendo. Bueno, imagínate, una ovación. Tú sabes que don Carlos fue partidario de las causas justas, pero, además, dentro del contexto de la carta tiene un efecto muy grande. Que le diga eso a un niño. Y la carta sigue, ya dándole consejos, los consejos que se le dan a un niño que es al mismo tiempo el hermano de uno. Bueno, esa lectura de las cartas personales de don Carlos fue realmente emocionante. Y espero que su sobrino las publique. Él además las leyó muy bien, como merecía que se leyesen.

—¿Qué cambios y diferencias reconocerías en tu país entre la generación de poetas que vivieron el camino desde antes del triunfo de la Revolución y hasta después, durante los primeros y más duros años, y los que nacieron dentro de ella?
—Si se trata de poetas verdaderos, los cambios y diferencias son más bien accidentales, de estilo, digamos, de lenguaje; pero la actitud fundamental frente a la experiencia poética permanece idéntica.
En cuanto a los jóvenes que nacieron dentro de la Revolución, es preciso tener en cuenta una circunstancia decisiva: el esfuerzo gigantesco que ha reducido al mínimo el número de analfabetos y llevado la educación escolar a los rincones más apartados de la isla, dejando abiertas para todos las puertas de las universidades. El número de lectores y posibles creadores ha aumentado en proporción geométrica.
En la nueva organización de la sociedad resulta obsoleta la arcaica rivalidad entre viejos y jóvenes: ni los viejos tienen razón alguna para cerrar el paso a los jóvenes, ni los jóvenes tienen por qué arremeter contra los viejos. Podemos vernos unos a otros con una mirada limpia, despojada de turbios rejuegos.

—En varios de los países digamos influyentes de América Latina, ya sea por su creatividad como por su receptividad hacia las modas, se viene observando un despojamiento de la emoción que en buena parte de sus medios puede leerse como una búsqueda por el asombro, y la escritura literaria parece adaptarse cada vez más. Todo ello acompañado de forma sistemática por un descreimiento creciente…
—Periódicamente el “lenguaje poético” se anquilosa y no queda otro remedio que un sacudimiento capaz de devolver la elasticidad de la vida. De la retórica “lírica” a la retórica “coloquial” y otra vez a la retórica “lírica”. Como si dijéramos, de los poetas arábigo-andaluces al Arcipreste y enseguida Garcilaso. Un saludable ir y venir del péndulo que a veces no percibimos por aferrarnos a la estrecha perspectiva de “nuestro tiempo”. Pero claro, también están las “modas” que como señalas pueden ser algo más que eso; para mí no son más que solemnes frivolidades intelectuales, tan aburridas como risibles, la cháchara de los “ismos” de la que hablamos durante tu viaje anterior.
Pero ya sabemos que a fin de cuentas no hay sino la poesía de verdad, la que obedece al principio de necesidad, tanto en el que la hace como en ella misma.
En cuanto a rechazar la emoción, equivale para mí a rechazar la poesía.

—¿Qué sucede en Cuba?
—Cuba es una isla solo en el sentido geográfico: aquí sucede lo que en todas partes. Mira, hace unos decenios, los jóvenes proclamaron abolida la retórica “lírica” o “intimista” o “hermética” o como sea, y se declararon “conversacionalistas”, olvidando que la novedad recién descubierta no era tan nueva si tenían al Arcipreste como su archimaestro.
Después, otros jóvenes más jóvenes que estos jóvenes retomaron la meditación y el silencio. Pronto vendrá quien dé un inesperado puñetazo a la puerta…

—Siguiendo con Cuba: Valladares, Reinaldo Arenas, Juan Abreu y unos pocos conocidos más hablan de una “literatura del exilio”. ¿Es correcto calificarla en estos términos o crees que merece una corrección?
—Sin duda la merece. Hay algunos escritores cubanos que escriben desde el exilio, como Heberto Padilla, Guillermo Cabrera Infante, Antonio Benítez Rojo y Reinaldo Arenas. Nadie les puede negar que son escritores, aunque no tenga yo opinión sobre ellos ni me interese ya tenerla. Pero decir que integran una literatura del exilio, me parece un tanto exagerado. Lo que hacen requeriría de otras características aparte, además de la simple maledicencia y la diatriba.
No mencionaré a seudoescritores para no hacerme cómplice del proceso que los fabrica en serie. Que los consorcios norteamericanos a cuyo cargo están les hagan su propia propaganda.

—Eliseo, espero no abrumar, pero quisiera volver sobre una charla de hace unos años, antes de la caída del Muro de Berlín y de todo lo que vino después. Entonces hubo preguntas y respuestas sobre algunos cambios operados al interior del campo socialista, y Cuba, con sus particularidades, pertenece a ese campo. Más tarde se produjo la guerra en el Pérsico que, supuestamente, acaba de terminar. Desde entonces a hoy se han producido críticas, y también algunas expresiones que intentan caricaturizar al sistema cubano y a muchos de sus dirigentes, por parte de intelectuales. Unos tienen más prensa que otros, pero en conjunto dan por sentado, al parecer, que el Muro se cayó de un solo lado…
—Recuerdo que en esa oportunidad te dije que los errores de la revolución habían sido muchos, tantos que resultaba difícil enumerarlos. Pero que esa revolución no ha sido hecha por demonios como dicen nuestros enemigos, ni tampoco por ángeles, como quisieran nuestros amigos, sino por hombres. Yo quisiera que pensaran los demás no solo en los defectos, sino en sus aciertos. Mejor que la cuenta de los errores sería la de los aciertos. Pero esta también es muy larga. Además, mira, yo no soy, y nunca aspiré a ser un hombre famoso, pero me contenta saber que hombres como don Carlos Pellicer, por ejemplo, que fue durante toda su vida un hombre que amó las causas justas, siempre tuvo simpatía por la pequeña nación cubana, y nos ayudó en cuanto pudo.
Hombres como él, como Roa Bastos, como Gabriel García Márquez, como Cortázar ponen el discurso por encima de lo que es para unos la razón de su vida; es decir, su obra de creación. Ponen su condición humana, y han dedicado esa vida a la causa de la unidad final de nuestros pueblos.
Si bien yo creo que aunque nuestra literatura debe ser ante todo verdadera creación literaria, es muy importante el sentir que hombres como estos tienen en su corazón ese ideal. Por eso te digo que quisiera que pensaran los demás no solo en los defectos de la revolución, de un país, que es el mío. Y hemos estado ahí, enfrente de uno de los peligros mayores de su historia porque tiene como enemigo a la potencia, al imperio más poderoso que haya existido jamás en nuestro planeta. Que tengan eso en cuenta, que lo valoren, lo sopesen y que, en fin, no tengamos la amargura de sentir que nuestros hermanos, por una razón u otra, pero que siempre serán menores que la razón fundamental de la unidad, no vayamos a sentir la amargura de que nos han dejado solos.

