REALIDADES Y FICCIONES
—Revista Literaria—
Nº 1 — Agosto de 2010 — Año I
Sumario:
Literatura
• “La obra de arte” de Antón
Chéjov. Cuento y análisis.
• “De cómo se salvó Wang Fô” de
Marguerite Yourcenar. Cuento y análisis.
• “El paisajista” de autor anónimo
chino. Cuento.
• “El Diccionario del Diablo” de
Ambrose de Bierce. Pequeña reseña.
Y algo más…
• Solípedos poco sólidos.
• La TV y la cultura argentina.
Antón
Chéjov ©
Sacha
Smirnov, hijo único de madre, entró con mustio semblante en el consultorio del
doctor Kochelkov. Debajo del brazo llevaba un paquete envuelto en el número 223
de Las Noticias de la Bolsa.
—Hola,
amiguito —lo saludó el médico—. ¿Cómo nos encontramos hoy? ¿Qué se cuenta de
bueno?
Sacha
empezó a parpadear y, llevándose la mano al pecho, dijo con voz temblorosa:
—Iván
Nikolaevich, mi madre me rogó que lo saludara en su nombre y le diera las
gracias... Soy el único hijo de mi madre, y usted me salvó la vida... Usted me
ha curado de una grave enfermedad y no sabemos cómo agradecérselo...
—Está
bien, está bien, amiguito —lo interrumpió el doctor lleno de satisfacción—.
Solo hice lo que cualquier otro hubiera hecho en mi lugar.
—Soy
el único hijo de mi madre... Somos gente humilde y no podemos pagarle su
trabajo... Por eso mismo estamos muy avergonzados... Sin embargo, mamá y yo, el
único hijo de mi madre… le rogamos encarecidamente se digne aceptar, en señal
de agradecimiento, esto que... es un objeto muy valioso, de bronce antiguo...,
una obra de arte.
—¿Para
qué se han molestado? No hacía falta —interrumpió el doctor frunciendo el ceño.
—No,
no puede usted negarnos este favor —prosiguió murmurando Sacha, mientras
desataba el paquete—. No lo rechace. Si lo hace, nos ofenderá a mi madre y a
mí. Es una cosa magnífica, de bronce antiguo... Pertenecía a mi difunto padre y
la guardábamos como recuerdo, casi como una reliquia... Mi padre se dedicaba a
comprar bronces antiguos para revenderlos a los coleccionistas. Ahora mi madre
y yo seguimos haciendo lo mismo.
Sacha
acabó de desenvolver el objeto y lo colocó triunfalmente sobre la mesa. Era un
candelabro de bronce antiguo, no muy grande pero de admirable labor artística.
Se trataba de un grupo de dos mujercitas completamente desnudas y en unas
posturas que no puedo describir, tanto por falta de valor como del necesario
temperamento. Las figuritas sonreían con coquetería y parecía que, de no mediar
la obligación de sostener las palmatorias, habrían saltado de buena gana del
pedestal y armado una juerga tan escandalosa que avergonzaría al lector más
desfachatado.
El
doctor echó una mirada al regalo y, rascándose la oreja, emitió un sonido
inarticulado tras un gesto preocupado e inseguro:
—Sí,
en verdad, es una obra de arte… Pero… es demasiado… Eso no es precisamente un
escote... Bueno, Dios sabe lo que es. Digamos que su expresión es… demasiado
franca.
—¿Pero
por qué lo considera usted de ese modo?
—Porque
ni el mismo diablo en persona hubiera podido inventar nada más indecente...
Amiguito, colocar esto encima de una mesa sería como manchar toda la casa.
—Qué
manera tan rara tiene usted de considerar el arte, doctor —exclamó Sacha,
ofendido—. Pero mírelo usted bien. Es una verdadera obra de arte. Hay aquí
tanta gracia y hermosura que el alma se eleva a las regiones inmortales y uno olvida
todo lo terrenal. Hace acudir lágrimas a los ojos. ¡Fíjese cuanta vida, qué
ligereza, cuánta expresión!
—Todo
eso lo comprendo muy bien, querido —lo interrumpió el doctor—. Pero, amiguito
mío, soy padre de familia, aquí vienen mis hijitos, entran señoras...
—Claro,
para el vulgo —dijo Sacha— esta obra de arte acaso tenga otro significado...
Pero usted, doctor, está muy por encima del vulgo. Además, rehusándonos este
presente, nos ofenderá a mi mamá y a mí… Soy el único hijo de mi madre, usted
me salvó la vida... Le entregamos la cosa más preciosa que tenemos. Lo único
que siento es no tener la pareja de este candelabro.
—Ay,
amigo mío. Se lo agradezco mucho. Mis expresiones de cariño a su mamá, pero en
serio, póngase en mi lugar: mis chicos juegan aquí, vienen señoras... Pero, en
fin… qué se le va a hacer. ¡Déjelo! De todos modos, no lograría hacerle
comprender mi situación.
—No
hay más que hablar —exclamó Sacha muy alegre—. Ponga el candelabro aquí, al
lado de este jarrón. Lástima que no tenga la pareja. Sí, es una verdadera pena.
Bueno... adiós, doctor.
Al
irse Sacha, el doctor estuvo un buen rato rascándose la nuca con aire
pensativo.
“No
hay duda de que se trata de una obra de arte —decía para sí—, y sería una pena
tirarlo. Pero tampoco puedo tenerla en casa... ¡Vaya problema! ¿A quién podría
regalársela?"
Después
de mucho cavilar, se acordó de un buen amigo, el abogado Ujov, con quien se
sentía en deuda por una causa que le había hecho ganar.
“¡Perfecto!
—decidió el doctor—. Como amigo, no querrá aceptarme dinero pero igual tendré
que hacerle un regalo. Voy a llevarle ahora mismo este condenado candelabro.
Además, él es soltero y algo calavera.”
Y,
sin esperar más, se vistió enseguida, envolvió el candelabro y se fue a la casa
de Ujov.
—¡Hola,
amigo! —exclamó al entrar—. Me alegro de haberte encontrado en casa. Vine a
darte las gracias por el trabajo que te tomaste conmigo… Y ya que no quieres
aceptar mi dinero, no podrás impedir que te regale este objeto. Fíjate… ¿no es
admirable?
Al
ver el candelabro, Ujov se quedó encantado.
—Vaya,
vaya, una joya —dijo riendo—. Ni el mismo demonio sería capaz de inventar algo
mejor. ¡Soberbio! ¡Magnífico! ¿Dónde la encontraste?
Sin
embargo, después de entusiasmarse tanto, Ujov echó una mirada temerosa a la
puerta y dijo:
—La
verdad, es increíble, pero llévatela… No puedo aceptarla.
—¿Por
qué? —dijo asustado el doctor.
—Porque
mi madre suele venir a casa… y también los clientes... Y, además, delante de la
criada —te confieso— me daría vergüenza.
—¡Qué!
No te atreverás a hacerme este desaire, eh, —exclamó el doctor, gesticulando—.
Sería muy feo de tu parte. Además, es una obra de arte... Fíjate qué
movimiento... fíjate cuánta expresión. No, no. Ni lo quiero oír, me ofenderías.
—Si
al menos llevasen unas hojitas...
Pero
el doctor ya no lo escuchaba. Movió la mano en señal de despedida y contento se
marchó. Volvió a casa encantado de haberse librado de semejante carga.
Ya
solo, el abogado se quedó contemplando el candelabro. Le dio vueltas y más
vueltas, palpándolo por todos lados, y, al igual que su dueño anterior, estuvo
cavilando largo rato sobre qué haría con el regalo.
"Es
una obra de arte magnífica —pensaba—, sería una lástima tirarla. Pero tampoco
puedo tenerla aquí. Lo mejor será regalarla a alguien... ¿Y si se la llevara
esta noche al cómico Schaschkin. A ese sinvergüenza le gustan los objetos de
esta clase y, además, hoy tiene un festival benéfico."
Aquella
misma tarde y envuelto en un papel, el candelabro fue enviado al cómico
Schaschkin.
El
camarín del artista estuvo lleno toda la tarde. A cada instante entraban
hombres y más hombres a contemplar el regalo. Desde afuera solo se oía una
mezcla de chillidos y de risas parecidas a relinchos. Cuando alguna de sus
compañeras artistas se acercaba a la puerta y preguntaba si podía entrar,
inmediatamente se oía la voz ronca del cómico que contestaba:
—No
chica, no. Me estoy vistiendo.
Después
de la función, el cómico decía muy preocupado, encogiéndose de hombros y
frotándose nervioso las manos:
—¿Y
qué haré con esta porquería? Vivo solo, sí, pero igual a casa no puedo
llevarlo… Allí recibo artistas. Si fuera una fotografía, podría esconderla en
el cajón de la mesa, pero esto…
—¡Véndala,
señor! —le aconsejó el peluquero, mientras lo ayudaba a vestirse—. Aquí cerca
vive una vieja que compra antigüedades... Vaya, pregunte usted por la Smirnova. Todo el
mundo la conoce.
