lunes, 9 de agosto de 2010

REALIDADES Y FICCIONES
—Revista Literaria—
Nº 1 — Agosto de 2010 — Año I

Sumario:

Literatura
• “La obra de arte” de Antón Chéjov. Cuento y análisis.
• “De cómo se salvó Wang Fô” de Marguerite Yourcenar. Cuento y análisis.
• “El paisajista” de autor anónimo chino. Cuento.
• “El Diccionario del Diablo” de Ambrose de Bierce. Pequeña reseña.

Y algo más…
• Solípedos poco sólidos.
La TV y la cultura argentina.


LA OBRA DE ARTE
Antón Chéjov ©

Sacha Smirnov, hijo único de madre, entró con mustio semblante en el consultorio del doctor Kochelkov. Debajo del brazo llevaba un paquete envuelto en el número 223 de Las Noticias de la Bolsa.
—Hola, amiguito —lo saludó el médico—. ¿Cómo nos encontramos hoy? ¿Qué se cuenta de bueno?
Sacha empezó a parpadear y, llevándose la mano al pecho, dijo con voz temblorosa:
—Iván Nikolaevich, mi madre me rogó que lo saludara en su nombre y le diera las gracias... Soy el único hijo de mi madre, y usted me salvó la vida... Usted me ha curado de una grave enfermedad y no sabemos cómo agradecérselo...
—Está bien, está bien, amiguito —lo interrumpió el doctor lleno de satisfacción—. Solo hice lo que cualquier otro hubiera hecho en mi lugar.
—Soy el único hijo de mi madre... Somos gente humilde y no podemos pagarle su trabajo... Por eso mismo estamos muy avergonzados... Sin embargo, mamá y yo, el único hijo de mi madre… le rogamos encarecidamente se digne aceptar, en señal de agradecimiento, esto que... es un objeto muy valioso, de bronce antiguo..., una obra de arte.
—¿Para qué se han molestado? No hacía falta —interrumpió el doctor frunciendo el ceño.
—No, no puede usted negarnos este favor —prosiguió murmurando Sacha, mientras desataba el paquete—. No lo rechace. Si lo hace, nos ofenderá a mi madre y a mí. Es una cosa magnífica, de bronce antiguo... Pertenecía a mi difunto padre y la guardábamos como recuerdo, casi como una reliquia... Mi padre se dedicaba a comprar bronces antiguos para revenderlos a los coleccionistas. Ahora mi madre y yo seguimos haciendo lo mismo.
Sacha acabó de desenvolver el objeto y lo colocó triunfalmente sobre la mesa. Era un candelabro de bronce antiguo, no muy grande pero de admirable labor artística. Se trataba de un grupo de dos mujercitas completamente desnudas y en unas posturas que no puedo describir, tanto por falta de valor como del necesario temperamento. Las figuritas sonreían con coquetería y parecía que, de no mediar la obligación de sostener las palmatorias, habrían saltado de buena gana del pedestal y armado una juerga tan escandalosa que avergonzaría al lector más desfachatado.
El doctor echó una mirada al regalo y, rascándose la oreja, emitió un sonido inarticulado tras un gesto preocupado e inseguro:
—Sí, en verdad, es una obra de arte… Pero… es demasiado… Eso no es precisamente un escote... Bueno, Dios sabe lo que es. Digamos que su expresión es… demasiado franca.
—¿Pero por qué lo considera usted de ese modo?
—Porque ni el mismo diablo en persona hubiera podido inventar nada más indecente... Amiguito, colocar esto encima de una mesa sería como manchar toda la casa.
—Qué manera tan rara tiene usted de considerar el arte, doctor —exclamó Sacha, ofendido—. Pero mírelo usted bien. Es una verdadera obra de arte. Hay aquí tanta gracia y hermosura que el alma se eleva a las regiones inmortales y uno olvida todo lo terrenal. Hace acudir lágrimas a los ojos. ¡Fíjese cuanta vida, qué ligereza, cuánta expresión!
—Todo eso lo comprendo muy bien, querido —lo interrumpió el doctor—. Pero, amiguito mío, soy padre de familia, aquí vienen mis hijitos, entran señoras...
—Claro, para el vulgo —dijo Sacha— esta obra de arte acaso tenga otro significado... Pero usted, doctor, está muy por encima del vulgo. Además, rehusándonos este presente, nos ofenderá a mi mamá y a mí… Soy el único hijo de mi madre, usted me salvó la vida... Le entregamos la cosa más preciosa que tenemos. Lo único que siento es no tener la pareja de este candelabro.
—Ay, amigo mío. Se lo agradezco mucho. Mis expresiones de cariño a su mamá, pero en serio, póngase en mi lugar: mis chicos juegan aquí, vienen señoras... Pero, en fin… qué se le va a hacer. ¡Déjelo! De todos modos, no lograría hacerle comprender mi situación.
—No hay más que hablar —exclamó Sacha muy alegre—. Ponga el candelabro aquí, al lado de este jarrón. Lástima que no tenga la pareja. Sí, es una verdadera pena. Bueno... adiós, doctor.
Al irse Sacha, el doctor estuvo un buen rato rascándose la nuca con aire pensativo.
“No hay duda de que se trata de una obra de arte —decía para sí—, y sería una pena tirarlo. Pero tampoco puedo tenerla en casa... ¡Vaya problema! ¿A quién podría regalársela?"
Después de mucho cavilar, se acordó de un buen amigo, el abogado Ujov, con quien se sentía en deuda por una causa que le había hecho ganar.
“¡Perfecto! —decidió el doctor—. Como amigo, no querrá aceptarme dinero pero igual tendré que hacerle un regalo. Voy a llevarle ahora mismo este condenado candelabro. Además, él es soltero y algo calavera.”
Y, sin esperar más, se vistió enseguida, envolvió el candelabro y se fue a la casa de Ujov.
—¡Hola, amigo! —exclamó al entrar—. Me alegro de haberte encontrado en casa. Vine a darte las gracias por el trabajo que te tomaste conmigo… Y ya que no quieres aceptar mi dinero, no podrás impedir que te regale este objeto. Fíjate… ¿no es admirable?
Al ver el candelabro, Ujov se quedó encantado.
—Vaya, vaya, una joya —dijo riendo—. Ni el mismo demonio sería capaz de inventar algo mejor. ¡Soberbio! ¡Magnífico! ¿Dónde la encontraste?
Sin embargo, después de entusiasmarse tanto, Ujov echó una mirada temerosa a la puerta y dijo:
—La verdad, es increíble, pero llévatela… No puedo aceptarla.
—¿Por qué? —dijo asustado el doctor.
—Porque mi madre suele venir a casa… y también los clientes... Y, además, delante de la criada —te confieso— me daría vergüenza.
—¡Qué! No te atreverás a hacerme este desaire, eh, —exclamó el doctor, gesticulando—. Sería muy feo de tu parte. Además, es una obra de arte... Fíjate qué movimiento... fíjate cuánta expresión. No, no. Ni lo quiero oír, me ofenderías.
—Si al menos llevasen unas hojitas...
Pero el doctor ya no lo escuchaba. Movió la mano en señal de despedida y contento se marchó. Volvió a casa encantado de haberse librado de semejante carga.
Ya solo, el abogado se quedó contemplando el candelabro. Le dio vueltas y más vueltas, palpándolo por todos lados, y, al igual que su dueño anterior, estuvo cavilando largo rato sobre qué haría con el regalo.
"Es una obra de arte magnífica —pensaba—, sería una lástima tirarla. Pero tampoco puedo tenerla aquí. Lo mejor será regalarla a alguien... ¿Y si se la llevara esta noche al cómico Schaschkin. A ese sinvergüenza le gustan los objetos de esta clase y, además, hoy tiene un festival benéfico."
Aquella misma tarde y envuelto en un papel, el candelabro fue enviado al cómico Schaschkin.
El camarín del artista estuvo lleno toda la tarde. A cada instante entraban hombres y más hombres a contemplar el regalo. Desde afuera solo se oía una mezcla de chillidos y de risas parecidas a relinchos. Cuando alguna de sus compañeras artistas se acercaba a la puerta y preguntaba si podía entrar, inmediatamente se oía la voz ronca del cómico que contestaba:
—No chica, no. Me estoy vistiendo.
Después de la función, el cómico decía muy preocupado, encogiéndose de hombros y frotándose nervioso las manos:
—¿Y qué haré con esta porquería? Vivo solo, sí, pero igual a casa no puedo llevarlo… Allí recibo artistas. Si fuera una fotografía, podría esconderla en el cajón de la mesa, pero esto…
—¡Véndala, señor! —le aconsejó el peluquero, mientras lo ayudaba a vestirse—. Aquí cerca vive una vieja que compra antigüedades... Vaya, pregunte usted por la Smirnova. Todo el mundo la conoce.
Y el cómico siguió el consejo.
Dos días después, el doctor Kochelkov estaba sentado en su consultorio con la cabeza entre las manos, pensando en los ácidos biliares, cuando de repente se abrió la puerta y entró Sacha Smirnov. Toda su figura resplandecía de felicidad. Llevaba en las manos algo envuelto en papel de periódico.
—Doctor —dijo jadeante—. ¡Imagínese usted qué alegría! Hemos encontrado la pareja de su candelabro... Mi madre está tan contenta..., soy el único hijo de mi madre, y usted me salvó la vida.
Y Sacha, temblando de emoción, colocó delante del doctor el candelabro. El médico abrió la boca, intentó decir algo, pero no pudo: su lengua estaba paralizada.