—Además, recuerdo que hablamos de los puntos coincidentes entre razones de fe y el proceso revolucionario, y de los sueños fincados en la obstinación.
—Mencionas lo que es quizá la última arma a nuestro alcance: “sueños fincados en la obstinación”, nada menos. Esos sueños, en Cuba, vinieron del Oriente. Te lo dije, porque allí es donde está la Sierra Maestra. Y me preguntaba: ¿de dónde vendrán en tu país? Porque el Señor Dios es terco y cuando quiere, quiere a fondo, hasta el punto de llamar a Nabucodonosor, rey de Babilonia, “mi siervo”, ¿lo recuerdas? Pero Nabucodonosor no será quien vaya a tu país, como tampoco fue él quien vino a Cuba, sino “los pobres de la Tierra”, con los que José Martí quiso “echar su suerte”.
Los puntos coincidentes que sustentan mi fe los hallarás tú mismo en los propios evangelios. “No todo el que me llama ¡Señor, Señor! Entrará en el Reino de los Cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre…”. Bueno, aquellos muchachos que bajaron de la sierra no tenían el nombre de Dios en la boca, pero fueron ellos los que dieron de comer al hambriento y de beber al sediento.

—A propósito, muchos se siguen preguntando si es posible la práctica religiosa para un católico en Cuba…
—Más de una vez te hicieron esta pregunta de la que ya conoces mi respuesta. Por supuesto que sí. De no practicarla, ¿qué clase de católico sería yo? Ahora tú me haces la pregunta fuera de Cuba, y quizá sea una forma delicada de preguntarme, en realidad, si me atrevo a practicarla. No puedo reclamar ningún mérito al respecto. No soy ciertamente un mártir que arriesga su vida por ir a la iglesia. En mi caso, la iglesia está al doblar de la esquina, y todos mis vecinos —incluido el Comité de Defensa, al cual pertenezco— me ven ir y venir cada domingo sin escandalizarse ni escandalizarme. Hace unos años me enteré, a través de cierto enfático documento avalado por el gobierno norteamericano, que los creyentes cubanos debíamos dar largos rodeos para visitar nuestras respectivas iglesias sin exponernos a riesgos o represalias. Sin embargo, como tú sabes muy bien omití tomar semejantes precauciones y sin embargo aún gozo de buena salud, lo que es sin duda muy extraño, ya que el gobierno norteamericano jamás miente. En las paredes de mi casa aún pueden verse crucifijos e imágenes religiosas, a pesar de las solemnes advertencias del mencionado documento. Pero, claro, como poeta al fin soy un tipo distraído que anda en las nubes y no se da cuenta de nada. Eso debe ser.
—¿Y ser católico antes de 1959?
—Cuba, verás, tenía fama de ser un país católico. En los años cincuenta nos visitó el padre Lombardi, S.J., a quien se atribuían poderes de visionario. Aparte de su ministerio, era psicólogo de profesión, y vino a dar unas charlas en torno de su especialidad como filósofo. Las dictó en el teatro Auditórium, uno de los mejores de La Habana. Para consternación del público que lo abarrotaba, dijo en su primera charla: “Jamás he visto, en mis muchos viajes, una sociedad tan frívola como ésta. Les auguro tiempos muy difíciles, de pruebas bien duras”. La media y alta burguesía cubana retembló de cólera en sus asientos.
Hace unos años —diez para ser exactos— escribí estas palabras para la revista Merian, de la República Federal Alemana, que te cedo. Mira, son un poco largas, pero quién te mandó a hacerme estas preguntas: “Alegre y pintada y retocada y siempre bulliciosa fue La Habana de los años cuarenta. Adornaban sus noches mágicos letreros lumínicos que eran halago de los ojos y deleite del intelecto: Tome Coca-Cola, todo es más barato en ‘La Filosofía’, caminaré una milla por un Camel, sea vivo y vote por Antonio, el hermano del presidente. Daba gusto, de veras, pasear entre la danza de aquellas luces por los soportales a estilo español de sus grandes avenidas, admirando las últimas novedades de las vidrieras de los comercios elegantes. Siendo Cuba un país católico de punta a punta, era frecuente encontrar en ellas, junto a las muestras de los trajes de baño último modelo, digamos, anuncios que con exquisita discreción apelaban a las profundas convicciones de los creyentes: Para sus vacaciones de Semana Santa. Sí, de veras daba gusto, aun en las noches de invierno cuando soplaba del norte un vientecillo helado. Y si, de regreso a nuestro auto norteamericano de mucho cromo y níquel, tropezábamos en algún recodo sombrío de los soportales con el cuerpo de un niño harapiento, dormido sobre el granito del piso, aunque bien arropado en los periódicos que no alcanzó a vender en el delirio del crepúsculo, bastaba tomar por el codo a nuestra acompañante y salvar con una broma el pequeño obstáculo. Incomodidad después de todo sin importancia, ya que los cuerpecillos eran más bien escuálidos. Menudencias normales, azares del consumo, comprensible resaca de la libre empresa”.
Bien, traslada la diminuta escena a una pantalla gigante y tendrás una idea de cómo era Cuba por los años en que yo desperté a la poesía.
México/La Habana/México, 1989/1992

Nota: Este trabajo forma parte del libro La realidad miente más.

Currículo de José Antonio Cedrón en Realidades y Ficciones – Revista Literaria Nº 25:



MELACIO CASTRO MENDOZA: "ME GUSTARÍA QUE LA VIDA FUERA UNA FORMA DE POESÍA"
Elga Reátegui Zumaeta ©

Dos microsociedades opuestas y aisladas de la gran capital vieron su gestación y crecimiento como escritor. Primero se moldeó en el seno de las gélidas montañas de la sierra, luego obtuvo calor y fuerza bajo el sol de los desiertos costeños del Perú. Sin embargo, Melacio Castro Mendoza ignoraba lo que las fuerzas de la naturaleza y el destino estaban haciendo con él. Nunca había conocido a alguien dedicado a la literatura en su recóndito pueblo hasta que lo llamaron: “Poeta”.
Esta es la historia de un escritor, filósofo, y muchas cosas más, que un día dejo su país por razones políticas, viajó incansablemente, y luego se estableció en Essen (Alemania), donde realmente se siente en casa.
Melacio Castro Mendoza

Descubriste tu vocación literaria a temprana edad, ¿cómo fue ese momento? ¿En qué circunstancias se dio?
Cuando empecé a escribir versos, carecía de toda conciencia de vocación literaria. Me parece que eran versos que más bien respondían a la experiencia de haber vivido una situación, o de estar viviéndola. La tristeza o la alegría de pronto se volvían conjuntos de palabras que en ese tiempo yo llamaba “en líneas”.