Y
el cómico siguió el consejo.
Dos
días después, el doctor Kochelkov estaba sentado en su consultorio con la
cabeza entre las manos, pensando en los ácidos biliares, cuando de repente se
abrió la puerta y entró Sacha Smirnov. Toda su figura resplandecía de
felicidad. Llevaba en las manos algo envuelto en papel de periódico.
—Doctor
—dijo jadeante—. ¡Imagínese usted qué alegría! Hemos encontrado la pareja de su
candelabro... Mi madre está tan contenta..., soy el único hijo de mi madre, y
usted me salvó la vida.
Y
Sacha, temblando de emoción, colocó delante del doctor el candelabro. El médico
abrió la boca, intentó decir algo, pero no pudo: su lengua estaba paralizada.
ANÁLISIS DE “LA OBRA DE ARTE” DE ANTÓN
CHÉJOV
Héctor
Zabala ©
La
obra de arte es un cuento en el que Chéjov demuestra el porqué de su fama de
gran narrador. La estructura es simple pero no por eso menos interesante. En
principio, están muy bien delineados el ambiente social y la psicología de los
personajes. Chéjov parte de estos elementos esenciales:
1º)
Una madre pobre y su único hijo —profundamente agradecidos al médico que salvó
la vida del muchacho— tienen un objeto valiosísimo para ofrecerle: un
candelabro de bronce que incluye las figuras de dos mujeres desnudas en actitud
provocadora.
2º)
Una sociedad pacata de fines del siglo XIX que veía la desnudez (incluso en las
estatuas) como un pecado. Las rígidas ideas victorianas ya se habían extendido
a toda Europa, y Rusia no sería la excepción.
3º)
El candelabro es tan bello y valioso que a ninguno se le ocurre tirarlo a la
basura por el pesar que significaría destruir una obra artística de tal
magnitud. Pero, a su vez, tenerlo en casa implicaría un escándalo para
cualquiera, dadas sus connotaciones impúdicas.
Chéjov
aprovecha estos tres elementos básicos para armar una historia que estructura
como una rueda; historia en la que va incorporando personajes que tratan de
deshacerse del molesto objeto mediante esfuerzos continuos por pasárselo a
otro. Y hasta apelando al chantaje emocional, del tipo: me ofendo, ni quiero
oír que lo rechaces, lo tenía guardado como una reliquia, era de mi padre, etc.
Pero
lo más interesante es cómo el narrador se las arregla para crear un problema
sin solución posible, a la manera de antecedente de un caso kafkiano. El cuento
está en la línea de Chéjov: personas frustradas que nunca verán satisfechos sus
deseos a pleno, que nunca podrán cumplir sus sueños.
Y
lo paradójico es que el objeto, como nadie lo quiere para sí, igual seguiría
predestinado a volver a la misma persona, dado que se deja entrever que si el
médico Iván Nikolaevich Kochelkov intentara desprenderse de nuevo del
candelabro, probablemente la rueda volvería a girar una y otra vez.
Quizá
el mensaje de la obra sea una ironía o paradoja para la sociedad de su época:
por más buena voluntad y decencia que pongamos, hay problemas que no tienen
solución. Es decir que, en tales casos, la sociedad no tiene otro destino que
el de caer en círculos viciosos.
Habrá
críticos que cuestionen lo predecible del final, pero de todos modos esto no le
quita belleza ni validez a la obra.
ANTÓN CHÉJOV
Antón Chéjov |
Antón
Pávlovich Chéjov nació en Taganrog, ciudad a orillas del mar de Azov, sur de
Rusia, el 29 de enero de 1860. Hijo de un comerciante que había sido siervo,
estudió en la
Universidad Estatal de Moscú donde se matriculó en medicina
en 1884. El éxito como escritor y la tuberculosis, en aquel tiempo incurable,
lo limitaron como médico desde 1887, salvo en ocasiones en las que atendió
gratis a campesinos indigentes.
Desde
su primer relato en 1882, La libélula,
y hasta 1887, publica en revistas moscovitas unos seiscientos cuentos (hubo
años en que llegó a producir ciento veinte), acuciado por la necesidad de
mantener a la familia paterna, cuyo negocio había quebrado. En 1886 aparece la
primera colección de sus escritos humorísticos, Relatos de Motley.
Siempre
supo retratar magistralmente a las clases medias y bajas de la Rusia de entonces. Según él,
“la brevedad es hermana del talento” por lo que “el arte de escribir es el arte
de acortar”.
La
crítica moderna considera a Chéjov uno de los grandes maestros del relato. Se
puede decir que en gran medida es el responsable del cuento moderno, en el que
el efecto depende más del estado de ánimo de los personajes y del simbolismo
que del argumento en sí, dado que no se apoya en el clímax y la resolución. Es
un verdadero maestro en el retrato de vidas inútiles, tediosas y solitarias de
personas incapaces de comunicarse o de cambiar una sociedad que saben decadente.
Algunos de los mejores relatos de Chéjov se incluyen en el libro publicado post
mortem Los veraneantes y otros cuentos
(1910).
La
primera obra teatral de Chéjov, Ivanov,
se estrenó en Moscú en 1887. Desde 1891 hasta 1893 escribió La isla de Sajalín, después de visitar
la colonia penitenciaria de la isla homónima. Estupendo novelista, La sala número seis —por ejemplo— es una
obra maestra de la novela corta.
Su
frágil salud lo obligó a trasladarse en 1897 a Crimea, territorio de clima más
benigno que la capital rusa. También hizo frecuentes viajes a los balnearios de
Europa central.
El
actor y productor Konstantín Stanislavski, director del Teatro de Arte, de
Moscú, representó en 1898 su obra La
gaviota, escrita dos años antes. Esta asociación de dramaturgo y director
de teatro, que continuó hasta la muerte de Chéjov, permitió la representación
de varios de sus dramas en un acto y de las obras más importantes que produjo,
como El tío Vania (1897), Las tres hermanas (1901, año en que se
casa con la actriz Olga Knipper) y El
jardín de los cerezos (1904). Todo esto llevó a una gran renovación del
teatro ruso.
Su
dramaturgia refleja una sociedad feudal, o semifeudal, que se desintegra. Como
técnica utiliza lo que él llama “la acción indirecta”, que pone énfasis en la
interacción de los personajes y hace que sucesos dramáticos importantes tengan
lugar fuera de escena. Muchas veces lo que se deja de decir es más importante
que las ideas y sentimientos expresados; un concepto que con algunas variantes
aplicaría décadas más tarde el norteamericano Ernest Hemingway en sus
narraciones.
Si
bien por sus éxitos como dramaturgo era famoso en Rusia, su obra literaria fue
conocida internacionalmente después de la Primera Guerra Mundial, gracias
a Constance Clara Garnett (Black era su apellido de soltera). Esta traductora
volcó al inglés más de setenta obras de escritores rusos, entre ellos Tolstói y
Dostoyevski, además del autor que nos ocupa.
Chéjov
murió el 2 de julio de 1904 (hay biografías que señalan el día 14 o 15) en el
balneario alemán de Badweiler (Baden), donde se había trasladado en un intento
desesperado por combatir la tuberculosis, la que terminaría con su vida.
DE CÓMO SE SALVÓ WANG-FÔ [1]
Marguerite
Yourcenar ©
El
anciano pintor Wang-Fô y su discípulo Ling erraban por los caminos del reino de
Han.
Avanzaban
lentamente, pues Wang-Fô se detenía durante la noche a contemplar los astros y
durante el día a mirar las libélulas. No iban muy cargados, ya que Wang-Fô
amaba la imagen de las cosas y no las cosas en sí mismas, y ningún objeto del
mundo le parecía digno de ser adquirido a no ser pinceles, tarros de laca y
rollos de seda o de papel de arroz. Eran pobres, pues Wang-Fô trocaba sus
pinturas por una ración de mijo y despreciaba las monedas de plata. Su
discípulo Ling, doblándose bajo el peso de un saco lleno de bocetos, encorvaba
respetuosamente la espalda, como si llevara encima la bóveda celeste, ya que
aquel saco, a los ojos de Ling, estaba lleno de montañas cubiertas de nieve, de
ríos en primavera y del rostro de la luna de verano.