ANÁLISIS DE “LA OBRA DE ARTE” DE ANTÓN CHÉJOV
Héctor Zabala ©

La obra de arte es un cuento en el que Chéjov demuestra el porqué de su fama de gran narrador. La estructura es simple pero no por eso menos interesante. En principio, están muy bien delineados el ambiente social y la psicología de los personajes. Chéjov parte de estos elementos esenciales:
1º) Una madre pobre y su único hijo —profundamente agradecidos al médico que salvó la vida del muchacho— tienen un objeto valiosísimo para ofrecerle: un candelabro de bronce que incluye las figuras de dos mujeres desnudas en actitud provocadora.
2º) Una sociedad pacata de fines del siglo XIX que veía la desnudez (incluso en las estatuas) como un pecado. Las rígidas ideas victorianas ya se habían extendido a toda Europa, y Rusia no sería la excepción.
3º) El candelabro es tan bello y valioso que a ninguno se le ocurre tirarlo a la basura por el pesar que significaría destruir una obra artística de tal magnitud. Pero, a su vez, tenerlo en casa implicaría un escándalo para cualquiera, dadas sus connotaciones impúdicas.
Chéjov aprovecha estos tres elementos básicos para armar una historia que estructura como una rueda; historia en la que va incorporando personajes que tratan de deshacerse del molesto objeto mediante esfuerzos continuos por pasárselo a otro. Y hasta apelando al chantaje emocional, del tipo: me ofendo, ni quiero oír que lo rechaces, lo tenía guardado como una reliquia, era de mi padre, etc.
Pero lo más interesante es cómo el narrador se las arregla para crear un problema sin solución posible, a la manera de antecedente de un caso kafkiano. El cuento está en la línea de Chéjov: personas frustradas que nunca verán satisfechos sus deseos a pleno, que nunca podrán cumplir sus sueños.
Y lo paradójico es que el objeto, como nadie lo quiere para sí, igual seguiría predestinado a volver a la misma persona, dado que se deja entrever que si el médico Iván Nikolaevich Kochelkov intentara desprenderse de nuevo del candelabro, probablemente la rueda volvería a girar una y otra vez.
Quizá el mensaje de la obra sea una ironía o paradoja para la sociedad de su época: por más buena voluntad y decencia que pongamos, hay problemas que no tienen solución. Es decir que, en tales casos, la sociedad no tiene otro destino que el de caer en círculos viciosos.
Habrá críticos que cuestionen lo predecible del final, pero de todos modos esto no le quita belleza ni validez a la obra.



ANTÓN CHÉJOV

Antón Chéjov
Antón Pávlovich Chéjov nació en Taganrog, ciudad a orillas del mar de Azov, sur de Rusia, el 29 de enero de 1860. Hijo de un comerciante que había sido siervo, estudió en la Universidad Estatal de Moscú donde se matriculó en medicina en 1884. El éxito como escritor y la tuberculosis, en aquel tiempo incurable, lo limitaron como médico desde 1887, salvo en ocasiones en las que atendió gratis a campesinos indigentes.
Desde su primer relato en 1882, La libélula, y hasta 1887, publica en revistas moscovitas unos seiscientos cuentos (hubo años en que llegó a producir ciento veinte), acuciado por la necesidad de mantener a la familia paterna, cuyo negocio había quebrado. En 1886 aparece la primera colección de sus escritos humorísticos, Relatos de Motley.
Siempre supo retratar magistralmente a las clases medias y bajas de la Rusia de entonces. Según él, “la brevedad es hermana del talento” por lo que “el arte de escribir es el arte de acortar”.
La crítica moderna considera a Chéjov uno de los grandes maestros del relato. Se puede decir que en gran medida es el responsable del cuento moderno, en el que el efecto depende más del estado de ánimo de los personajes y del simbolismo que del argumento en sí, dado que no se apoya en el clímax y la resolución. Es un verdadero maestro en el retrato de vidas inútiles, tediosas y solitarias de personas incapaces de comunicarse o de cambiar una sociedad que saben decadente. Algunos de los mejores relatos de Chéjov se incluyen en el libro publicado post mortem Los veraneantes y otros cuentos (1910).
La primera obra teatral de Chéjov, Ivanov, se estrenó en Moscú en 1887. Desde 1891 hasta 1893 escribió La isla de Sajalín, después de visitar la colonia penitenciaria de la isla homónima. Estupendo novelista, La sala número seis —por ejemplo— es una obra maestra de la novela corta.
Su frágil salud lo obligó a trasladarse en 1897 a Crimea, territorio de clima más benigno que la capital rusa. También hizo frecuentes viajes a los balnearios de Europa central.
El actor y productor Konstantín Stanislavski, director del Teatro de Arte, de Moscú, representó en 1898 su obra La gaviota, escrita dos años antes. Esta asociación de dramaturgo y director de teatro, que continuó hasta la muerte de Chéjov, permitió la representación de varios de sus dramas en un acto y de las obras más importantes que produjo, como El tío Vania (1897), Las tres hermanas (1901, año en que se casa con la actriz Olga Knipper) y El jardín de los cerezos (1904). Todo esto llevó a una gran renovación del teatro ruso.
Su dramaturgia refleja una sociedad feudal, o semifeudal, que se desintegra. Como técnica utiliza lo que él llama “la acción indirecta”, que pone énfasis en la interacción de los personajes y hace que sucesos dramáticos importantes tengan lugar fuera de escena. Muchas veces lo que se deja de decir es más importante que las ideas y sentimientos expresados; un concepto que con algunas variantes aplicaría décadas más tarde el norteamericano Ernest Hemingway en sus narraciones.
Si bien por sus éxitos como dramaturgo era famoso en Rusia, su obra literaria fue conocida internacionalmente después de la Primera Guerra Mundial, gracias a Constance Clara Garnett (Black era su apellido de soltera). Esta traductora volcó al inglés más de setenta obras de escritores rusos, entre ellos Tolstói y Dostoyevski, además del autor que nos ocupa.
Chéjov murió el 2 de julio de 1904 (hay biografías que señalan el día 14 o 15) en el balneario alemán de Badweiler (Baden), donde se había trasladado en un intento desesperado por combatir la tuberculosis, la que terminaría con su vida.