¿Hubo alguien que te alentó en tus afanes literarios en esa época? ¿Te veían como un escritor?
En mis primeros tiempos de lo que hoy podría llamar ensayos literarios, nunca oí hablar de la existencia ni de un escritor ni de un poeta. Mi origen familiar se remite a dos regiones y dos microsociedades muy aisladas del Perú —la primera, los campos de San Gregorio, un distrito perteneciente a las zonas más atrasadas de Cajamarca, y la segunda, Caín, un caserío costeño rodeado de haciendas—, carentes ambas, en ese entonces, de carreteras y de puentes. Tanto los campos de San Gregorio como Caín carecían de escuelas y de otras instituciones de servicio social-cultural. La naturaleza —el canto de los pájaros, la luz de las montañas serranas de San Gregorio y la del desierto costeño cercano a Caín— y el mundo que me rodeaba fueron los impulsores de mis afanes literarios. Para mi sorpresa, un día la gente empezó a llamarme poeta. Mis versos, en verdad, eran cantos que mis amigos y yo interpretábamos a ritmo de una viejísima guitarra. Recién en la escuela, a la cual ingresé a los nueve años, empecé a oír qué eran la literatura, la poesía y qué un escritor y un poeta. En la escuela secundaria me di cuenta de que desconocía toda la literatura, no solo la infantil. Traté, y sigo tratando desde entonces, de —si se puede decir así— recuperar el tiempo perdido. No creo haberlo logrado. ¿A cuántos peruanos nos pasa algo idéntico?

Sin embargo, a la hora de escoger carrera te inclinaste por otras muy distintas: Ciencias Sociales, Filosofía e Historia, ¿qué pasó?
Necesitaba entender mi mundo y el mundo que me rodeaba. La Historia me ayudó a descubrir el pasado de mi país y de mi continente, y las Ciencias Sociales a valorarlos en el contexto mundial. Conocer el pasado de mi país me permitió descubrir mis raíces. Gracias a ello, pisando tierra firme, hice todo por alentar el oxígeno que da existencia a lo mejor de lo nuestro: la lucha por la paz con justicia social. Sí, es cierto que mi cabeza de algún modo se llenó de teorías histórico-sociales, a veces bastante dudosas, un día me di cuenta de que una u otra, mano a mano, me ayudaron a dar forma y a alumbrar uno de mis poemarios: Batallas y Sueños de Uchku Pedro, en proceso ya de edición a cargo de la Editorial Club Universitario (ECU) de España, a salir al público entre abril/mayo de este año.

¿En qué situaciones apelas a la filosofía? ¿Entiendes mejor la vida siendo filósofo?
Soy filósofo como lo es un niño y apelo a la filosofía escrita como un viejo. En verdad, se me hace que carecí de niñez. El trabajo para ganarme el pan junto a mi familia fue mi primer y casi mi único juego. Mi origen social —o circunstancia al decir de José Ortega y Gasset— es la base de mi convencimiento de que conocer el pasado no vale, de por sí, para nada. Si uno, en cambio, relaciona el mismo con el presente, puede prever un mejor futuro para la humanidad. La cultura de la paz debe vencer a la cultura de la guerra y de la muerte. La religión sectaria, igual de qué sello se trate, y los afanes de enriquecimiento extremo individual o grupal, son familias de estas (guerra y muerte). La poesía, en particular, y el arte, en general, deben impulsarnos y ayudarnos a erigir un presente solidario, sin el cual los propósitos de construir un futuro de justicia serán una pura y dolorosa ilusión.

Viendo tu producción literaria, detectamos igual número de poemarios, novelas como relatos cortos, ¿te sientes más poeta que narrador o viceversa?
Me ha sucedido que de un poema que se negaba a caminar hacia su final, su espíritu se impuso tomando cuerpo de novela o de relato. Lo literario a uno le puede llevar a donde menos se lo imaginaba. Es un trabajo en que el fuego que lo acompaña semeja a los momentos de hacer bien el amor. Si lo haces cada vez mejor, las satisfacciones que te aportan son mucho más intensas y profundas.

¿La poesía es una forma de vida, como dicen algunos?
A mí me gustaría que la vida fuera una forma de poesía.

¿Qué temas jamás deberían tocarse en poesía?
No hay temas que no puedan tocarse poéticamente.

¿Cuándo te das cuenta que es el momento de escribir? ¿Crees en las musas?
Escribir es, para mí, una necesidad. Ya lo dije, es mi forma de trabajar. Si no lo hago, me enfermo. Quizás aquella necesidad, base de mi existencia, sea mi particular y mejor musa.

¿Cómo defines tu labor de escritor? ¿Qué lugar ocupa en tu vida?
Nunca definí mi labor de escritor. Escribir, para mí, es mi forma de vivir. ¿Es esto mi definición de escritor?

¿Qué recuerdos tienes de tu primer libro publicado? ¿Cuándo te dices a ti mismo que es hora de compartir tu trabajo literario?
Me sorprendió ver hecho realidad mi primer libro publicado. Lo tengo cerca de mí y me acompaña como un buen amigo. No, ya no es “mío”. Pertenece, más bien, a todo cuanto existe y tiene conciencia de existir.

Tus novelas Las buenas intenciones y El Hombre de Rupak Tanta cuentan tu travesía de país en país por toda América y Europa, ¿qué historias te atreviste a contar en ellas? ¿Quedaste satisfecho con el resultado de estos libros?
Las buenas intenciones es una novela que cuenta aspectos de la vida en Mallorca durante la época tardía del régimen de Francisco Franco. Viví en Mallorca, y tanto allí como en la península, vi y experimenté la represión del régimen franquista. Luego de censurar mis textos, su policía, los grises, es la única fuerza represora, que por participar en una manifestación estudiantil tras una lectura de alumnos de mis poemas censurados, me ha aporreado hasta hartarse. Las buenas intenciones es una novela que aún permanece inédita. El Hombre de Rupak Tanta es, según la opinión de algunos críticos, una fábula y parábola que cuenta la vida de un hombre, un indígena de América Latina, en un parque de la ciudad de Essen, Alemania. En la una y en la otra, el amor es uno de los pilares de sus contenidos.

A propósito de tus viajes por América y Europa, ¿qué une y separa a las personas de estos continentes? ¿Cómo te sentiste en medio de ellos?
A europeos y latinoamericanos hay muchas cosas que nos unen y muchas otras que nos separan. En la diferencia, sin embargo, radica la riqueza de la unidad.

Tus poemarios Remembranzas, La Montaña Errante, Batallas y sueños de Uchku Pedro, ¿son de diferente temática a tu narrativa? ¿Qué puedes contar en poesía que no puedes hacer en prosa?
La poesía (o los poemarios, como tú les llamas) es más cercana a las emociones con que te confronta la realidad y la narrativa, más familiar a esta que a aquellas. Prosa y verso tienen sus propias dialécticas, atadas, eso sí, a la estética.

Según entiendo Malú: Tierra Adentro y Tierra Afuera y Mis Campos y mi pueblo están pendientes de edición, ¿siguen la línea de tus anteriores libros o han habido cambios en tu visión o escritura?
Malú... se centra en el amor de pareja y Mis Campos..., en los paisajes, vida y costumbres de la gente de mi pueblo —en este caso, Caín. La visión y la escritura de ambos, se diferencian tanto entre sí, como de mis anteriores escritos.