Ling
no había nacido para correr los caminos al lado de un anciano que se apoderaba
de la aurora y apresaba el crepúsculo. Su padre era cambista de oro; su madre
era la única hija de un comerciante de jade, que le había legado sus bienes
maldiciéndola por no ser un hijo. Ling había crecido en una casa donde la
riqueza abolía las inseguridades. Aquella existencia, cuidadosamente
resguardada, lo había vuelto tímido: tenía miedo de los insectos, de la
tormenta y del rostro de los muertos. Cuando cumplió quince años, su padre le
escogió una esposa, y la eligió muy bella, pues la idea de la felicidad que
proporcionaba a su hijo lo consolaba de haber llegado a la edad en que la noche
solo sirve para dormir. La esposa de Ling era frágil como un junco, infantil
como la leche, dulce como la saliva, salada como las lágrimas. Después de la
boda, los padres de Ling llevaron su discreción hasta el punto de morirse, y su
hijo se quedó solo en su casa pintada de cinabrio, en compañía de su joven
esposa, que sonreía sin cesar, y de un ciruelo que daba flores rosas cada
primavera. Ling amó a aquella mujer de corazón límpido igual que se ama a un
espejo que no se empaña nunca, o a un talismán que siempre nos protege. Acudía
a las casas de té para seguir la moda, y favorecía moderadamente a bailarinas y
acróbatas.
Una
noche, en una taberna, tuvo por compañero de mesa a Wang-Fô. El anciano había
bebido, para ponerse en un estado que le permitiera pintar con realismo a un
borracho; su cabeza se inclinaba hacia un lado, como si se esforzara por medir
la distancia que separaba su mano de la taza. El alcohol de arroz desataba la
lengua de aquel artista taciturno, y aquella noche, Wang hablaba como si el
silencio fuera una pared y las palabras unos colores destinados a embadurnarla.
Gracias a él, Ling conoció la belleza que reflejaban las caras de los
bebedores, difuminadas por el humo de las bebidas calientes, el esplendor
tostado de las carnes lamidas de una forma desigual por los lengüetazos del
fuego, y el exquisito color de rosa de las manchas de vino esparcidas por los
manteles como pétalos marchitos. Una ráfaga de viento abrió la ventana; el
aguacero penetró en la habitación. Wang-Fô se agachó para que Ling admirase la
lívida veta del rayo y Ling, maravillado, dejó de tener miedo a las tormentas.
Ling
pagó la cuenta del viejo pintor; como Wang-Fô no tenía ni dinero ni morada, le
ofreció humildemente un refugio. Hicieron juntos el camino; Ling llevaba un
farol; su luz proyectaba en los charcos inesperados destellos. Aquella noche,
Ling se enteró con sorpresa de que los muros de su casa no eran rojos, como él
creía, sino que tenían el color de una naranja que se empieza a pudrir. En el
patio, Wang-Fô advirtió la forma delicada de un arbusto, en el que nadie se
había fijado hasta entonces, y lo comparó a una mujer joven que dejara secar
sus cabellos. En el pasillo, siguió con arrobo el andar vacilante de una
hormiga a lo largo de las grietas de la pared, y el horror que Ling sentía por
aquellos bichitos se desvaneció. Entonces, comprendiendo que Wang-Fô acababa de
regalarle un alma y una percepción nuevas, Ling acostó respetuosamente al
anciano en la habitación donde habían muerto sus padres.
Hacía
años que Wang-Fô soñaba con hacer el retrato de una princesa de antaño tocando
el laúd bajo un sauce. Ninguna mujer le parecía lo bastante irreal para
servirle de modelo, pero Ling podía serlo, puesto que no era una mujer. Más
tarde, Wang-Fô habló de pintar a un joven príncipe tensando el arco al pie de
un alto cedro. Ningún joven de la época actual era lo bastante irreal para servirle
de modelo, pero Ling mandó posar a su mujer bajo el ciruelo del jardín.
Después, Wang-Fô la pintó vestida de hada entre las nubes de poniente, y la
joven lloró, pues aquello era un presagio de muerte. Desde que Ling prefería
los retratos que le hacía Wang-Fô a ella misma, su rostro se marchitaba como la
flor que lucha con el viento o con las lluvias de verano. Una mañana la
encontraron colgada de las ramas del ciruelo rosa: las puntas de la bufanda de
seda que la estrangulaba flotaban al viento mezcladas con sus cabellos; parecía
aún más esbelta que de costumbre, y tan pura como las beldades que cantan los
poetas de tiempos pasados. Wang-Fô la pintó por última vez, pues le gustaba ese
color verdoso que adquiere el rostro de los muertos. Su discípulo Ling desleía
los colores y este trabajo exigía tanta aplicación que se olvidó de verter unas
lágrimas.
Ling
vendió sucesivamente sus esclavos, sus jades y los peces de su estanque para
proporcionar al maestro tarros de tinta púrpura que venían de Occidente. Cuando
la casa estuvo vacía, se marcharon y Ling cerró tras él la puerta de su pasado.
Wang-Fô estaba cansado de una ciudad en donde ya las caras no podían enseñarle
ningún secreto de belleza o de fealdad, y juntos ambos, maestro y discípulo,
vagaron por los caminos del reino de Han.
Su
reputación los precedía por los pueblos, en el umbral de los castillos
fortificados y bajo el pórtico de los templos donde se refugian los peregrinos
inquietos al llegar el crepúsculo. Se decía que Wang-Fô tenía el poder de dar
vida a sus pinturas gracias a un último toque de color que añadía a los ojos.
Los granjeros acudían a suplicarle que les pintase un perro guardián, y los
señores querían que les hiciera imágenes de soldados. Los sacerdotes honraban a
Wang-Fô como a un sabio; el pueblo lo temía como a un brujo. Wang se alegraba
de estas diferencias de opiniones que le permitían estudiar a su alrededor las
expresiones de gratitud, de miedo o de veneración.
Ling
mendigaba la comida, velaba el sueño de su maestro y aprovechaba sus éxtasis
para darle masaje en los pies. Al apuntar el día, mientras el anciano seguía
durmiendo, salía en busca de paisajes tímidos, escondidos detrás de los
bosquecitos de juncos. Por la noche, cuando el maestro, desanimado, tiraba sus
pinceles al suelo, él los recogía. Cuando Wang-Fô estaba triste y hablaba de su
avanzada edad, Ling le mostraba sonriente el tronco sólido de un viejo roble;
cuando Wang-Fô estaba alegre y soltaba sus chanzas, Ling fingía escucharlo
humildemente.
Un
día, al atardecer llegaron a los arrabales de la ciudad imperial, y Ling buscó
para Wang-Fô un albergue donde pasar la noche. El anciano se envolvió en sus
harapos y Ling se acostó junto a él para darle calor, pues la primavera acababa
de llegar y el suelo de barro estaba helado aún. Al llegar el alba, unos
pesados pasos resonaron por los pasillos de la posada; se oyeron los susurros
amedrentados del posadero y unos gritos de mando proferidos en lengua bárbara.
Ling se estremeció, recordando que el día anterior había robado un pastel de
arroz para la comida del maestro. No puso en duda que venían a arrestarlo y se
preguntó quién ayudaría mañana a Wang-Fô a vadear el próximo río.
Entraron
los soldados provistos de faroles. La llama, que se filtraba a través del papel
de colores, ponía luces rojas y azules en sus cascos de cuero. La cuerda de un
arco vibraba en su hombro, y, de repente, los más feroces rugían sin razón
alguna. Pusieron su pesada mano en la nuca de Wang-Fô, quien no pudo evitar
fijarse en que sus mangas no hacían juego con el color de sus abrigos.
Ayudado
por su discípulo, Wang-Fô siguió a los soldados, tropezando por unos caminos
desiguales. Los transeúntes, agrupados, se mofaban de aquellos dos criminales a
quienes probablemente iban a decapitar. A todas las preguntas que hacía Wang,
los soldados contestaban con una mueca salvaje. Sus manos atadas le dolían y
Ling, desesperado, miraba a su maestro sonriendo, lo que era para él una manera
más tierna de llorar.
Llegaron
a la puerta del palacio imperial, cuyos muros color violeta se erguían en pleno
día como un trozo de crepúsculo. Los soldados obligaron a Wang-Fô a franquear
innumerables salas cuadradas o circulares, cuya forma simbolizaba las
estaciones, los puntos cardinales, lo masculino y lo femenino, la longevidad,
las prerrogativas del poder. Las puertas giraban sobre sí mismas mientras
emitían una nota de música, y su disposición era tal que podía recorrerse toda
la gama al atravesar el palacio de Levante a Poniente. Todo se concertaba para
dar idea de un poder y de una sutileza sobrehumanos, y se percibía que las más
ínfimas órdenes que allí se pronunciaban debían de ser definitivas y terribles,
como la sabiduría de los antepasados. Finalmente, el aire se enrareció; el
silencio se hizo tan profundo que ni un torturado se hubiera atrevido a gritar.
Un eunuco levantó una cortina; los soldados temblaron como mujeres, y el
grupito entró en la sala en donde se hallaba el Hijo del Cielo sentado en su
trono.
Era
una sala desprovista de paredes, sostenida por unas macizas columnas de piedra
azul. Florecía un jardín al otro lado de los fustes de mármol y cada una de las
flores que encerraban sus bosquecitos pertenecía a una exótica especie traída
de allende los mares. Pero ninguna de ellas tenía perfume, por temor a que la
meditación del Dragón Celeste se viera turbada por los buenos olores. Por
respeto al silencio en que bañaban sus pensamientos, ningún pájaro había sido
admitido en el interior del recinto y hasta se había expulsado de allí a las
abejas. Un alto muro separaba el jardín del resto del mundo, con el fin de que
el viento, que pasa sobre los perros reventados y los cadáveres de los campos
de batalla, no pudiera permitirse ni rozar siquiera la manga del Emperador.