DE CÓMO SE SALVÓ WANG-FÔ [1]
Marguerite Yourcenar ©

El anciano pintor Wang-Fô y su discípulo Ling erraban por los caminos del reino de Han.
Avanzaban lentamente, pues Wang-Fô se detenía durante la noche a contemplar los astros y durante el día a mirar las libélulas. No iban muy cargados, ya que Wang-Fô amaba la imagen de las cosas y no las cosas en sí mismas, y ningún objeto del mundo le parecía digno de ser adquirido a no ser pinceles, tarros de laca y rollos de seda o de papel de arroz. Eran pobres, pues Wang-Fô trocaba sus pinturas por una ración de mijo y despreciaba las monedas de plata. Su discípulo Ling, doblándose bajo el peso de un saco lleno de bocetos, encorvaba respetuosamente la espalda, como si llevara encima la bóveda celeste, ya que aquel saco, a los ojos de Ling, estaba lleno de montañas cubiertas de nieve, de ríos en primavera y del rostro de la luna de verano.
Ling no había nacido para correr los caminos al lado de un anciano que se apoderaba de la aurora y apresaba el crepúsculo. Su padre era cambista de oro; su madre era la única hija de un comerciante de jade, que le había legado sus bienes maldiciéndola por no ser un hijo. Ling había crecido en una casa donde la riqueza abolía las inseguridades. Aquella existencia, cuidadosamente resguardada, lo había vuelto tímido: tenía miedo de los insectos, de la tormenta y del rostro de los muertos. Cuando cumplió quince años, su padre le escogió una esposa, y la eligió muy bella, pues la idea de la felicidad que proporcionaba a su hijo lo consolaba de haber llegado a la edad en que la noche solo sirve para dormir. La esposa de Ling era frágil como un junco, infantil como la leche, dulce como la saliva, salada como las lágrimas. Después de la boda, los padres de Ling llevaron su discreción hasta el punto de morirse, y su hijo se quedó solo en su casa pintada de cinabrio, en compañía de su joven esposa, que sonreía sin cesar, y de un ciruelo que daba flores rosas cada primavera. Ling amó a aquella mujer de corazón límpido igual que se ama a un espejo que no se empaña nunca, o a un talismán que siempre nos protege. Acudía a las casas de té para seguir la moda, y favorecía moderadamente a bailarinas y acróbatas.
Una noche, en una taberna, tuvo por compañero de mesa a Wang-Fô. El anciano había bebido, para ponerse en un estado que le permitiera pintar con realismo a un borracho; su cabeza se inclinaba hacia un lado, como si se esforzara por medir la distancia que separaba su mano de la taza. El alcohol de arroz desataba la lengua de aquel artista taciturno, y aquella noche, Wang hablaba como si el silencio fuera una pared y las palabras unos colores destinados a embadurnarla. Gracias a él, Ling conoció la belleza que reflejaban las caras de los bebedores, difuminadas por el humo de las bebidas calientes, el esplendor tostado de las carnes lamidas de una forma desigual por los lengüetazos del fuego, y el exquisito color de rosa de las manchas de vino esparcidas por los manteles como pétalos marchitos. Una ráfaga de viento abrió la ventana; el aguacero penetró en la habitación. Wang-Fô se agachó para que Ling admirase la lívida veta del rayo y Ling, maravillado, dejó de tener miedo a las tormentas.
Ling pagó la cuenta del viejo pintor; como Wang-Fô no tenía ni dinero ni morada, le ofreció humildemente un refugio. Hicieron juntos el camino; Ling llevaba un farol; su luz proyectaba en los charcos inesperados destellos. Aquella noche, Ling se enteró con sorpresa de que los muros de su casa no eran rojos, como él creía, sino que tenían el color de una naranja que se empieza a pudrir. En el patio, Wang-Fô advirtió la forma delicada de un arbusto, en el que nadie se había fijado hasta entonces, y lo comparó a una mujer joven que dejara secar sus cabellos. En el pasillo, siguió con arrobo el andar vacilante de una hormiga a lo largo de las grietas de la pared, y el horror que Ling sentía por aquellos bichitos se desvaneció. Entonces, comprendiendo que Wang-Fô acababa de regalarle un alma y una percepción nuevas, Ling acostó respetuosamente al anciano en la habitación donde habían muerto sus padres.
Hacía años que Wang-Fô soñaba con hacer el retrato de una princesa de antaño tocando el laúd bajo un sauce. Ninguna mujer le parecía lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling podía serlo, puesto que no era una mujer. Más tarde, Wang-Fô habló de pintar a un joven príncipe tensando el arco al pie de un alto cedro. Ningún joven de la época actual era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling mandó posar a su mujer bajo el ciruelo del jardín. Después, Wang-Fô la pintó vestida de hada entre las nubes de poniente, y la joven lloró, pues aquello era un presagio de muerte. Desde que Ling prefería los retratos que le hacía Wang-Fô a ella misma, su rostro se marchitaba como la flor que lucha con el viento o con las lluvias de verano. Una mañana la encontraron colgada de las ramas del ciruelo rosa: las puntas de la bufanda de seda que la estrangulaba flotaban al viento mezcladas con sus cabellos; parecía aún más esbelta que de costumbre, y tan pura como las beldades que cantan los poetas de tiempos pasados. Wang-Fô la pintó por última vez, pues le gustaba ese color verdoso que adquiere el rostro de los muertos. Su discípulo Ling desleía los colores y este trabajo exigía tanta aplicación que se olvidó de verter unas lágrimas.
Ling vendió sucesivamente sus esclavos, sus jades y los peces de su estanque para proporcionar al maestro tarros de tinta púrpura que venían de Occidente. Cuando la casa estuvo vacía, se marcharon y Ling cerró tras él la puerta de su pasado. Wang-Fô estaba cansado de una ciudad en donde ya las caras no podían enseñarle ningún secreto de belleza o de fealdad, y juntos ambos, maestro y discípulo, vagaron por los caminos del reino de Han.
Su reputación los precedía por los pueblos, en el umbral de los castillos fortificados y bajo el pórtico de los templos donde se refugian los peregrinos inquietos al llegar el crepúsculo. Se decía que Wang-Fô tenía el poder de dar vida a sus pinturas gracias a un último toque de color que añadía a los ojos. Los granjeros acudían a suplicarle que les pintase un perro guardián, y los señores querían que les hiciera imágenes de soldados. Los sacerdotes honraban a Wang-Fô como a un sabio; el pueblo lo temía como a un brujo. Wang se alegraba de estas diferencias de opiniones que le permitían estudiar a su alrededor las expresiones de gratitud, de miedo o de veneración.
Ling mendigaba la comida, velaba el sueño de su maestro y aprovechaba sus éxtasis para darle masaje en los pies. Al apuntar el día, mientras el anciano seguía durmiendo, salía en busca de paisajes tímidos, escondidos detrás de los bosquecitos de juncos. Por la noche, cuando el maestro, desanimado, tiraba sus pinceles al suelo, él los recogía. Cuando Wang-Fô estaba triste y hablaba de su avanzada edad, Ling le mostraba sonriente el tronco sólido de un viejo roble; cuando Wang-Fô estaba alegre y soltaba sus chanzas, Ling fingía escucharlo humildemente.
Un día, al atardecer llegaron a los arrabales de la ciudad imperial, y Ling buscó para Wang-Fô un albergue donde pasar la noche. El anciano se envolvió en sus harapos y Ling se acostó junto a él para darle calor, pues la primavera acababa de llegar y el suelo de barro estaba helado aún. Al llegar el alba, unos pesados pasos resonaron por los pasillos de la posada; se oyeron los susurros amedrentados del posadero y unos gritos de mando proferidos en lengua bárbara. Ling se estremeció, recordando que el día anterior había robado un pastel de arroz para la comida del maestro. No puso en duda que venían a arrestarlo y se preguntó quién ayudaría mañana a Wang-Fô a vadear el próximo río.
Entraron los soldados provistos de faroles. La llama, que se filtraba a través del papel de colores, ponía luces rojas y azules en sus cascos de cuero. La cuerda de un arco vibraba en su hombro, y, de repente, los más feroces rugían sin razón alguna. Pusieron su pesada mano en la nuca de Wang-Fô, quien no pudo evitar fijarse en que sus mangas no hacían juego con el color de sus abrigos.