Tu autobiografía Mi República ignorada: Parte I, no solo se refiere a ti sino que planteas una serie de requisitos para un nuevo Perú, ¿qué tipo de país quieres para ti y tus compatriotas?
Mi autobiografía también permanece inédita. En resumen, mi vida se caracterizó por abarcar pasajes un poco familiares a los que los católicos llamarían “infernales”. Por ello mismo, deseo un país y un mundo construidos de pies a cabeza. Todo lo contrario a aquellos pasajes de mi vida.

¿Qué te llevó hacia Alemania y por qué te instalaste en ella? ¿Qué has aprendido de tu nuevo hogar? ¿Cómo te definirías ahora? ¿Eres más o menos peruano que nunca?
A Alemania me llevaron ciertos problemas políticos. Ahora, toda una anécdota ya. Desde que entendí el significado del mundo andino de mis orígenes, nunca dudé de mi identidad. Solo manteniéndola puedo luchar por una perspectiva universal. Alemania, “mi nuevo hogar” en tus palabras, es para mí solo una parte integrante de la tierra, a la cual le debemos la vida. Aislada de la tierra que nos acoge, Alemania no significaría nada. Para mí suena a mensaje colonial oír que algunos sectores sociales alemanes sigan proclamando: “Alemania para los alemanes”. La xenofobia no puede tapar el sol con sus dos toscas manos. La reconstrucción de Alemania tras las guerras provocadas por sus políticos nunca habría sido posible sin la mano de obra de los extranjeros de uno u otro color. Y el futuro, a causa de su mayor mortandad y de su mínima natalidad, le reclama ya a Alemania la apertura de sus fronteras a nuevos extranjeros. Sin los extranjeros y sin lo extranjero, Alemania no sería nada. Europa, en general, y Alemania en particular, son muy eurocentristas y a veces, por su propia convicción y voluntad, tienden a confundirse como la cuna excluyente de la cultura y de la civilización.

¿Qué diferencias sustanciales hallaste entre la enseñanza en la Universität Duisburg (Alemania) y la Universidad Nacional de Trujillo (Perú), donde efectuaste tus primeros estudios universitarios? ¿Cómo te trataron tus compañeros? ¿Te adaptaste con facilidad?
A la Universidad Nacional de Trujillo le faltaba, además de una buena infraestructura, unir la teoría a la práctica. La Universidad de Essen cuenta con una buena infraestructura. En los campos de mi especialidad, sin embargo, sus teorías y sus prácticas tienden a subrayar la relevancia del eurocentrismo. Aun así, conté con buenas y con buenos compañeros de estudios. El individualismo extremo alemán, pese a todo, acabó haciendo imposible cualquier continuación sostenible de la amistad: una diferencia esencial con la de mis excolegas y ahora todavía grandes amigas y amigos de mi promoción de la Universidad Nacional de Trujillo.

¿Te sigues sintiendo extranjero en Alemania o nunca te sentiste así fuera de tu tierra?
En Essen, la ciudad alemana en que resido, me siento como en mi casa. Fuera de esta ciudad, dentro de Alemania me siento extranjero como foráneo me siento en Lima donde por lo general abundan los que tienden a tomarle el pelo a los que allí llaman “serranos piojosos”. Una y otra vez, me han catalogado como tal. Paralelo a semejantes complejos, la desconfianza ante mí de ciertos alemanes me recuerda que fuera de Essen, en Alemania soy y seré extranjero. Sucede que en Essen, Mallorca y Gran Canaria, apenas piso su suelo me convierten en “nacional”, entendido esto como parte del mundo en el que me siento tres en uno: andino, costeño, selvático. ¿Europeo? Lo que tiene de ello nuestro querido Perú.

¿Dónde está tu hogar ahora mismo? ¿Adónde crees pertenecer?
La humanidad tiene solo una residencia: la tierra. Para mí, la Tierra, así, con mayúsculas, es la Mamá Grande y a ella me debo.


Para saber más del autor o su obra pueden hacer clic en los siguientes enlaces:

Currículo de Elga Reátegui Zumaeta en esta misma edición de Realidades y Ficciones – Revista Literaria Nº 29.



TOMÁS SEGOVIA: LA PERMANENCIA DEL SENTIDO
Alberto Espinosa Orozco ©

 “Este cuerpo que Dios me dio
para enseñarme a andar por el olvido
no sé ni de quien es.”
Emilio Prados

"En último término nadie saca de las cosas,
los libros incluidos, más de lo que él ya sabe.
Para aquello a que por propia experiencia
no se tiene acceso, tampoco se tiene oído."
Friedrich Nietzsche

I
Muy pocos escritores mexicanos tienen tamaño para ser considerados merecedores del premio Nobel de literatura —reconocimiento de intersubjetividad (universalidad del valor) sobre el mérito literario de un autor, otorgado por la académica comunidad sapiencial sueca. Ello no implica ni que se lo otorguen a quien más lo vale ni que nadie sepa a voces quien —como poeta, crítico, traductor, filósofo, lingüista y narrador, como cúspide insuperable pues de toda la saga cultural española-mexicana, preservada bajo su seductor comando— representa más la figura de universalidad y rigor y la mejor tradición del humanismo ilustrado en toda la lengua castellana contemporánea.
La improbabilidad de tal reconocimiento a Tomás Segovia puede atribuirse al desorden imperante en nuestras propias letras mexicanas, que ha hecho por ejemplo de Gilberto Owen “un poeta desconocido”, de Octavio Paz un poeta “que no les gusta” y del mismo Segovia un escritor “demasiado inteligente”, autorizando subrepticiamente así la desidia para sumergirnos en ellos y colmar su laguna achacando todo ello a la “mala suerte” que esa desidia implica. Confabulación literaria y rendición de espíritu que ha actualizado en México una instancia de la mítica “Bagdad olvidadiza” —donde un gaviero colombiano constata la realidad de sus “ídolos a nado” y un “diputado de la juventud del pueblo” purifica con agua y jabón las crudas huellas de sus resbalones y deslices para acaparar con ello en medio de la revolución sexual todo el “sollozar de sus mitologías”.
Tomás Segovia
En la obra del pensador, poeta y traductor Tomás Segovia se siente inmediatamente una desproporción entre su escasa resonancia y sus claros merecimientos —como traductor ha vertido a nuestra lengua más de un centenar de obras fundamentales, en especial de los intelectuales de la segunda mitad del siglo XX, tales como Jakes Lacan, Paul Auster y Mircea Eliade, así como de poetas como Víctor Hugo, Gerard de Nerval, José María Rilke, Ungaretti, Cesar Pavese y André Bretón por lo que ha sido reconocido en España con el premio de traducción Alfonso X en tres ocasiones; director de la Revista Mexicana de Literatura (1958-1963), secretario de redacción de Plural de Octavio Paz y miembro del consejo de redacción de Vuelta, por ser artífice de una obra excepcional en los campos de la narrativa (Trizadero, Personajes mirando una nube, Otro Invierno), el ensayo (Actitudes, Contracorrientes, Cuaderno Inoportuno, Páginas de Ida y Vuelta y señaladamente Poética y Profética) y la poesía (Anagnóriosis, Cantata a Solas). También ha sido galardonado con los premios Xavier Villaurrutia (1972), Octavio Paz (2000) y recientemente Juan Rulfo (2005). A todo ello habría que sumar su labor de conferencista genial y maestro de generaciones en la UNAM, UAM, el Colegio de México y la Fundación Octavio Paz, siendo el primer ocupante en 2005 de la Cátedra “México, país de asilo” de la Facultad de Derecho de la UNAM.