El
Maestro Celeste se hallaba sentado en un trono de jade y sus manos estaban
arrugadas como las de un viejo, aunque apenas tuviera veinte años. Su traje era
azul, para simular el invierno, y verde, para recordar la primavera. Su rostro
era hermoso, pero impasible como un espejo colocado a demasiada altura y que no
reflejara más que los astros y el implacable cielo. A su derecha tenía al
Ministro de los Placeres Perfectos y a su izquierda al Consejero de los
Tormentos Justos. Como sus cortesanos, alineados al pie de las columnas,
aguzaban el oído para recoger la menor palabra que de sus labios se escapara,
había adquirido la costumbre de hablar siempre en voz baja.
—Dragón
Celeste —dijo Wang-Fô, prosternándose—, soy viejo, soy pobre y soy débil. Tú
eres como el verano; yo soy como el invierno. Tú tienes Diez Mil Vidas; yo no
tengo más que una y pronto acabará. ¿Qué te he hecho yo? Han atado mis manos
que jamás te hicieron daño alguno.
—¿Y
tú me preguntas qué es lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —dijo el Emperador.
Su
voz era tan melodiosa que daban ganas de llorar. Levantó su mano derecha, que
los reflejos del suelo de jade transformaban en glauca como una planta
submarina, y Wang-Fô, maravillado por aquellos dedos tan largos y delgados,
trató de hallar en sus recuerdos si alguna vez había hecho del Emperador o de
sus ascendientes un retrato tan mediocre que mereciese la muerte. Mas era poco
probable, pues Wang-Fô hasta aquel momento, apenas había pisado la corte de los
Emperadores, prefiriendo siempre las chozas de los granjeros o, en las
ciudades, los arrabales de las cortesanas y las tabernas del muelle en las que
disputan los estibadores.
—¿Me
preguntas lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —prosiguió el Emperador,
inclinando su cuello delgado hacia el anciano que lo escuchaba—. Voy a
decírtelo. Pero como el veneno ajeno no puede entrar en nosotros, sino por
nuestras nueve aberturas, para ponerte en presencia de tus culpas deberé
recorrer los pasillos de mi memoria y contarte toda mi vida. Mi padre había
reunido una colección de tus pinturas en la estancia más escondida del palacio,
pues sustentaba la opinión de que los personajes de los cuadros deben ser
sustraídos a las miradas de los profanos, en cuya presencia no pueden bajar los
ojos. En aquellas salas me educaron a mí, viejo Wang-Fô, ya que habían dispuesto
una gran soledad a mi alrededor para permitirme crecer. Con objeto de evitarle
a mi candor las salpicaduras humanas, habían alejado de mí las agitadas olas de
mis futuros súbditos, y a nadie se le permitía pasar ante mi puerta, por miedo
a que la sombra de aquel hombre o mujer se extendiera hasta mí. Los pocos y
viejos servidores que se me habían concedido se mostraban lo menos posible; las
horas daban vueltas en círculo; los colores de tus cuadros se reavivaban con el
alba y palidecían con el crepúsculo. Por las noches, yo los contemplaba, cuando
no podía dormir, y durante diez años consecutivos estuve mirándolos todas las
noches. Durante el día, sentado en una alfombra cuyo dibujo me sabía de
memoria, reposando la palma de mis manos vacías en mis rodillas de amarilla
seda, soñaba con los goces que me proporcionaría el porvenir. Me imaginaba al
mundo con el país de Han en medio, semejante al llano monótono y hueco de la
mano surcada por las líneas fatales de los Cinco Ríos. A su alrededor, el mar donde
nacen los monstruos y, más lejos aún, las montañas que sostienen el cielo Y
para ayudarme a imaginar todas esas cosas, yo me valía de tus pinturas. Me
hiciste creer que el mar se parecía a la vasta capa de agua extendida en tus
telas, tan azul que una piedra al caer no puede menos que convertirse en
zafiro; que las mujeres se abrían y se cerraban como las flores, semejantes a
las criaturas que avanzan, empujadas por el viento, por los senderos de tus
jardines, y que los jóvenes guerreros de delgada cintura que velan en las
fortalezas de las fronteras eran como flechas que podían traspasarnos el
corazón. A los dieciséis años, vi abrirse las puertas que me separaban del
mundo: subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, pero eran menos
hermosas que las de tus crepúsculos. Pedí mi litera: sacudido por los caminos,
cuyo barro y piedras yo no había previsto, recorrí las provincias del Imperio
sin hallar tus jardines llenos de mujeres parecidas a luciérnagas, aquellas
mujeres que tú pintabas y cuyo cuerpo es como un jardín. Los guijarros de las
orillas me asquearon de los océanos; la sangre de los ajusticiados es menos
roja que la granada que se ve en tus cuadros; los parásitos que hay en los
pueblos me impiden ver la belleza de los arrozales; la carne de las mujeres
vivas me repugna tanto como la carne muerta que cuelga de los ganchos en las
carnicerías, y la risa soez de mis soldados me da náuseas. Me has mentido,
Wang-Fô, viejo impostor: el mundo no es más que un amasijo de manchas confusas,
lanzadas al vacío por un pintor insensato borradas sin cesar por nuestras
lágrimas. El reino de Han no es el más hermoso de los reinos y yo no soy el
Emperador. El único imperio sobre el que vale la pena reinar es aquel donde tú
penetras, viejo Wang-Fô, por el camino de las Mil Curvas y de los Diez Mil
Colores. Solo tú reinas en paz sobre unas montañas cubiertas por una nieve que
no puede derretirse y sobre unos campos de narcisos que nunca se marchitan. Y
por eso, Wang-Fô, he buscado el suplicio que iba a reservarte, a ti cuyos
sortilegios han hecho que me asquee de cuanto poseo y me han hecho desear lo
que jamás podré poseer. Y para encerrarte en el único calabozo de donde no vas
a poder salir he decidido que te quemen los ojos, ya que tus ojos, Wang-Fô, son
las dos puertas mágicas que abren tu reino. Y puesto que tus manos son los dos
caminos, divididos en diez bifurcaciones, que te llevan al corazón de tu
imperio he dispuesto que te corten las manos. ¿Me has entendido, viejo Wang-Fô?
Al
escuchar esta sentencia, el discípulo Ling se arrancó del cinturón un cuchillo
mellado y se precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo apresaron. El Hijo
del Cielo sonrió y añadió con un suspiro:
—Y
te odio también, viejo Wang-Fô, porque has sabido hacerte amar. Matad a ese
perro.
Ling
dio un salto para evitar que su sangre manchase el traje de su maestro. Uno de
los soldados levantó el sable, y la cabeza de Ling se desprendió de su nuca,
semejante a una flor tronchada. Los servidores se llevaron los restos y
Wang-Fô, desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata que la sangre de su
discípulo dejaba en el pavimento de piedra verde.
El
Emperador hizo una seña y dos eunucos limpiaron los ojos de Wang-Fô.
—Óyeme,
viejo Wang-Fô —dijo el Emperador—, y seca tus lágrimas, pues no es el momento
de llorar. Tus ojos deben permanecer claros, con el fin de que la poca luz que
aún les queda no se empañe con tu llanto. Ya que no deseo tu muerte solo por
rencor, ni solo por crueldad quiero verte sufrir. Tengo otros proyectos, viejo
Wang-Fô. Poseo, entre la colección de tus obras, una pintura admirable en donde
se reflejan las montañas, el estuario de los ríos y el mar, infinitamente
reducidos, es verdad, pero con una evidencia que sobrepasa a la de los objetos
mismos, como las figuras que se miran a través de una esfera. Pero esta pintura
se halla inacabada, Wang-Fô, y tu obra maestra, no es más que un esbozo.
Probablemente, en el momento en que la estabas pintando, sentado en un valle
solitario, te fijaste en un pájaro que pasaba, o en un niño que perseguía al
pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas del niño te hicieron olvidar los
párpados azules de las olas. No has terminado las franjas del manto del mar, ni
los cabellos de algas de las rocas. Wang-Fô, quiero que dediques las horas de
luz que aún te quedan a terminar esta pintura, que encerrará de esta suerte los
últimos secretos acumulados durante tu larga vida. No me cabe duda de que tus
manos, tan próximas a caer, temblarán sobre la seda y el infinito penetrará en
tu obra por esos cortes de la desgracia. Ni me cabe duda de que tus ojos, tan
cerca de ser aniquilados, descubrirán unas relaciones al límite de los sentidos
humanos. Tal es mi proyecto, viejo Wang-Fô, y puedo obligarte a realizarlo. Si
te niegas, antes de cegarte quemaré todas tus obras y entonces serás como un
padre cuyos hijos han sido todos asesinados y destruidas sus esperanzas de
posteridad. Piensa más bien, si quieres, que esta última orden es una
consecuencia de mi bondad, pues sé que la tela es la única amante a quien tú has
acariciado. Y ofrecerte unos pinceles, unos colores y tinta para ocupar tus
últimas horas es lo mismo que darle una ramera como limosna a un hombre que va
a morir.