Ayudado por su discípulo, Wang-Fô siguió a los soldados, tropezando por unos caminos desiguales. Los transeúntes, agrupados, se mofaban de aquellos dos criminales a quienes probablemente iban a decapitar. A todas las preguntas que hacía Wang, los soldados contestaban con una mueca salvaje. Sus manos atadas le dolían y Ling, desesperado, miraba a su maestro sonriendo, lo que era para él una manera más tierna de llorar.
Llegaron a la puerta del palacio imperial, cuyos muros color violeta se erguían en pleno día como un trozo de crepúsculo. Los soldados obligaron a Wang-Fô a franquear innumerables salas cuadradas o circulares, cuya forma simbolizaba las estaciones, los puntos cardinales, lo masculino y lo femenino, la longevidad, las prerrogativas del poder. Las puertas giraban sobre sí mismas mientras emitían una nota de música, y su disposición era tal que podía recorrerse toda la gama al atravesar el palacio de Levante a Poniente. Todo se concertaba para dar idea de un poder y de una sutileza sobrehumanos, y se percibía que las más ínfimas órdenes que allí se pronunciaban debían de ser definitivas y terribles, como la sabiduría de los antepasados. Finalmente, el aire se enrareció; el silencio se hizo tan profundo que ni un torturado se hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó una cortina; los soldados temblaron como mujeres, y el grupito entró en la sala en donde se hallaba el Hijo del Cielo sentado en su trono.
Era una sala desprovista de paredes, sostenida por unas macizas columnas de piedra azul. Florecía un jardín al otro lado de los fustes de mármol y cada una de las flores que encerraban sus bosquecitos pertenecía a una exótica especie traída de allende los mares. Pero ninguna de ellas tenía perfume, por temor a que la meditación del Dragón Celeste se viera turbada por los buenos olores. Por respeto al silencio en que bañaban sus pensamientos, ningún pájaro había sido admitido en el interior del recinto y hasta se había expulsado de allí a las abejas. Un alto muro separaba el jardín del resto del mundo, con el fin de que el viento, que pasa sobre los perros reventados y los cadáveres de los campos de batalla, no pudiera permitirse ni rozar siquiera la manga del Emperador.
El Maestro Celeste se hallaba sentado en un trono de jade y sus manos estaban arrugadas como las de un viejo, aunque apenas tuviera veinte años. Su traje era azul, para simular el invierno, y verde, para recordar la primavera. Su rostro era hermoso, pero impasible como un espejo colocado a demasiada altura y que no reflejara más que los astros y el implacable cielo. A su derecha tenía al Ministro de los Placeres Perfectos y a su izquierda al Consejero de los Tormentos Justos. Como sus cortesanos, alineados al pie de las columnas, aguzaban el oído para recoger la menor palabra que de sus labios se escapara, había adquirido la costumbre de hablar siempre en voz baja.
—Dragón Celeste —dijo Wang-Fô, prosternándose—, soy viejo, soy pobre y soy débil. Tú eres como el verano; yo soy como el invierno. Tú tienes Diez Mil Vidas; yo no tengo más que una y pronto acabará. ¿Qué te he hecho yo? Han atado mis manos que jamás te hicieron daño alguno.
—¿Y tú me preguntas qué es lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —dijo el Emperador.
Su voz era tan melodiosa que daban ganas de llorar. Levantó su mano derecha, que los reflejos del suelo de jade transformaban en glauca como una planta submarina, y Wang-Fô, maravillado por aquellos dedos tan largos y delgados, trató de hallar en sus recuerdos si alguna vez había hecho del Emperador o de sus ascendientes un retrato tan mediocre que mereciese la muerte. Mas era poco probable, pues Wang-Fô hasta aquel momento, apenas había pisado la corte de los Emperadores, prefiriendo siempre las chozas de los granjeros o, en las ciudades, los arrabales de las cortesanas y las tabernas del muelle en las que disputan los estibadores.
—¿Me preguntas lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —prosiguió el Emperador, inclinando su cuello delgado hacia el anciano que lo escuchaba—. Voy a decírtelo. Pero como el veneno ajeno no puede entrar en nosotros, sino por nuestras nueve aberturas, para ponerte en presencia de tus culpas deberé recorrer los pasillos de mi memoria y contarte toda mi vida. Mi padre había reunido una colección de tus pinturas en la estancia más escondida del palacio, pues sustentaba la opinión de que los personajes de los cuadros deben ser sustraídos a las miradas de los profanos, en cuya presencia no pueden bajar los ojos. En aquellas salas me educaron a mí, viejo Wang-Fô, ya que habían dispuesto una gran soledad a mi alrededor para permitirme crecer. Con objeto de evitarle a mi candor las salpicaduras humanas, habían alejado de mí las agitadas olas de mis futuros súbditos, y a nadie se le permitía pasar ante mi puerta, por miedo a que la sombra de aquel hombre o mujer se extendiera hasta mí. Los pocos y viejos servidores que se me habían concedido se mostraban lo menos posible; las horas daban vueltas en círculo; los colores de tus cuadros se reavivaban con el alba y palidecían con el crepúsculo. Por las noches, yo los contemplaba, cuando no podía dormir, y durante diez años consecutivos estuve mirándolos todas las noches. Durante el día, sentado en una alfombra cuyo dibujo me sabía de memoria, reposando la palma de mis manos vacías en mis rodillas de amarilla seda, soñaba con los goces que me proporcionaría el porvenir. Me imaginaba al mundo con el país de Han en medio, semejante al llano monótono y hueco de la mano surcada por las líneas fatales de los Cinco Ríos. A su alrededor, el mar donde nacen los monstruos y, más lejos aún, las montañas que sostienen el cielo Y para ayudarme a imaginar todas esas cosas, yo me valía de tus pinturas. Me hiciste creer que el mar se parecía a la vasta capa de agua extendida en tus telas, tan azul que una piedra al caer no puede menos que convertirse en zafiro; que las mujeres se abrían y se cerraban como las flores, semejantes a las criaturas que avanzan, empujadas por el viento, por los senderos de tus jardines, y que los jóvenes guerreros de delgada cintura que velan en las fortalezas de las fronteras eran como flechas que podían traspasarnos el corazón. A los dieciséis años, vi abrirse las puertas que me separaban del mundo: subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, pero eran menos hermosas que las de tus crepúsculos. Pedí mi litera: sacudido por los caminos, cuyo barro y piedras yo no había previsto, recorrí las provincias del Imperio sin hallar tus jardines llenos de mujeres parecidas a luciérnagas, aquellas mujeres que tú pintabas y cuyo cuerpo es como un jardín. Los guijarros de las orillas me asquearon de los océanos; la sangre de los ajusticiados es menos roja que la granada que se ve en tus cuadros; los parásitos que hay en los pueblos me impiden ver la belleza de los arrozales; la carne de las mujeres vivas me repugna tanto como la carne muerta que cuelga de los ganchos en las carnicerías, y la risa soez de mis soldados me da náuseas. Me has mentido, Wang-Fô, viejo impostor: el mundo no es más que un amasijo de manchas confusas, lanzadas al vacío por un pintor insensato borradas sin cesar por nuestras lágrimas. El reino de Han no es el más hermoso de los reinos y yo no soy el Emperador. El único imperio sobre el que vale la pena reinar es aquel donde tú penetras, viejo Wang-Fô, por el camino de las Mil Curvas y de los Diez Mil Colores. Solo tú reinas en paz sobre unas montañas cubiertas por una nieve que no puede derretirse y sobre unos campos de narcisos que nunca se marchitan. Y por eso, Wang-Fô, he buscado el suplicio que iba a reservarte, a ti cuyos sortilegios han hecho que me asquee de cuanto poseo y me han hecho desear lo que jamás podré poseer. Y para encerrarte en el único calabozo de donde no vas a poder salir he decidido que te quemen los ojos, ya que tus ojos, Wang-Fô, son las dos puertas mágicas que abren tu reino. Y puesto que tus manos son los dos caminos, divididos en diez bifurcaciones, que te llevan al corazón de tu imperio he dispuesto que te corten las manos. ¿Me has entendido, viejo Wang-Fô?