II
El desdibujamiento de su figura puede verse así no solo con un coeficiente de anormalidad, propio de los mecanismos cronológicos bradicárdicos de la cultura, sino también, lo que es más doloroso, como el retraso de su epifanía. Porque en Segovia ha encarnado, como en ningún otro poeta de su generación, ese arquetipo de hombre al que llamamos “el poeta”. Porque en él se muestran, en desarmante evidencia, las condiciones extremas y últimas del verdadero artista y del esencial amor lírico, del doloroso sentir estético del hombre desgarrado entre el amor a la mujer (Eurídice) y el amor a la lira (la confesión musical de la comunicación amorosa). La poesía de Tomás Segovia, en efecto, no es para cualquiera. Su distinción estriba en ser una poesía filosófica en el más riguroso sentido de la palabra, por cultivar el amor a las esencias.
En efecto, la persistencia y honradez que caracteriza la obra de Segovia, y que a veces, es cierto, se antoja casi angélica, se debe a que vivimos un tiempo revuelto, donde nadie quiere continuar la tarea de construir al hombre y donde por tanto está de moda el antihumanismo. En donde los dragones del edén se han despertado para hechizar al hombre y reducir sus intereses al goce del cuerpo y a la sensualidad hedonista del consumismo, fines a los que se accede por medio de dedicar toda energía en hacer dinero o dejándose cooptar por los poderes de nuestro tiempo, enmascarándose de disidente aplaudido o sometiéndose a las más crudas formas pragmáticas de servilismo. No sin ingenuidad Segovia ha optado por ir a contracifra, pues siempre ha pensado que si estamos en este mundo es para construir al hombre —construir por tanto la justicia, la hermandad, la verdad y revelar la belleza del mundo. Así, al cultivar el amor a las esencias y penetrar en la naturaleza de los seres y las cosas, el poeta a la vez se ha sumergido —¡y a qué altura!— en las profundidades del ser humano, destacando lo que hay inscrito en él de semilla universal y de relevo espiritual.
Así, su obra no es sino el resultado de la morosa tarea de amarrar las cosas en un as de espigas luminosas bajo la luz distinta de la tradición y del espíritu, a veces empañado por la escarcha oscura de la melancolía, y que por lo mismo tiene la fuerza de poner en evidencia a sus fantasmas y de situarse más acá del lector por situarse más cerca de la vida. Así, para Segovia la poesía es una forma de resistencia y de dignidad, de resistir incluso a eso que llaman progreso. Pues el peligro radical de nuestra época es que se detenga la humanidad y entremos en la boca sin fondo del caos y la barbarie.
Por todo ello la última etapa pública por la que atraviesa la obra de Tomás Segovia es, sin duda, la más dura, pero también la más importante de todas. En la hora afortunada de la clarividencia, Octavio Paz escribió alguna vez que Tomás Segovia había nacido dos veces, una en España donde lo parieron (1927), otra en México donde llegó a vivir a los trece años y donde escribió de joven sus primeros poemas —añadiendo estar seguro de que le esperaba un nuevo nacimiento. Última etapa de plena madurez en que tras el vértigo y los dolorosos trabajos de parto espiritual asumidos por la intimidad y los desvelos del poeta —quien con ello ha consolidado una matria inarrebatable–, ha tocado el tiempo de imponerse en la luz pública para por fin nacer al reconocimiento de lo otro, constituyendo así una patria ideal insobornable.
Después de su éxito inicial y su correlativa suma de malentendidos, después de la negación cuya tarea es deshacer lo efímero, después de la valoración indirecta —pero progresiva y silenciosa. Se trata de la etapa donde a la crítica vocacional toca apaisar los frutos de las épocas recorridas por el poeta, detenerse en los innúmeros caminos que ha abierto oxigenándolos, respirar hondamente, para luego pensar en sus opciones antinómicas y empezar a construir los mapas de su vastísima orografía, asentando lo que tienen de relevo tradicional y de semilla universal.

III
Podría decirse que la obra de Tomás Segovia como poeta, crítico, dramaturgo, cuentista y traductor, es una obra orgullosa. Empero, se trata de una obra orgullosa de sí misma: interesada y valiosa no por ser un bien empotrado en el mausoleo de la cultura, sino por abrirse como una fruta y germinar como una planta. Quiero decir que se trata, ante todo, de un cuerpo de pensamiento vivo, cuyo orgullo es en el fondo una enorme humildad: el humilde orgullo que, como la bondad, es un surtidor de paradojas, una fuente de oximorons y contrasentidos —porque estamos hablando de un hombre, de una personalidad que ha existido para esa obra, para esa tarea, convirtiéndose así en su propio hijo. Porque el padre de la obra, el artista creador, se convierte así en su amanuense, en su aprendiz —que es todo lo contrario a ser su tirano o estar sometido, subyugado u oprimido por la ansiedad de la obra. Es entonces cuando la relación que le da unidad al creador y a lo creado, como la que conjunta al amor filial entre el padre y el hijo, radica en una idéntica voluntad: en que ambos quieren lo mismo. Y ¿cómo llamar si no al hombre que ha salido tan fuera de sí como para poner todo su orgullo en una obra, hasta poder sentirse y ser su hijo? Pudiera haber otra expresión equiparable de ese movimiento dialéctico: su nombre es heroísmo. Porque esa obra es también la obra de la lengua española y frente a lo que nos encontramos es ante uno de los cimientos de la lengua contemporánea española.
La primera noción que surge de su lectura, que se levanta y emerge a la vista de sus textos, es la presencia de la "diafanidad". Quiero decir, de la lucidez. Porque lo que se cuela por entre las rendijas de sus líneas es la sensación física de una atmósfera a la vez grave y respirable, viva y real como la carne y el aire, pero también como la aventura y el despliegue de la historicidad —sensación que acaso pueda convocarse técnicamente con otra expresión: la de "tener-sentido". El mundo que habitan sus palabras, coincide así con una fuente, con un surtidor lumínico de fluidez, arrebatado en un centro que pareciera girar más allá de la historia, por estar más acá de la memoria: en el mismo borbotón natal del tiempo.
Así, lo que más me asombra es la apertura de la geografía —más aún todavía que estar dispuesto a cantar. Eso que me gustaría llamar el paisaje de la voz. La punta seca de ese compás hundido en el camino del tiempo, solo para transportar el sueño y la vida; ese saber que se está parado en un puesto de vigía para vislumbrar la curva de la eternidad (quizás lo santo), y a la vez conocer por familiaridad que errar no es sino andar perpetuamente por lo transitorio: buscar, o mejor dicho, estar en ese difícil equilibro entre la esencia y la existencia. Y ello se debe a que, lo mismo en su poesía que en su prosa, se encuentra un sentimiento diáfano que es a la vez un pensamiento.
Pero ese sentimiento-pensamiento se orienta en Segovia hacia una región que generalmente se acepta ya como algo extraviado definitivamente, como una pérdida irrestituible: como el lugar insituable de la realidad. Ese sentimiento, objeto ya de la curiosidad del relicario, del museógrafo o del historiador, es rescatado por Segovia desde una posición en que la verdad del lenguaje no es diferente de la verdad moral. Se trata, en efecto, de una sentimentalidad ante la que nos quedamos literalmente perplejos, justamente por tratarse de una cordialidad pensante —quiero decir: de una razón poética. Palabra práctico-estética que es un ámbito en el que aún en medio de la delgadez del aire es posible respirar. Su ley poética es así también una segunda ética, un arte de la vida que implica el rescate de la realidad. Ese "hablar en sano" es en Segovia esencialmente un "hablar con ganas" de un mundo de claridad, de una esfera del ser en el que se da la constitución estética, poética del hombre.
Probablemente esto se deba a que el poeta continuamente está "pensando" en el lector pero “pensando” en él justamente como su prójimo, acogiéndolo, acercándose, presintiéndole. De ello se deriva el contacto casi palpable que logran sus textos y esa sensación propia a todo verdadero arte, de toda real experiencia estética de ser escuchado, tomado en cuenta por el creador. La palabra, en efecto, se adapta a quien va dirigida (alocución). Lo que distingue a la poesía de Segovia es, por una parte, no es solo la manera en que cuenta o describe las emociones, ciñéndose fielmente al contenido de lo dado, sino la forma en que nos las da, en que las va creando delante de nosotros: por el otro, la manera en que el pensamiento que las acompaña no se entrega como añadido o hipostasiado a la imagen, sino como un pensamiento que es poético él mismo. Así, por ejemplo, cuando el poeta exclama:

“Solo con el tiempo de la carne
se le da carne al tiempo”

o cuando clama:
“Porque migajas de amor no son amor
porque el pan de amor no da migajas”

e incluso cuando reclama:
“Hoy no se mata, se denuncia,
nuestro imperio se erige a fuerza
de dejar sitios vacantes.”

¿Y no es la posición del que se dirige al otro como a un prójimo irreductible, al que a la vez va encontrando y reconociendo con la singularidad de una persona, donde la poesía encarna —no como la forma plástica en que subsume a las ideas, supo bajo la especie de la poesía de las ideas mismas—, el mismo lugar de lo sagrado-poético, el tiempo mismo de la epifanía poético-religiosa?

IV
Quizá sea esa “modernidad” de los antiguos, eso que por desacostumbrado ya no sabemos reconocer (la forma más auténtica del pensamiento: el momento en que de la carne nace el espíritu articulado en voz), lo que hace que su obra provoque un gesto que es a la vez cómplice del silencio, pero también de la escucha —¿para qué, en tiempos tan poco justificados ellos mismos, en tiempos de miseria, hablar de la fragilidad de la memoria? Lo que importa, y de eso estoy seguro, es la belleza. Por supuesto que me refiero a la belleza del mundo transparentado por el poeta en esa encarnación del valor que es la conciencia.
La expresión de la personalidad de Segovia, se sitúa en un punto de vista privilegiado, en donde a pesar de ser tan moderno y actual, resulta de una hondura clásica. Su lenguaje, como todo lenguaje, como toda comunicación que articula una situación de convivencia, se vale de una retórica. Pero su retórica “purista” no es de la especie de lo perfecto, sino de lo completo. Se trata, en efecto, de un lenguaje poético que tiene la suprema cualidad de lo íntegro —es decir, de la “descripción completa” del mundo. Del mundo del hombre, se entiende —no hay otro para el hombre. Eso solo lo puede lograr una poesía rigurosa. Por un lado, rigurosa por hacer que en su forma hable un contenido; por el otro, por hacer que ese contenido esté vivo.
El problema de la forma, ¿quién no lo sabe?, es complicadísimo. Porque a las formas les sucede lo que a todo: ser desvencijadas por el tiempo, volverse vehículos fatigados de la transmisión, dermatoesqueletos, clasificaciones espumosas de la ideal, polvo de fórmulas vacías carentes del tiempo de la vida. Frecuentemente las formas ahogan la poesía con el pretexto de salvarla —como el rito de la universalidad en la moral o la regla de la libertad en religión. Para que la poesía hable no del regusto de sí misma (tradicionalismo), sino con un auténtico contenido, tiene que hacerse nueva: tiene que hacerse moderna. A la vez, para que ese contenido hable como una respiración, tiene que hacerse un organismo completo, vivo: tiene que volverse clásica.
De ahí que la poesía de Segovia sea tan modernamente clásica, o, si se prefiere, tan clásicamente moderna. Poesía, en efecto, oriunda del rigor y de la perfección. Pero no de una perfección meramente “formal”, “retórica”. Porque aquí no se trata de un perfeccionismo, ni de un purismo formalista —de ese esteticismo que, en materia sociológica, resulta tan profundamente disolvente. Eso sería, precisamente, clasicismo. No se trata, pues, de un arte abstracto, desencajado de la realidad —del arte de la belleza fría que labra no cosas sino objetos fragmentados, identificables pero inimaginables, o representantes de sí mismos y meramente tautológicos. Por el contrario, se trata de una poesía enemiga de los barroquismos formales, pero en modo alguno indisciplinada. La perfección de la forma, como en Juan Ramón Jiménez, es asumida como un tipo de exactitud sui generis: la que es solo para desaparecer, para dejar existir en el contenido, para ser algo indirecto, meramente latente, como una nostalgia que acomoda su pérdida deteniéndola un momento en el rocío y que entre las sombras de la aurora el contenido eche raíces. Probablemente porque la forma va indisolublemente unida al tiempo. Pero no a un tiempo abstracto, supraindividual, sino al tiempo concreto de la carne, de la vivencia: de la aventura del espíritu. Así, su retórica, su perfección, es de la materia de lo completo —que es la materia de la carne. Exacta como la carne de la historia; exacta como el tiempo de la vida.