A
una seña del dedo meñique del Emperador, dos eunucos trajeron respetuosamente
la pintura inacabada donde Wang-Fô había trazado la imagen del cielo y del mar.
Wang-Fô se secó las lágrimas y sonrió, pues aquel apunte le recordaba su
juventud. Todo en él atestiguaba una frescura del alma a la que ya Wang-Fô no
podía aspirar, pero le faltaba, no obstante, algo, pues en la época en que la
había pintado Wang, todavía no había contemplado lo bastante las montañas, ni
las rocas que bañan en el mar sus flancos desnudos, ni tampoco se había
empapado lo suficiente de la tristeza del crepúsculo. Wang-Fô eligió uno de los
pinceles que le presentaba un esclavo y se puso a extender, sobre el mar
inacabado, amplias pinceladas de azul. Un eunuco, en cuclillas a sus pies,
desleía los colores; hacía esta tarea bastante mal, y más que nunca Wang-Fô
echó de menos a su discípulo Ling.
Wang
empezó por teñir de rosa la punta del ala de una nube posada en una montaña.
Luego añadió a la superficie del mar unas pequeñas arrugas que no hacían sino
acentuar la impresión de su serenidad. El pavimento de jade se iba poniendo singularmente
húmedo, pero Wang-Fô, absorto en su pintura, no advertía que estaba trabajando
sentado en el agua.
La
frágil embarcación, agrandada por las pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo
el primer plano del rollo de seda. El ruido acompasado de los remos se elevó de
repente en la distancia, rápido y ágil como un batir de alas. El ruido se fue
acercando, llenó suavemente toda la sala y luego cesó; unas gotas temblaban,
inmóviles, suspendidas de los remos del barquero. Hacía mucho tiempo que el hierro
al rojo vivo destinado a quemar los ojos de Wang se había apagado en el brasero
del verdugo. Con el agua hasta los hombros, los cortesanos, inmovilizados por
la etiqueta, se alzaban sobre la punta de los pies. El agua llegó por fin a
nivel del corazón imperial. El silencio era tan profundo que hubiera podido
oírse caer las lágrimas.
Era
Ling, en efecto. Llevaba puesto su viejo traje de costumbre, y su manga derecha
aún llevaba la huella de un enganchón que no había tenido tiempo de coser
aquella mañana, antes de la llegada de los soldados. Pero lucía alrededor del
cuello una extraña bufanda roja.
Wang-Fô
le dijo dulcemente, mientras continuaba pintando:
—Te
creía muerto.
—Estando
vos vivo —dijo respetuosamente Ling—, ¿cómo podría yo morir?
Y
ayudó al maestro a subir a la barca. El techo de jade se reflejaba en el agua,
de suerte que Ling parecía navegar por el interior de una gruta. Las trenzas de
los cortesanos sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la
cabeza pálida del Emperador flotaba como un loto.
—Mira,
discípulo mío —dijo melancólicamente Wang-Fô—. Esos desventurados van a perecer
si no lo han hecho ya. Yo no sabía que había bastante agua en el mar para
ahogar a un Emperador. ¿Qué podemos hacer?
—No
temas, Maestro—, murmuró el discípulo. Pronto se hallarán a pie enjuto, y ni
siquiera recordarán haberse mojado las mangas. Tan solo el Emperador conservará
en su corazón un poco de amargor marino. Estas gentes no están hechas para
perderse por el interior de una pintura.
Y
añadió:
—La
mar está tranquila y el viento es favorable. Los pájaros marinos están haciendo
sus nidos. Partamos, Maestro, al país de más allá de las olas.
—Partamos
—dijo el viejo pintor.
Wang-Fô
tomó el timón y Ling se inclinó sobre los remos. La cadencia de los mismos llenó
de nuevo toda la estancia, firme y regular como el latido de un corazón. El
nivel del agua iba disminuyendo insensiblemente en torno a las grandes rocas
verticales que volvían a ser columnas. Muy pronto, tan solo unos cuantos
charcos brillaron en las depresiones del pavimento de jade. Los trajes de los
cortesanos estaban secos, pero el Emperador conservaba algunos copos de espuma
en la orla de su manto.
El
rollo de seda pintado por Wang-Fô permanecía sobre una mesita baja. Una barca
ocupaba todo el primer término. Se alejaba poco a poco dejando tras ella un
delgado surco que volvía a cerrarse sobre el mar inmóvil. Ya no se distinguía
el rostro de los dos hombres sentados en la barca, pero aún podía verse la
bufanda roja de Ling y la barba de Wang-Fô, que flotaba al viento.
La
pulsación de los remos fue debilitándose y luego cesó, borrada por la
distancia. El Emperador, inclinado hacia delante, con la mano a modo de visera
delante de los ojos, contemplaba alejarse la barca de Wang-Fô, que ya no era
más que una mancha imperceptible en la palidez del crepúsculo. Un vaho de oro
se elevó, desplegándose sobre el mar. Finalmente, la barca viró en derredor a
una roca que cerraba la entrada a mar abierto; cayó sobre ella la sombra del
acantilado; se borró el surco de la desierta superficie y el pintor Wang-Fô y
su discípulo Ling desaparecieron para siempre en aquel mar de jade azul que
Wang-Fô acababa de inventar.
[1] En francés: Wang-Fô
fut sauvé. Pertenece a la colección Cuentos orientales (Nouvelles
orientales) de 1938.
ANÁLISIS DE “DE CÓMO SE SALVÓ WANG-FÔ”
(M. YOURCENAR)
Héctor
Zabala ©
Marguerite
Yourcenar logra un clima estupendo en esta obra. Desde su inicio, y aunque no
se habla de embarcaciones ni de nada parecido, la suave y delicada cadencia del
relato nos da la sensación de estar navegando. Entiendo que esa fue en
principio la finalidad de esta gran narradora: escribir con miras a darnos un
indicio inconsciente del desenlace de su cuento.
La
historia muestra a dos idealistas, maestro y discípulo, quienes —a través de la
pintura— ven la belleza de las cosas de manera superlativa, como ningún mortal
puede hacerlo. Recorren China y soportan todo tipo de privaciones. El maestro
Wang-Fô busca trasladar esa belleza a sus telas; el discípulo Ling, hombre rico
pero vuelto pobre por admiración a su maestro, lo sigue como simple ayudante
cuando muere su joven esposa, luego de una corta estadía del pintor en su casa.
La
narradora utiliza en abundancia las ironías para darle gracia y a la vez
patetismo a su historia:
1)
Algunas son de corte paradójico, como: “[El padre de Ling] le escogió una
esposa, y la eligió muy bella, pues la idea de la felicidad que proporcionaba a
su hijo lo consolaba de haber llegado a la edad en que la noche solo sirve para
dormir”, o bien “Ling amó a aquella mujer de corazón límpido igual que […] a un
talismán que siempre nos protege. Acudía a las casas de té para seguir la moda,
y favorecía moderadamente a bailarinas y acróbatas”.
2)
Y otras son realmente descarnadas, crueles, como: “…los padres de Ling llevaron
su discreción hasta el punto de morirse”. O bien, “Wang-Fô la pintó [a la
esposa de Ling] por última vez, pues le gustaba ese color verdoso que adquiere
el rostro de los muertos. Su discípulo Ling desleía los colores y este trabajo
exigía tanta aplicación que se olvidó de verter unas lágrimas”.
Y
sin dejar de utilizar ironías, la narradora nos habla de varias otras
cuestiones que le dan vida al relato o describen el ambiente en que la historia
se desarrolla, tales como:
3)
La superlativa noción de belleza del maestro, que en ciertos pasajes se exagera
hasta el límite, por ejemplo: “Pusieron [los soldados] su pesada mano en la
nuca de Wang-Fô, quien no pudo evitar fijarse en que sus mangas no hacían juego
con el color de sus abrigos”. Aun en peligro de muerte, el hombre no dejaba de
ver la vida con los ojos de un profesional. O también, cuando “Wang-Fô,
desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata que la sangre de su discípulo
dejaba en el pavimento de piedra verde”.
4)
El profundo respeto del discípulo a su maestro, que equivale al de un hijo con
su padre, cuestión que también se lleva al extremo:
•
“Entonces, comprendiendo que Wang-Fô acababa de regalarle un alma y una
percepción nuevas, Ling acostó respetuosamente al anciano en la habitación
donde habían muerto sus padres”.
•
Cuando el Emperador ordena decapitar a Ling, se dice: “Ling dio un salto para
evitar que su sangre manchase el traje de su maestro”.