Al escuchar esta sentencia, el discípulo Ling se arrancó del cinturón un cuchillo mellado y se precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo apresaron. El Hijo del Cielo sonrió y añadió con un suspiro:
—Y te odio también, viejo Wang-Fô, porque has sabido hacerte amar. Matad a ese perro.
Ling dio un salto para evitar que su sangre manchase el traje de su maestro. Uno de los soldados levantó el sable, y la cabeza de Ling se desprendió de su nuca, semejante a una flor tronchada. Los servidores se llevaron los restos y Wang-Fô, desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata que la sangre de su discípulo dejaba en el pavimento de piedra verde.
El Emperador hizo una seña y dos eunucos limpiaron los ojos de Wang-Fô.
—Óyeme, viejo Wang-Fô —dijo el Emperador—, y seca tus lágrimas, pues no es el momento de llorar. Tus ojos deben permanecer claros, con el fin de que la poca luz que aún les queda no se empañe con tu llanto. Ya que no deseo tu muerte solo por rencor, ni solo por crueldad quiero verte sufrir. Tengo otros proyectos, viejo Wang-Fô. Poseo, entre la colección de tus obras, una pintura admirable en donde se reflejan las montañas, el estuario de los ríos y el mar, infinitamente reducidos, es verdad, pero con una evidencia que sobrepasa a la de los objetos mismos, como las figuras que se miran a través de una esfera. Pero esta pintura se halla inacabada, Wang-Fô, y tu obra maestra, no es más que un esbozo. Probablemente, en el momento en que la estabas pintando, sentado en un valle solitario, te fijaste en un pájaro que pasaba, o en un niño que perseguía al pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas del niño te hicieron olvidar los párpados azules de las olas. No has terminado las franjas del manto del mar, ni los cabellos de algas de las rocas. Wang-Fô, quiero que dediques las horas de luz que aún te quedan a terminar esta pintura, que encerrará de esta suerte los últimos secretos acumulados durante tu larga vida. No me cabe duda de que tus manos, tan próximas a caer, temblarán sobre la seda y el infinito penetrará en tu obra por esos cortes de la desgracia. Ni me cabe duda de que tus ojos, tan cerca de ser aniquilados, descubrirán unas relaciones al límite de los sentidos humanos. Tal es mi proyecto, viejo Wang-Fô, y puedo obligarte a realizarlo. Si te niegas, antes de cegarte quemaré todas tus obras y entonces serás como un padre cuyos hijos han sido todos asesinados y destruidas sus esperanzas de posteridad. Piensa más bien, si quieres, que esta última orden es una consecuencia de mi bondad, pues sé que la tela es la única amante a quien tú has acariciado. Y ofrecerte unos pinceles, unos colores y tinta para ocupar tus últimas horas es lo mismo que darle una ramera como limosna a un hombre que va a morir.
A una seña del dedo meñique del Emperador, dos eunucos trajeron respetuosamente la pintura inacabada donde Wang-Fô había trazado la imagen del cielo y del mar. Wang-Fô se secó las lágrimas y sonrió, pues aquel apunte le recordaba su juventud. Todo en él atestiguaba una frescura del alma a la que ya Wang-Fô no podía aspirar, pero le faltaba, no obstante, algo, pues en la época en que la había pintado Wang, todavía no había contemplado lo bastante las montañas, ni las rocas que bañan en el mar sus flancos desnudos, ni tampoco se había empapado lo suficiente de la tristeza del crepúsculo. Wang-Fô eligió uno de los pinceles que le presentaba un esclavo y se puso a extender, sobre el mar inacabado, amplias pinceladas de azul. Un eunuco, en cuclillas a sus pies, desleía los colores; hacía esta tarea bastante mal, y más que nunca Wang-Fô echó de menos a su discípulo Ling.
Wang empezó por teñir de rosa la punta del ala de una nube posada en una montaña. Luego añadió a la superficie del mar unas pequeñas arrugas que no hacían sino acentuar la impresión de su serenidad. El pavimento de jade se iba poniendo singularmente húmedo, pero Wang-Fô, absorto en su pintura, no advertía que estaba trabajando sentado en el agua.
La frágil embarcación, agrandada por las pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo el primer plano del rollo de seda. El ruido acompasado de los remos se elevó de repente en la distancia, rápido y ágil como un batir de alas. El ruido se fue acercando, llenó suavemente toda la sala y luego cesó; unas gotas temblaban, inmóviles, suspendidas de los remos del barquero. Hacía mucho tiempo que el hierro al rojo vivo destinado a quemar los ojos de Wang se había apagado en el brasero del verdugo. Con el agua hasta los hombros, los cortesanos, inmovilizados por la etiqueta, se alzaban sobre la punta de los pies. El agua llegó por fin a nivel del corazón imperial. El silencio era tan profundo que hubiera podido oírse caer las lágrimas.
Era Ling, en efecto. Llevaba puesto su viejo traje de costumbre, y su manga derecha aún llevaba la huella de un enganchón que no había tenido tiempo de coser aquella mañana, antes de la llegada de los soldados. Pero lucía alrededor del cuello una extraña bufanda roja.
Wang-Fô le dijo dulcemente, mientras continuaba pintando:
—Te creía muerto.
—Estando vos vivo —dijo respetuosamente Ling—, ¿cómo podría yo morir?
Y ayudó al maestro a subir a la barca. El techo de jade se reflejaba en el agua, de suerte que Ling parecía navegar por el interior de una gruta. Las trenzas de los cortesanos sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la cabeza pálida del Emperador flotaba como un loto.
—Mira, discípulo mío —dijo melancólicamente Wang-Fô—. Esos desventurados van a perecer si no lo han hecho ya. Yo no sabía que había bastante agua en el mar para ahogar a un Emperador. ¿Qué podemos hacer?
—No temas, Maestro—, murmuró el discípulo. Pronto se hallarán a pie enjuto, y ni siquiera recordarán haberse mojado las mangas. Tan solo el Emperador conservará en su corazón un poco de amargor marino. Estas gentes no están hechas para perderse por el interior de una pintura.
Y añadió:
—La mar está tranquila y el viento es favorable. Los pájaros marinos están haciendo sus nidos. Partamos, Maestro, al país de más allá de las olas.
—Partamos —dijo el viejo pintor.
Wang-Fô tomó el timón y Ling se inclinó sobre los remos. La cadencia de los mismos llenó de nuevo toda la estancia, firme y regular como el latido de un corazón. El nivel del agua iba disminuyendo insensiblemente en torno a las grandes rocas verticales que volvían a ser columnas. Muy pronto, tan solo unos cuantos charcos brillaron en las depresiones del pavimento de jade. Los trajes de los cortesanos estaban secos, pero el Emperador conservaba algunos copos de espuma en la orla de su manto.
El rollo de seda pintado por Wang-Fô permanecía sobre una mesita baja. Una barca ocupaba todo el primer término. Se alejaba poco a poco dejando tras ella un delgado surco que volvía a cerrarse sobre el mar inmóvil. Ya no se distinguía el rostro de los dos hombres sentados en la barca, pero aún podía verse la bufanda roja de Ling y la barba de Wang-Fô, que flotaba al viento.
La pulsación de los remos fue debilitándose y luego cesó, borrada por la distancia. El Emperador, inclinado hacia delante, con la mano a modo de visera delante de los ojos, contemplaba alejarse la barca de Wang-Fô, que ya no era más que una mancha imperceptible en la palidez del crepúsculo. Un vaho de oro se elevó, desplegándose sobre el mar. Finalmente, la barca viró en derredor a una roca que cerraba la entrada a mar abierto; cayó sobre ella la sombra del acantilado; se borró el surco de la desierta superficie y el pintor Wang-Fô y su discípulo Ling desaparecieron para siempre en aquel mar de jade azul que Wang-Fô acababa de inventar.