V
La obra de Tomás Segovia es la de una creación en cierto sentido marcada con el signo de la filosofía: con la flecha de orientación hacia a una verdadera visión e idea del mundo en su totalidad -que, en mucho, corre paralela a las aguas todavía fértiles de la corriente fenomenológica. No me refiero a los sistemas cerrados, ni al metafísico animal kantiano que solo puede crecer desde adentro. Por lo contrario, apunto a un espíritu de escuela, a una tradición mexicana de auténtico pensamiento vital y de raigambre personista, constituida en una continuidad espiritual, en una hermandad —cuyos vórtices salientes habría que buscarlos en Ramón Gaya, Juan Larrea, José Gaos, Juan Ramón Jiménez, Gilberto Owen, Jorge Cuesta y, sin duda, en Octavio Paz. Es cierto que más que de influencias habría que hablar de ecos, de reverberaciones, de coincidencias. No lo es menos que habría también que ver ese conjunto de creaciones bajo la especie de la familiaridad, del parentesco —y, acaso, de la más alta comunión que hay entre los hombres: la pertenencia a una misma misión, a un mismo destino.
Mostrar de qué lado cae el espíritu es, en muchos casos, un asunto de la duración. Se trata, en efecto, del “momento” detenido que limita la contingencia, para que en su terreno desbrozado vuelva a esplender la imagen de lo ideal, de lo esencial... y el suelo de la posibilidad. También a Octavio Paz le llevó lo que, en la medida de la biografía individual, habría que medir con la taza de un tiempo enorme.
El ritmo de la cultura es, como el de los imperios, otra cosa. Semejante al tempo de la conformación de las nacionalidades o de las gestas históricas, la transindividualidad de la cultura pareciera tener la medida cronológica de las catedrales o de los siglos: de la música de roca. Ese cuerpo lento, que vive de la mineralogía de la montaña y que como ella se arquitectura como una catedral labrada por el tallar escultórico del viento, participa también de la Memoria —pues tiene como su función más propia el ir articulando el sentido auténticamente social del hombre. En efecto, si el hombre está hecho de memoria es porque está constituido de cultura, de sociedad tradicional, de relevos de sentido.
Así, lo que habría que empezar a comprender un poco y en su seno es la clase de sociedad pergeñada por la cultura y su condición de posibilidad, la evidencia de su suelo nutricio. La circunstancia moldeada en el diálogo entre generaciones, hecha necesariamente de asimilaciones y reacciones entre juventud y madurez —y entre soledad y comunión—, solo puede partir de la evidencia que constituye la voz de la poesía. Pero ello equivale, en los momentos de crisis profunda de una cultura, a un viraje radical de la reflexión hacia la constitución misma de lo humano: a la reinvención radical de la memoria cultural y al trabajo de situarla objetivamente en la íntima distancia de la “luz pública” y del coloquio articulador de una comunidad. Se trata, en efecto, del punto copernicano en que la atmósfera cultural de un mundo da un vuelco para retornar, para volver a sí misma limpiando sus entumecimientos.
Esa labor sintética es llevada a cabo en nuestra época, en donde las potencias metafísicas de la filosofía occidental se han desecado, por el órgano social de la poesía. El poeta es así el destinado a encarnar uno de los estados ideales de la existencia: aquel de la extrema cultura, en donde, gracias a la organización que es capaz de darse a sí mismo, el hombre vuelve a relacionarse consigo y con su entorno para germinar las potencias infinitas. Tarea de relacionar nuevamente las necesidades y energías del hombre aglutinando su experiencia en una nueva imagen del mundo —inextricablemente ligada al cuerpo idiomático de una lengua. Acaso por ello, el genio poético de Tomás Segovia coincide en su querer decir, no con una pretendida voluntad nacional, sino con la profunda voluntad del espíritu colectivo de una lengua, al revelar sus aspiraciones y sentimientos más elevados, al ser portadora de un mensaje en donde adquiere conciencia una cultura. Lugar hospitalario que no puede sino abrirse con un desarmamiento y una herida, pero que es también el sitio desbordado de la evidencia en donde celebrar la comunión del espíritu: ese frotamiento de inhalación inspirada y exhalación eléctrica, esa atmósfera de pertenencia humana —que está más cerca de la voz de los dioses que del conocimiento.
Quizá no sea casual que Segovia esté emparentado con un buen número de grandes poetas contemporáneos de la Europa latina, en un rasgo al parecer fortuito. Me refiero a la aventura del viaje geográfico, que si lo ha hecho ser medio extranjero en su propia lengua, también la ha permitido visitar ese círculo, nuclearmente filosófico, en donde se cierra y conjuga el viaje con la esperanza. En el caso de Segovia habría que agregar otra circunstancia “española-mexicana” peculiarísima: la del transtierro republicano. Podría pensarse así en dos arquetipos del “extranjero” en la mismidad de una patria que no es idéntica, en dos figuras de la aventura esperanzada: el viaje de la adolescencia en la etapa de la entrada de la vida a la plenitud (Tomás Segovia, poeta de la poesía) y el recorrido de la lenta salida de la vida a la madurez y a la vejez o a la muerte (José Gaos filósofo de la filosofía): poesía y filosofía, otra vez, en esencial correlación.
Pero lo que interesa destacar aquí es la distancia peculiar con la propia lengua. No me refiero a quien regresa a la lengua poética de la metrópoli para conquistarla, sino al que sale en su búsqueda para reencontrarla como algo a la vez fresco y arisco —en la originaria virginidad de lo primario, con la primitividad lírica de una desnudez que no queda sino reinventar, sino rearticular. Entre esas coordenadas habría que situar el lugar de compenetración, la relación exclusiva y razón suficiente que da a un hombre un puesto singular, hasta el extremo de la individualización excepcional, en un orden que trasciende lo particular. Ver, pues, el infiltrarse de una voz en el sentido de algo que, a falta de otra palabra mejor, igualmente me gustaría llamar “cosmos” que “morada”.
Es sobre todo desde la región de ese contraste entre el poeta y su mundo (sitio del puro diálogo), donde se siente más caldeado el ánimo, más dispuesto para el coloquio, para ese extranjero lugar que es el poeta.

Tres Poemas

LA UVA
Tomás Segovia ©

De pueblo aquel no quedó ni un racimo;
solo una uva se salvó de aquella viña
que, oscura en sus congojas purpurinas,
se posa, ya sin candor, sobre la parra
esperando que la alegría de otros días
vuelva a llegar —luego que el viento y que el pavor
de tromba y de tormenta se replieguen
llevándose con ellos lo que se han de llevar,
lavando el corazón de negro asfalto
con que se tiñen ahora nuestros pasos,
como una sombra fatal, para llegar,
luego del golfo del quebranto, a la otra orilla
liberados del polvo amargo y salitroso
de insensibles fantasmas rencorosos
que trocaron el mundo en pesadilla
obstinados por siniestras herejías
—mientras corren las hojas presurosas
sobre el espejo de agua que releja
el cielo azul con nubes de corderos,
porque ya marcha desde abajo por arriba
el ejército fiel que lleva como guía
a la verdad que es vida y borradura
de las almas duras y que ahuyenta a la negrura,
abriendo los senderos con la luz acrisolada
de su espada, iluminado con dulzura
a la eterna ciudad de la promesa
con una marca de gloria en la cabeza.


EL DOGMA EL DÍA DE HOY
Tomás Segovia ©

El dogma el día de hoy es el exilio,
Vivir de espaldas a las voces, entre el ruido;
Vivir fuera de casa, sobre la arena o sumergidos
Entre la densa bruma del olvido.