•
O cuando Ling, ya decapitado, aparece remando desde adentro del cuadro con una
bufanda roja (otra ironía) y se desarrolla el diálogo siguiente: “Wang-Fô le
dijo dulcemente, mientras continuaba pintando: —Te creía muerto. —Estando vos
vivo —dijo respetuosamente Ling—, ¿cómo podría yo morir?”
5)
También se hace hincapié en el grado de sometimiento de la corte, no solo a la
persona del Emperador sino también al protocolo:
•
“Como sus cortesanos, alineados al pie de las columnas, aguzaban el oído para
recoger la menor palabra que de sus labios se escapara, [el Emperador] había
adquirido la costumbre de hablar siempre en voz baja”.
•
“Con el agua hasta los hombros, los cortesanos, inmovilizados por la etiqueta,
se alzaban sobre la punta de los pies”.
Se
tejen muchas leyendas sobre Wang Fô y hasta se cree que un último toque
magistral en los ojos de los personajes pintados hace que estos puedan ver.
Como resultado, los señores le piden que le pinte soldados (quizá para
ahorrarse de tener que pagar demasiados sueldos) y los pobres campesinos,
perros guardianes. La idea apunta a que soldados y perros pintados se veían tan
reales que a los ojos del vulgo no hacían falta los verdaderos.
Al
llegar a la capital los detiene el Emperador, quien furioso porque de niño
había vivido rodeado de las pinturas de Wang-Fô, ahora quiere matarlo cruelmente
porque ni la vida ni su reino reflejan la belleza de aquellas pinturas
magistrales. Desde su punto de vista el único imperio que merece vivirse es el
de los paisajes de Wang-Fô, mundo al que ni siquiera él, como amo y señor,
tiene acceso. Lo que no deja de ser una paradoja interesante: el supremo dueño
de todo envidia a un simple mendigo que nada tiene. Y lo envidia porque se da
cuenta de que el verdadero dueño es el otro, si bien no de las cosas, al menos
sí de la belleza o del espíritu mismo de esas cosas.
Sin
embargo, antes de ejecutarlo, lo obliga a terminar una pintura marina que Wang
Fô dejara inconclusa en su juventud. El maestro retoma el viejo cuadro y su
desempeño es tan excelso que el mar pintado se torna real, así como también la
barca conducida por su propio discípulo. De ese modo, Ling vuelve a la vida y
ambos terminan navegando hacia dentro del cuadro hasta desaparecer.
Una
gran metáfora de que todo es posible para los artistas verdaderos, quienes no
solo pueden convertir la realidad en ficción sino que también se les permite
(¿acaso por designio de los dioses?) intentar a veces lo inverso.
La
historia tiene todo el sabor de la fantasía literaria china aunque no es
original, como bien afirma la propia autora: “…se inspira en un apólogo taoísta
de la antigua China”. Incluso, hay un relato de temática parecida, El paisajista, de autor anónimo (ver a
continuación).
EL PAISAJISTA
(Anónimo,
chino)
Un
pintor de mucho talento fue enviado por el emperador a una provincia lejana,
desconocida, recién conquistada, con la misión de traer imágenes pintadas. El
deseo del emperador era conocer así aquellas provincias.
El
pintor viajó mucho, visitó los recodos de los nuevos territorios, pero regresó
a la capital sin una sola imagen, sin siquiera un boceto.
El
emperador se sorprendió, e incluso se enfadó.
Entonces
el pintor pidió que le dejasen un gran lienzo de pared del palacio. Sobre
aquella pared representó todo el país que acababa de recorrer. Cuando el
trabajo estuvo terminado, el emperador fue a visitar el gran fresco. El pintor,
varilla en mano, le explicó todos los rincones del paisaje, de las montañas, de
los ríos, de los bosques.
Cuando
la descripción finalizó, el pintor se acercó a un estrecho sendero que salía
del primer plano del fresco y parecía perderse en el espacio. Los ayudantes
tuvieron la sensación de que el cuerpo del pintor se adentraba a poco en el
sendero, que avanzaba poco a poco en el paisaje, que se hacia más pequeño.
Pronto una curva del sendero lo ocultó a sus ojos. Y al instante desapareció
todo el paisaje, dejando el gran muro desnudo.
El
emperador y las personas que lo rodeaban volvieron a sus aposentos en silencio.
MARGUERITE YOURCENAR
Marguerite Yourcenar |
Vivió
en Francia hasta 1939 y fue novelista, poeta, ensayista, dramaturga y
traductora. Sabía latín y griego clásico desde muy chica.
Entre
sus principales obras se cuentan: El
jardín de las quimeras (poemas, 1921), Alexis
o el tratado del inútil combate (novela, 1929), La nueva Eurídice (novela, 1931), El denario del sueño (novela, 1934), El tiro de gracia (novela, 1939), Memorias de Adriano (novela, 1951), A beneficio de inventario (ensayos y apuntes, 1963), Opus nigrum (novela, 1968), Mishima o la visión del vacío (ensayo,
1981) y Cuentos orientales (1983).
También tradujo al francés obras de Virginia Woolf y de Henry James, entre
otros.
En
1970 la eligieron miembro de la Academia Belga y, en 1984, de la Academia Francesa
(primera mujer en obtener esa distinción). En 1986 se le otorgó la Legión de Honor de Francia.
“EL DICCIONARIO DEL DIABLO” DE AMBROSE
BIERCE [1]
Héctor
Zabala ©
Se
trata de una obra cáustica, que vale la pena tenerla. En sus trescientas
páginas trata con fina ironía temas sociales, económicos, culturales,
políticos, religiosos, etc. Por supuesto, se refiere en especial a la sociedad
norteamericana de su tiempo, pero en gran medida sus definiciones podrían
aplicarse a sociedades humanas de todo tiempo y lugar. Hay, por lo menos, un
par de editoriales que la publicaron en castellano y también se la encuentra en
Internet. [2]
Aquí
pongo algunos ejemplos que me gustaron:
Alianza:
En política internacional, unión de dos ladrones cuyas manos están tan
profundamente metidas en los bolsillos del otro, que no pueden, por separado,
expoliar a un tercero.
Boticario:
Cómplice del médico, benefactor del funebrero y gran proveedor de los gusanos
de las tumbas.
Cañón:
Instrumento utilizado en la rectificación de fronteras nacionales.
Descollar:
Hacerse de un enemigo.
Egoísta:
Persona de mal gusto, que se interesa más en sí misma que en mí.
Fanático:
Alguien celosa y obstinadamente apegado a una idea que usted no comparte.
Gota:
Nombre dado por los médicos al reumatismo de un pariente rico.
[1] The Devil's Dictionary, 1911.
[2] Hay que tener cuidado si se quiere conocer la obra completa porque he notado que difieren bastante unas versiones de otras. Por ejemplo, en Internet hay algunas definiciones (parcialmente o en su totalidad) que están ausentes en las ediciones en papel y viceversa.
[2] Hay que tener cuidado si se quiere conocer la obra completa porque he notado que difieren bastante unas versiones de otras. Por ejemplo, en Internet hay algunas definiciones (parcialmente o en su totalidad) que están ausentes en las ediciones en papel y viceversa.
AMBROSE GWINETT BIERCE
Ambrose Bierce |
Ambrose Gwinett Bierce nació el 24 de junio de 1842 en Horse Cave Creek, condado de Meigs, Ohio, Estados Unidos. Hijo de Marcus Aurelius Bierce y Laura Sherwood, granjeros calvinistas que bautizaron a sus trece hijos con nombres con la inicial A. El escritor fue el décimo de los hermanos. Bierce fue un niño bastante travieso pero inteligente y gran lector.
Al inicio de
Comenzó
a ganar notoriedad a partir de 1867 como periodista en San Francisco
(California), por sus ácidos comentarios, ensayos, aforismos y fábulas. Por esa
época llegó incluso a dirigir un diario. En 1871 se casó con Mary Ellen (Molly)
Day, aristocrática dama de la ciudad, con la que tuvo tres hijos. Desde 1872 a
1875 vivió en Londres, donde inició la gran carrera literaria tras narraciones
cortas que le dieron fama de mordaz. Su obra fue recopilada más tarde en varios
tomos.
En
1887 aceptó del millonario William Randolph Hearst un puesto en la dirección
del San Francisco Examiner con un importante salario. Su relación con Hearst
duró unos veinte años. Al año siguiente se separó, pero el divorcio al parecer
nunca terminó de concretarse. Molly moriría en 1905. Al año siguiente, publicó
el Manual del Cínico, que sería
conocido más tarde como Diccionario del
Diablo.
Fueron
famosas sus críticas a la corrupción política estadounidense y en particular su
larga lucha periodística contra los “barones de los ferrocarriles”, quienes
pretendían que el Estado les conmutara deudas cuantiosas.