[1] En francés: Wang-Fô fut sauvé. Pertenece a la colección Cuentos orientales (Nouvelles orientales) de 1938.



ANÁLISIS DE “DE CÓMO SE SALVÓ WANG-FÔ” (M. YOURCENAR)
Héctor Zabala ©

Marguerite Yourcenar logra un clima estupendo en esta obra. Desde su inicio, y aunque no se habla de embarcaciones ni de nada parecido, la suave y delicada cadencia del relato nos da la sensación de estar navegando. Entiendo que esa fue en principio la finalidad de esta gran narradora: escribir con miras a darnos un indicio inconsciente del desenlace de su cuento.
La historia muestra a dos idealistas, maestro y discípulo, quienes —a través de la pintura— ven la belleza de las cosas de manera superlativa, como ningún mortal puede hacerlo. Recorren China y soportan todo tipo de privaciones. El maestro Wang-Fô busca trasladar esa belleza a sus telas; el discípulo Ling, hombre rico pero vuelto pobre por admiración a su maestro, lo sigue como simple ayudante cuando muere su joven esposa, luego de una corta estadía del pintor en su casa.
La narradora utiliza en abundancia las ironías para darle gracia y a la vez patetismo a su historia:
1) Algunas son de corte paradójico, como: “[El padre de Ling] le escogió una esposa, y la eligió muy bella, pues la idea de la felicidad que proporcionaba a su hijo lo consolaba de haber llegado a la edad en que la noche solo sirve para dormir”, o bien “Ling amó a aquella mujer de corazón límpido igual que […] a un talismán que siempre nos protege. Acudía a las casas de té para seguir la moda, y favorecía moderadamente a bailarinas y acróbatas”.
2) Y otras son realmente descarnadas, crueles, como: “…los padres de Ling llevaron su discreción hasta el punto de morirse”. O bien, “Wang-Fô la pintó [a la esposa de Ling] por última vez, pues le gustaba ese color verdoso que adquiere el rostro de los muertos. Su discípulo Ling desleía los colores y este trabajo exigía tanta aplicación que se olvidó de verter unas lágrimas”.
Y sin dejar de utilizar ironías, la narradora nos habla de varias otras cuestiones que le dan vida al relato o describen el ambiente en que la historia se desarrolla, tales como:
3) La superlativa noción de belleza del maestro, que en ciertos pasajes se exagera hasta el límite, por ejemplo: “Pusieron [los soldados] su pesada mano en la nuca de Wang-Fô, quien no pudo evitar fijarse en que sus mangas no hacían juego con el color de sus abrigos”. Aun en peligro de muerte, el hombre no dejaba de ver la vida con los ojos de un profesional. O también, cuando “Wang-Fô, desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata que la sangre de su discípulo dejaba en el pavimento de piedra verde”.
4) El profundo respeto del discípulo a su maestro, que equivale al de un hijo con su padre, cuestión que también se lleva al extremo:
• “Entonces, comprendiendo que Wang-Fô acababa de regalarle un alma y una percepción nuevas, Ling acostó respetuosamente al anciano en la habitación donde habían muerto sus padres”.
• Cuando el Emperador ordena decapitar a Ling, se dice: “Ling dio un salto para evitar que su sangre manchase el traje de su maestro”.
• O cuando Ling, ya decapitado, aparece remando desde adentro del cuadro con una bufanda roja (otra ironía) y se desarrolla el diálogo siguiente: “Wang-Fô le dijo dulcemente, mientras continuaba pintando: —Te creía muerto. —Estando vos vivo —dijo respetuosamente Ling—, ¿cómo podría yo morir?”
5) También se hace hincapié en el grado de sometimiento de la corte, no solo a la persona del Emperador sino también al protocolo:
• “Como sus cortesanos, alineados al pie de las columnas, aguzaban el oído para recoger la menor palabra que de sus labios se escapara, [el Emperador] había adquirido la costumbre de hablar siempre en voz baja”.
• “Con el agua hasta los hombros, los cortesanos, inmovilizados por la etiqueta, se alzaban sobre la punta de los pies”.
Se tejen muchas leyendas sobre Wang Fô y hasta se cree que un último toque magistral en los ojos de los personajes pintados hace que estos puedan ver. Como resultado, los señores le piden que le pinte soldados (quizá para ahorrarse de tener que pagar demasiados sueldos) y los pobres campesinos, perros guardianes. La idea apunta a que soldados y perros pintados se veían tan reales que a los ojos del vulgo no hacían falta los verdaderos.
Al llegar a la capital los detiene el Emperador, quien furioso porque de niño había vivido rodeado de las pinturas de Wang-Fô, ahora quiere matarlo cruelmente porque ni la vida ni su reino reflejan la belleza de aquellas pinturas magistrales. Desde su punto de vista el único imperio que merece vivirse es el de los paisajes de Wang-Fô, mundo al que ni siquiera él, como amo y señor, tiene acceso. Lo que no deja de ser una paradoja interesante: el supremo dueño de todo envidia a un simple mendigo que nada tiene. Y lo envidia porque se da cuenta de que el verdadero dueño es el otro, si bien no de las cosas, al menos sí de la belleza o del espíritu mismo de esas cosas.
Sin embargo, antes de ejecutarlo, lo obliga a terminar una pintura marina que Wang Fô dejara inconclusa en su juventud. El maestro retoma el viejo cuadro y su desempeño es tan excelso que el mar pintado se torna real, así como también la barca conducida por su propio discípulo. De ese modo, Ling vuelve a la vida y ambos terminan navegando hacia dentro del cuadro hasta desaparecer.
Una gran metáfora de que todo es posible para los artistas verdaderos, quienes no solo pueden convertir la realidad en ficción sino que también se les permite (¿acaso por designio de los dioses?) intentar a veces lo inverso.
La historia tiene todo el sabor de la fantasía literaria china aunque no es original, como bien afirma la propia autora: “…se inspira en un apólogo taoísta de la antigua China”. Incluso, hay un relato de temática parecida, El paisajista, de autor anónimo (ver a continuación).