El dogma el día de hoy es no estar vivos;
Nacer el día de ayer, hace un instante,
Para agostados declinar para la tarde
Ardiendo ciegos en la noche al otro instante.

El dogma, vuelvo a decir, son las cadenas
De la insensata soberbia que levanta
Una arenisca que hiere la garganta
Para enturbiar el juicio, subsumido

En los confusos laberintos del instinto;
O en la obediencia fatal del terco olvido.
Así pisamos con extranjero pie la tierra
Donde la verde lluvia al pasto estremeciera

Vuelta en la noche callejones sin salida
Que palmo a palmo se nos vuelve arena
Calcinada, carcomida, irreal: agua abismada
En que zozobra el sin-sentido de la nada.


HIPOTERMIA
Tomás Segovia ©

El polvo suelto levantado en torbellinos
Asecha en las equinas empujado
A su desordenado confín sin titubeos
Los desechos desgastados por las horas;
El polvo de oro ya quemado por el tiempo
Ahogado por el peso de las sombras
Residuo de hojarasca vuelto harapo,
Sucio trapo devastado, agónico, exhausto,
Desmayado manto gris sobre el asfalto.

El viento turbio enemigo de las leyes,
El viento estrábico que silba airado,
Bobino obtuso que acomete desatado el otro lado
De las horas, que acosa al tiempo hueco
Como una cáscara reseca para hollarla;
Insistente torbellino maniatado
Arrojado en su manía repetitiva
A la ruinosa ciudad abandonada
Invadiendo los rincones sin memoria
Desangrada de su sabia de recuerdos.

El viento sordo que malamente apuesta
A ser silbido ebrio de su propio vicio sin sentido
Desbarata los nítidos perfiles en su rencor de hielo
Recorriendo incesante en tolvaneras por las calles
A la ciudad amortajada, olfateando a su presa
En su bufido, con las narices pegadas contra el suelo,
Llevando en el seno de su hueco una malignidad.

El viento contrario del oeste obtuso
Filoso como arena, salado como arenque,
Vendaval de hocico vuelto lanza que recorre
La plaza deprimida, revolviendo el cabo
Del hilo de los días desleídos, empujando
Su madeja entera hasta el eco mudo
De las tapias funerarias y al vacío
Que ciego late monocorde al otro lado
En su jaula de jaurías sin atarse
Confundiendo en su ajetrear al día
Con la hipnótica fijeza de la noche.

Currículo de Alberto Nazario Espinosa Orozco en Realidades y Ficciones – Revista Literaria Nº 27:



ELGA REÁTEGUI ZUMAETA

Escritora y periodista. Nació en Lima, Perú. Reside en Valencia, España. Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad Inca Garcilaso de la Vega y se licenció en Periodismo en la Universidad Jaime Bausate y Meza de la capital peruana.
En 2010 obtuvo la homologación de su título universitario (Licenciada en Periodismo) por la Dirección General de Política Universitaria-Ministerio de Educación de España.
Ejerció profesionalmente en diversos medios de comunicación (El Popular, La República, Expreso, Gestión, Stereo 33-Canal 13, América Televisión, entre otros) e incursionó en el mundo de la literatura con el poemario Ventana Opuesta (1993), al cual le siguieron Entre dos polos (1994), Alas de acero (2001), Etérea (2004), En mi piel (2005). Asimismo, junto al escritor y decimista, Pedro Rivarola (ya fallecido), publicó los epistolarios Correo de Locumba (2002) y Violación de correspondencia (2003), además de la plaqueta de poesía Madera y fuego y el CD Abrazados (2003).
En 2007 publicó su primera novela El santo cura. Dos años después, en el 2009, llegó al Perú, en una segunda edición que estuvo a cargo del Grupo Editorial Arteidea.
En 2011 publicó su segunda novela De ternura y sexo.
Es autora también del poemario En mi piel que es una recopilación de sus anteriores publicaciones. La obra contiene ilustraciones de la talentosa artista plástica valenciana Asun Perea Ferrer.
Tiene dos espacios de índole literario-cultural: un blog que lleva su nombre y el programa Momentos que se difunde a través de su canal en YouTube. En ambos realiza entrevistas a escritores, artistas y personajes vinculados al ámbito de las comunicaciones.
En octubre de 2012, visitó Estados Unidos dando a conocer producción literaria nivel de bibliotecas y otros recintos culturales.
En diciembre 2012, participó con gran éxito en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (México), donde presentó su novela De ternura y sexo, y volvió a presentarse en dicho evento en 2016, con su obra A este lado y al otro, que toca el tema de la inmigración desde una visión femenina.
La versión al inglés de su poemario En mi piel se publicó en el mercado norteamericano bajo el título Body maps, en 2014.
A comienzos de 2015 estuvo en Nueva York promocionando su producción literaria en bibliotecas y centros culturales.
En estos momentos se encuentra promocionando su novela A este lado y al otro, y acaba de publicar su cuarta novela Y te diste la media vuelta.
Es miembro de la Asociación escritores y críticos literarios de Valencia, de la Comisión de Escritoras PEN Club Internacional del Perú y de la Asociación Concilyarte.
Está afiliada a la Unión de Periodistas Valencianos y la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE).




REALIDADES Y FICCIONES
—Revista Literaria—
Nº 29 — Junio de 2017 — Año VIII
ISSN 2250-4281
Exp. 5316576 del 20/10/2016, Dirección Nacional del Derecho de Autor / República Argentina.


Propietario y Director: Héctor R. Zabala
Av. Libertador 6039 (C1428ARD)
Ciudad de Buenos Aires, Argentina



Colaboradores

Corrección general:
Noelia Natalia Barchuk Löwer
Resistencia (Chaco), Argentina

alfana79@hotmail.com
http://noelia-barchuk-literatura.blogspot.com.ar/


Ilustración de carátula y emblema:
Mónica Villarreal
Scottsdale (Arizona), Estados Unidos
Monterrey (Nuevo León), México
 @mon_villarreal
Currículo en revista RyF Nº 17:



COLABORARON EN ESTE NÚMERO:

• Anna Rossell, Barcelona (Cataluña), España
• Héctor Zabala, Ciudad de Buenos Aires, Argentina
• Luis Benítez, Ciudad de Buenos Aires, Argentina
• José Antonio Cedrón, Cuernavaca, México – Ciudad de Buenos Aires, Argentina
• Elga Reátegui Zumaeta, Valencia, España – Lima, Perú
• Alberto Nazario Espinosa Orozco, Victoria de Durango (Durango), México
• Noelia Barchuk Löwer, Resistencia (Chaco), Argentina
• Mónica Villarreal, Scottsdale (Arizona), Estados Unidos – Monterrey (Nuevo León), México

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Las opiniones vertidas en los artículos de esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor pertinente.


"Realidades y Ficciones"
Mónica Villarreal (2014)
acrílico y óleo sobre
papel-lienzo, 30 cm x 30 cm