En
1912 aparece el último tomo de sus Obras
Completas y luego realiza varias diligencias personales que sugieren un
largo viaje. En 1913 habría cruzado a México que por entonces estaba en plena
revolución y desapareció.
Sobre
su destino final se han tejido muchas conjeturas: hay quienes dicen que se
incorporó a las filas de Pancho Villa y que murió en combate, otras que habría sido
fusilado por las tropas gubernamentales o por las rebeldes y hasta no falta
quien aseguró que lo habría asesinado el propio Villa. Para complicar más su
leyenda, hay quienes afirman que nunca fue a México sino que se suicidó o que
habría muerto en un manicomio en Napa, California. Incluso hay una versión que
asegura que estaba en Francia durante la Primera Guerra
Mundial. La verdad es que nadie puede afirmar fehacientemente cómo terminó su
vida. Una investigación solicitada por el gobierno norteamericano, a pedido de
su hija Helen, no arrojó ningún resultado.
El
mexicano Carlos Fuentes noveló su vida en Gringo
viejo, obra que fue llevada al cine en 1989 con el mismo nombre. Esta
película fue dirigida por el argentino Luis Puenzo y protagonizada por Gregory
Peck.
Alfred
Hitchcock, profundo admirador de Bierce, filmó en 1959 el cuento Lo que pasó en el puente de Owl Creek
(An Occurrence at Owl Creek Bridge) para un episodio de su serie Alfred Hitchcock Presenta. Hay también
unas pocas películas sobre algunas de sus narraciones.
[1] En algunos países, el grado de mayor recibe el nombre
de comandante.
SOLÍPEDOS POCO SÓLIDOS
Héctor
Zabala ©
El
diccionario de la Real
Academia Española define:
solípedo (del lat. solĭpes,
-ĕdis). 1. adj. Zool. Se dice del cuadrúpedo provisto de un solo dedo, cuya
uña, engrosada, constituye una funda protectora muy fuerte denominada casco; p.
ej., el caballo, el asno o la cebra. U. t. c. s.
asno (del lat. asĭnus). 1. m . Animal solípedo, como de
metro y medio de altura, de color, por lo común, ceniciento, con las orejas
largas y la extremidad de la cola poblada de cerdas. Es muy sufrido y se le
emplea como caballería y como bestia de carga y a veces también de tiro.
burro (de borrico). 1. m . asno (animal solípedo).
borrico (del lat. burrīcus,
burīcus, caballejo). 1. m .
asno (animal solípedo).
De
lo anterior, se infiere que solípedo vendría a definir a los ungulados que
tienen en común el casco o pezuña única. Y que uno de ellos —el asno, burro o
borrico— viene a ser el mismo animal; es decir, la misma especie de solípedo,
distinta a las especies caballo y cebra, con las que comparte el mismo género
biológico.
Hasta
aquí bien. Pero el problema se da con los cruces de estas tres especies que
forman híbridos, casi siempre estériles.
Según
el diccionario de la RAE ,
estos casos híbridos se definen así:
mula (del lat. mula). 1. f . Hija de asno y yegua o
de caballo y burra. Es casi siempre estéril.
mulo (del lat. mulus). 1. m . Hijo de caballo y burra
o de asno y yegua, casi siempre estéril.
burdégano (der. del lat. tardío bŭrdus, bastardo). 1.
m . Animal resultante del cruzamiento entre caballo y
asna.
Sin
embargo, tal como lo define el diccionario, la cosa es un tanto confusa. Porque
mula o mulo vendría a ser lo
genérico y burdégano, lo específico;
pero en la práctica, todo el mundo sabe que no es así.
El
burdégano es efectivamente el cruzamiento entre caballo y asna (burra). Sin
embargo, entre los entendidos no se habla de mula o mulo en este caso. Y no se
habla, porque el burdégano es un animal de escaso o ningún valor comercial.
Al
mulo o mula se lo cría por su fuerza muscular cercana a la del caballo y por la
resistencia (y habilidad en terreno accidentado) similar a la del asno,
cualidades que el burdégano casi nunca posee. De ahí que en la práctica se
busque el nacimiento de mulas o mulos propiamente dichos pero no el de
burdéganos.
Creo
que las palabras mula y mulo estarían mejor definidas si se las limitara al
cruce de yegua y asno.
Pero
también es posible la cruza de cebra
con los otros solípedos. En tales casos, el padre es casi siempre una cebra
macho y los híbridos resultantes, generalmente, también son estériles.
Aquí
el diccionario de la RAE
no ha incorporado ninguna de las siguientes palabras: cebroide (como genérica de los cruces de cebra con otro solípedo), cebrallo (cruce de cebra y caballo) y cebrasno (cruce de cebra y asno).
Además, y por si faltara, también leí por ahí la palabra cebrurro.
Como
la palabra zebra es hoy una variante
en desuso de cebra, no voy a
insistir en que se definan estos híbridos con la inicial zeta; tal como se la
encuentra en algunos autores, que al parecer no se dieron por enterados.
Es
muy probable que estas omisiones del diccionario se deban a que los mulos y
mulas se dieron en zonas donde los caballos y asnos coinciden geográficamente
desde tiempos casi prehistóricos. En cambio, los cebroides no se dieron (que se
sepa) hasta recién entrado el siglo XIX en algunos puntos de África,
principalmente. [1]
Por
lo tanto, yo diría que para evitarnos caer todos en la segunda acepción de asno
[2], alguien en la Academia Española debería pensar en modificar las
definiciones que he cuestionado, así como incorporar los neologismos
correspondientes a los híbridos de cebra.
[1] Charles Darwin (siglo XIX) se refiere en dos de sus
libros a varios tipos de cebroides. Y se sabe que lord Morton en 1815 obtuvo
una potrilla a partir del cruce de una cebra macho (estrictamente un macho de
quagga, variedad o subespecie ya extinguida) con una yegua árabe. También se
han registrado muchos casos de cebroides en Sudáfrica durante el siglo XIX, y
en Somalia y Estados Unidos durante el XX. El último caso registrado ocurrió en
julio de 2010 en una reserva natural del estado norteamericano de Georgia.
[2] 2. m .
Persona ruda y de muy poco entendimiento. U. t. c. adj.
Héctor
Zabala ©
A
menudo se escucha por ahí que la
Argentina tiene una de las mejores TV por aire del mundo.
¿Quiénes lo dicen? Bueno, los dueños de los canales, los gerentes de
programación y los críticos de espectáculos de esas mismas televisoras por
aire.
La
opinión no parece muy imparcial que digamos: los dos primeros grupos tienen
motivos obvios para decirlo y el último nunca criticará a muerte el objeto de
su análisis (aunque se trate de un canal competidor) porque, en última
instancia, de la mesura dependerá su pan de cada día.
Ah,
también aseguran que estamos en el podio mundial los amigos, parientes,
subalternos y familiares de todos los anteriores. Después alguna gente repetirá
como majada de ovejas la misma letanía por bares y plazas. Y a todo esto se le
llama formar opinión pública en materia televisiva.
Para
sostener esta aseveración de virtuosismo, estos grupos “desinteresados”
recurren al juicio de los ratings. El asunto no estaría mal si no fuera porque
la medidora de ratings en la
Argentina es única en su género, lo que la pone bajo eterna
sospecha, aunque nadie todavía la desprestigie a diario como ocurre con el
INDEC [1].
LOS
PROGRAMAS LÍDERES
De
todas formas, los ratings actuales no son gran cosa, incluso para los programas
líderes. Hoy apenas si llegan a superar el 30% en el mejor de los casos y en
horas pico.
Aun
así, la realidad televisiva muestra algo insoslayable: mediocridad.
Veamos,
lo que hoy, agosto de 2010, pasa como lo mejor de la TV por aire:
•
un programa líder a cargo de un conductor-productor que viene haciendo lo mismo
desde hace décadas, apelando a la chabacanería más procaz y a concursos (o
seudo-) de baile o de canto en los que se discute mucho más la vida privada de
los concursantes famosos (o en vías de serlo) que la habilidad específica para
la que fueron citados (en realidad contratados);
•
novelones insufribles con argumentos trillados y diálogos que recurren
permanentemente a frases hechas o lugares comunes, con el aditamento de
alejarse casi por completo del habla común de la calle o del espíritu del
personaje;
•
almuerzos cuya anfitriona se escandaliza sistemática y medievalmente de las
mismas cosas desde hace añares, mientras sus invitados repiten siempre más o
menos lo mismo, cuando no se aburren;
•
programas de juegos que no entretienen a nadie; casi siempre, malas copias de
similares europeos;
•
noticieros con versiones apocalípticas que raramente se cumplen y que solo
miran unos pocos masoquistas.
Y
eso es todo. Esa es nuestra “gran” televisión por aire.
Ah,
me olvidaba, también está:
•
la retroalimentación: programas de TV por aire cuyo único objetivo es hablar de
los demás programas de la TV
por aire.