EL PAISAJISTA
(Anónimo, chino)

Un pintor de mucho talento fue enviado por el emperador a una provincia lejana, desconocida, recién conquistada, con la misión de traer imágenes pintadas. El deseo del emperador era conocer así aquellas provincias.
El pintor viajó mucho, visitó los recodos de los nuevos territorios, pero regresó a la capital sin una sola imagen, sin siquiera un boceto.
El emperador se sorprendió, e incluso se enfadó.
Entonces el pintor pidió que le dejasen un gran lienzo de pared del palacio. Sobre aquella pared representó todo el país que acababa de recorrer. Cuando el trabajo estuvo terminado, el emperador fue a visitar el gran fresco. El pintor, varilla en mano, le explicó todos los rincones del paisaje, de las montañas, de los ríos, de los bosques.
Cuando la descripción finalizó, el pintor se acercó a un estrecho sendero que salía del primer plano del fresco y parecía perderse en el espacio. Los ayudantes tuvieron la sensación de que el cuerpo del pintor se adentraba a poco en el sendero, que avanzaba poco a poco en el paisaje, que se hacia más pequeño. Pronto una curva del sendero lo ocultó a sus ojos. Y al instante desapareció todo el paisaje, dejando el gran muro desnudo.
El emperador y las personas que lo rodeaban volvieron a sus aposentos en silencio.



MARGUERITE YOURCENAR

Marguerite Yourcenar
Marguerite Yourcenar es el seudónimo de Marguerite Cleenewerck de Crayencour (Bruselas, Bélgica, 8/6/1903 — Mount Desert Island, Estados Unidos, 17/12/1987). La palabra Yourcenar es un anagrama de Crayencour.
Vivió en Francia hasta 1939 y fue novelista, poeta, ensayista, dramaturga y traductora. Sabía latín y griego clásico desde muy chica.
Entre sus principales obras se cuentan: El jardín de las quimeras (poemas, 1921), Alexis o el tratado del inútil combate (novela, 1929), La nueva Eurídice (novela, 1931), El denario del sueño (novela, 1934), El tiro de gracia (novela, 1939), Memorias de Adriano (novela, 1951), A beneficio de inventario (ensayos y apuntes, 1963), Opus nigrum (novela, 1968), Mishima o la visión del vacío (ensayo, 1981) y Cuentos orientales (1983). También tradujo al francés obras de Virginia Woolf y de Henry James, entre otros.
En 1970 la eligieron miembro de la Academia Belga y, en 1984, de la Academia Francesa (primera mujer en obtener esa distinción). En 1986 se le otorgó la Legión de Honor de Francia.



“EL DICCIONARIO DEL DIABLO” DE AMBROSE BIERCE [1]
Héctor Zabala ©

Se trata de una obra cáustica, que vale la pena tenerla. En sus trescientas páginas trata con fina ironía temas sociales, económicos, culturales, políticos, religiosos, etc. Por supuesto, se refiere en especial a la sociedad norteamericana de su tiempo, pero en gran medida sus definiciones podrían aplicarse a sociedades humanas de todo tiempo y lugar. Hay, por lo menos, un par de editoriales que la publicaron en castellano y también se la encuentra en Internet. [2]

Aquí pongo algunos ejemplos que me gustaron:
Alianza: En política internacional, unión de dos ladrones cuyas manos están tan profundamente metidas en los bolsillos del otro, que no pueden, por separado, expoliar a un tercero.
Boticario: Cómplice del médico, benefactor del funebrero y gran proveedor de los gusanos de las tumbas.
Cañón: Instrumento utilizado en la rectificación de fronteras nacionales.
Descollar: Hacerse de un enemigo.
Egoísta: Persona de mal gusto, que se interesa más en sí misma que en mí.
Fanático: Alguien celosa y obstinadamente apegado a una idea que usted no comparte.
Gota: Nombre dado por los médicos al reumatismo de un pariente rico.

[1] The Devil's Dictionary, 1911.
[2] Hay que tener cuidado si se quiere conocer la obra completa porque he notado que difieren bastante unas versiones de otras. Por ejemplo, en Internet hay algunas definiciones (parcialmente o en su totalidad) que están ausentes en las ediciones en papel y viceversa.