LO
QUE LOS RATINGS CALLAN
Pero
lo que los ratings no dicen, salvo indirectamente, es que para los ratos libres
la mayoría de los argentinos ya se pasó a la TV por cable, escucha radio, lee a Kafka o a
Coelho, hace yoga, toma mate con bizcochitos, juega al truco, alquila videos (o
los baja de Internet), se dedica a la meditación trascendental (o a la
intrascendental, poco importa) o sencillamente se va a la cama para dormir o
justamente para no dormir.
El
argumento de que las personas en las grandes ciudades (la población urbana en la Argentina llega al 90%)
tiene TV por cable solo porque les molesta los “fantasmas” [2] en la
pantalla y no por su mejor calidad, ya no es válido. Esto sería así al
principio, digamos hace unos veinte años, pero no hoy. En la actualidad, el
cable, sin ser una maravilla, ofrece opciones más entretenidas, mejores
películas y programas más culturales. Su problema no pasa tanto por la calidad
sino por la falta de mayores presupuestos y la excesiva repetición de videos [3],
cuestiones no ajenas a la falta de anunciantes de peso.
Y
si no lo creen, que alguien se tome la molestia de leer las opiniones del
público en las redes sociales de Internet sobre la TV en general, y sobre la TV por aire en particular, y
después hablamos.
Pero
la TV por aire
sigue en sus trece; es decir al igual que esos viejitos tercos que se niegan
desde la prehistoria a cambiar de silla aunque esta se caiga a pedazos, los
directores y dueños de canales por aire tampoco quieren modificar nada pese a
que sus programas sigan siendo unos bodrios. Y en el mejor de los casos,
cambian un bodrio por otro. Tal como postula un dicho político argentino: que
se rompa pero que no se doble. Y obviamente, la TV por aire, tarde o temprano (y quizá más
temprano que tarde), se va a romper.
Pero
hay más. Al mejor estilo de proyección psicológica, estos dueños de los ratings
utilizan un argumento interesante pero falaz: “a la gente le gusta lo que
hacemos”. Esto equivale a decir: no somos nosotros los que pretendemos quitarle
cultura a las personas sino que son ellas mismas las que no quieren ser cultas.
Sofismo puro. Es decir, pretenden hacer del asesino una víctima o de la víctima
de asesinato, un mero suicida.
Oscar
Wilde escribió una vez que la gente gustaba de ver y escuchar hasta el
cansancio las mismas estupideces [4] y más de dos milenios antes el
comediógrafo ateniense Aristófanes solía burlarse de los ciudadanos de Megara
por gustar de entretenimientos grotescos [5].
Es
verdad, pero no parece ser el caso de los argentinos una vez pasada la niñez.
Con todos los defectos que tenemos (y bien que los tenemos), no somos los
principales consumidores de bodrios. Y si no lo creen así, entonces que citen a
la propia medidora sospechada y que le pregunten por qué cuando en los canales
de aire se emitían programas inteligentes, estos casos marcaron récords de
audiencia, incluso muy superiores a los supuestamente programas líderes de la
actualidad.
Por
ejemplo:
•
La serie argentina Los simuladores [6]
batió en su momento todos los ratings (42%, con picos de 46%, para las
mediciones más conservadoras) y aún los seguiría batiendo (después de siete
años) si lo pusieran de nuevo al aire, y pese a que sus 24 capítulos se
encuentran a la venta en videos desde hace mucho tiempo.
•
Programas de buena audiencia, como el de una conocida conductora, duplicaba sus
ratings los días en que se incluía El
imbatible [7], un formato de preguntas y respuestas sobre
cultura general que iba eliminando concursantes en la medida que se producían
respuestas erróneas.
•
Las Locas de amor, una miniserie de
buen guión y sostenida por actrices de nivel [8], hizo suceso allá
por 2008.
•
Hasta los Simpson o Alf, dos series inteligentísimas de
origen norteamericano, llegan a alcanzar excelentes niveles de audiencia cuando
los directores de programación se acuerdan de ponerlas al aire o cuando no
tienen otra cosa a mano para poner nervioso al canal competidor.
Y
aunque ningún directivo lo diga, cualquiera de estos buenos programas citados
podría constituirse —más no sea por un tiempito— en el terror de los bajos
ratings de los demás canales. Los que no los emitan solo se salvarían cuando el
seleccionado de fútbol esté en su respectiva pantalla, porque el amor a ciertos
deportes populares es así en todos lados [9].
EL
PORQUÉ DE LA MEDIOCRIDAD
Entonces,
la pregunta del millón sería: ¿por qué subsisten programas tan mediocres? O lo
que es lo mismo: ¿cómo es que los anunciantes los siguen apoyando y no se
retiraron de la pantalla?
La
respuesta es sencilla: una excelente medición no garantiza que el anunciante
venda más de sus productos. Alguien dirá, pero Héctor, estás loco,
estadísticamente a mayor cantidad de televidentes, mayor posibilidad de
venderle cosas. Pero no, no es así. Se hace necesario discriminar: un anunciante
venderá más si su público, además de numeroso, tiende a ser más maleable.
Por
el contrario, cuanto más culto, menos maleable, porque tenderá a creer menos en
los anuncios publicitarios y a usar más su cabecita para discernir mejor entre
lo que le conviene comprar y lo que no. Por ende, lo ideal para un anunciante
está en llegar masivamente a televidentes consumistas y no a tantos
televidentes cultos.
De
ahí que estos programas mediocres, y en algunos casos decididamente malos, los
seguiremos soportando. Y si no estos, ya se las arreglarán para proyectar otros
tan malos o mediocres que los reemplacen. La experiencia histórica está de mi
parte: baste recordar las múltiples versiones de gran hermano y los famosos
“reality” (ambos de espontaneidad demasiado sospechosa para ser creíbles),
televisados hasta el hartazgo hasta hace poco.
SIGAMOS
ASÍ
De
todos modos, señores dueños de canales, no hay mucho de qué preocuparse: la
televisión no parece ser mejor en otras latitudes (¡ni longitudes!): cuando
hace años le hicieron un reportaje al excelente actor Marcello Mastroianni
sobre qué opinaba de los programas de TV, simplemente contestó sonriente:
bueno, podrían esforzarse un poco, ¿no? Y no estaba hablando de la TV argentina.
Así
que, sigamos consustanciados en mantener este nivel mediocre, ideal para
anunciantes que se precien de tales, y continuemos repitiendo como bandera:
¡televidentes, mediocridad o muerte!
[1] INDEC: Instituto Nacional de Estadísticas y Censos.
La medidora es IBOPE, entidad privada que se dedica a ratings de audiencia.
[2] “Fantasmas”: los argentinos llamamos así a las
imágenes múltiples y molestas que se forman en la pantalla por los sucesivos
rebotes de la onda televisiva de aire en los edificios cuando se utiliza la
primitiva antena,
[3] Los buenos documentales del canal History, por
ejemplo, se ven afectados por el bombardeo publicitario de su propia
programación tras cortes continuos. Esto espanta a la gente y quizá gracias a
estas tonterías todavía subsistan los canales de aire.
[4] Oscar Wilde: El
alma del hombre bajo el socialismo (1891-1904): “El público ha sido
siempre, en todos los tiempos, mal educado. Constantemente se pide que el Arte
sea popular para satisfacer su falta de gusto, para adular su absurda vanidad,
para decirles lo que ya se les dijo antes, para mostrarles lo que debieran
estar cansados de ver, para divertirlos cuando se sienten pesados después de
haber comido demasiado, y para distraer sus pensamientos cuando están cansados
de su propia estupidez.”
[5] Los cómicos megarenses eran famosos por tirarles
caramelos al público con el fin de fomentar (y siempre lo lograban) una batalla
de caramelazos, algo similar a como los colegiales modernos se deleitan en
tirarse tizas cuando no está el maestro presente.
[6] Los simuladores,
con guión de Damián Szifrón y protagonizado por Federico D'Elía, Alejandro
Fiore, Diego Peretti y Martín Seefeld. Se trata de una agencia que mediante
operativos de simulacros complejos resuelve determinados problemas de sus
clientes, problemas de gente común que a priori parecen imposibles de resolver.
[7] Hoy, Susana Giménez emite de nuevo El imbatible, pero ha cambiado bastante
el formato (solo lo hace con chicos) y lo incluye en su programa del domingo a
la noche, único día en que ella aparece por TV.
[8] Locas de Amor,
con Leticia Brédice, Julieta Díaz y Soledad Villamil. La última de las
nombradas, incluso, fue protagonista con Ricardo Darín en El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella como director,
película galardonada en 2010 con el Óscar a la mejor película extranjera.
[9] Esto no es privativo de la Argentina : no hay más
que abrir el New York Time un día lunes y ver las decenas y decenas de páginas
dedicadas al béisbol.
REALIDADES Y FICCIONES
—Revista Literaria—
Nº 1 — Agosto de 2010 — Año I
ISSN 2250-4281
Director: Héctor R. Zabala
Ciudad de Buenos Aires, Argentina