AMBROSE GWINETT BIERCE
Ambrose Bierce

Ambrose Gwinett Bierce nació el 24 de junio de 1842 en Horse Cave Creek, condado de Meigs, Ohio, Estados Unidos. Hijo de Marcus Aurelius Bierce y Laura Sherwood, granjeros calvinistas que bautizaron a sus trece hijos con nombres con la inicial A. El escritor fue el décimo de los hermanos. Bierce fue un niño bastante travieso pero inteligente y gran lector. 
Al inicio de la Guerra Civil se alistó en el 9º Regimiento de Infantería de Indiana (federal) como topógrafo; fue ascendiendo desde teniente hasta llegar al grado de mayor [1]Participó de varias batallas y se retiró herido de gravedad en la última, la de Kennesaw Mountain, en 1865.
Comenzó a ganar notoriedad a partir de 1867 como periodista en San Francisco (California), por sus ácidos comentarios, ensayos, aforismos y fábulas. Por esa época llegó incluso a dirigir un diario. En 1871 se casó con Mary Ellen (Molly) Day, aristocrática dama de la ciudad, con la que tuvo tres hijos. Desde 1872 a 1875 vivió en Londres, donde inició la gran carrera literaria tras narraciones cortas que le dieron fama de mordaz. Su obra fue recopilada más tarde en varios tomos.
En 1887 aceptó del millonario William Randolph Hearst un puesto en la dirección del San Francisco Examiner con un importante salario. Su relación con Hearst duró unos veinte años. Al año siguiente se separó, pero el divorcio al parecer nunca terminó de concretarse. Molly moriría en 1905. Al año siguiente, publicó el Manual del Cínico, que sería conocido más tarde como Diccionario del Diablo.
Fueron famosas sus críticas a la corrupción política estadounidense y en particular su larga lucha periodística contra los “barones de los ferrocarriles”, quienes pretendían que el Estado les conmutara deudas cuantiosas.
En 1912 aparece el último tomo de sus Obras Completas y luego realiza varias diligencias personales que sugieren un largo viaje. En 1913 habría cruzado a México que por entonces estaba en plena revolución y desapareció.
Sobre su destino final se han tejido muchas conjeturas: hay quienes dicen que se incorporó a las filas de Pancho Villa y que murió en combate, otras que habría sido fusilado por las tropas gubernamentales o por las rebeldes y hasta no falta quien aseguró que lo habría asesinado el propio Villa. Para complicar más su leyenda, hay quienes afirman que nunca fue a México sino que se suicidó o que habría muerto en un manicomio en Napa, California. Incluso hay una versión que asegura que estaba en Francia durante la Primera Guerra Mundial. La verdad es que nadie puede afirmar fehacientemente cómo terminó su vida. Una investigación solicitada por el gobierno norteamericano, a pedido de su hija Helen, no arrojó ningún resultado.
El mexicano Carlos Fuentes noveló su vida en Gringo viejo, obra que fue llevada al cine en 1989 con el mismo nombre. Esta película fue dirigida por el argentino Luis Puenzo y protagonizada por Gregory Peck.
Alfred Hitchcock, profundo admirador de Bierce, filmó en 1959 el cuento Lo que pasó en el puente de Owl Creek (An Occurrence at Owl Creek Bridge) para un episodio de su serie Alfred Hitchcock Presenta. Hay también unas pocas películas sobre algunas de sus narraciones.


[1] En algunos países, el grado de mayor recibe el nombre de comandante.



SOLÍPEDOS POCO SÓLIDOS
Héctor Zabala ©

El diccionario de la Real Academia Española define:
solípedo (del lat. solĭpes, -ĕdis). 1. adj. Zool. Se dice del cuadrúpedo provisto de un solo dedo, cuya uña, engrosada, constituye una funda protectora muy fuerte denominada casco; p. ej., el caballo, el asno o la cebra. U. t. c. s.
asno (del lat. asĭnus). 1. m. Animal solípedo, como de metro y medio de altura, de color, por lo común, ceniciento, con las orejas largas y la extremidad de la cola poblada de cerdas. Es muy sufrido y se le emplea como caballería y como bestia de carga y a veces también de tiro.
burro (de borrico). 1. m. asno (animal solípedo).
borrico (del lat. burrīcus, burīcus, caballejo). 1. m. asno (animal solípedo).

De lo anterior, se infiere que solípedo vendría a definir a los ungulados que tienen en común el casco o pezuña única. Y que uno de ellos —el asno, burro o borrico— viene a ser el mismo animal; es decir, la misma especie de solípedo, distinta a las especies caballo y cebra, con las que comparte el mismo género biológico.
Hasta aquí bien. Pero el problema se da con los cruces de estas tres especies que forman híbridos, casi siempre estériles.

Según el diccionario de la RAE, estos casos híbridos se definen así:
mula (del lat. mula). 1. f. Hija de asno y yegua o de caballo y burra. Es casi siempre estéril.
mulo (del lat. mulus). 1. m. Hijo de caballo y burra o de asno y yegua, casi siempre estéril.
burdégano (der. del lat. tardío bŭrdus, bastardo). 1. m. Animal resultante del cruzamiento entre caballo y asna.

Sin embargo, tal como lo define el diccionario, la cosa es un tanto confusa. Porque mula o mulo vendría a ser lo genérico y burdégano, lo específico; pero en la práctica, todo el mundo sabe que no es así.
El burdégano es efectivamente el cruzamiento entre caballo y asna (burra). Sin embargo, entre los entendidos no se habla de mula o mulo en este caso. Y no se habla, porque el burdégano es un animal de escaso o ningún valor comercial.
Al mulo o mula se lo cría por su fuerza muscular cercana a la del caballo y por la resistencia (y habilidad en terreno accidentado) similar a la del asno, cualidades que el burdégano casi nunca posee. De ahí que en la práctica se busque el nacimiento de mulas o mulos propiamente dichos pero no el de burdéganos.
Creo que las palabras mula y mulo estarían mejor definidas si se las limitara al cruce de yegua y asno.

Pero también es posible la cruza de cebra con los otros solípedos. En tales casos, el padre es casi siempre una cebra macho y los híbridos resultantes, generalmente, también son estériles.
Aquí el diccionario de la RAE no ha incorporado ninguna de las siguientes palabras: cebroide (como genérica de los cruces de cebra con otro solípedo), cebrallo (cruce de cebra y caballo) y cebrasno (cruce de cebra y asno). Además, y por si faltara, también leí por ahí la palabra cebrurro.
Como la palabra zebra es hoy una variante en desuso de cebra, no voy a insistir en que se definan estos híbridos con la inicial zeta; tal como se la encuentra en algunos autores, que al parecer no se dieron por enterados.
Es muy probable que estas omisiones del diccionario se deban a que los mulos y mulas se dieron en zonas donde los caballos y asnos coinciden geográficamente desde tiempos casi prehistóricos. En cambio, los cebroides no se dieron (que se sepa) hasta recién entrado el siglo XIX en algunos puntos de África, principalmente. [1]

Por lo tanto, yo diría que para evitarnos caer todos en la segunda acepción de asno [2], alguien en la Academia Española debería pensar en modificar las definiciones que he cuestionado, así como incorporar los neologismos correspondientes a los híbridos de cebra.

[1] Charles Darwin (siglo XIX) se refiere en dos de sus libros a varios tipos de cebroides. Y se sabe que lord Morton en 1815 obtuvo una potrilla a partir del cruce de una cebra macho (estrictamente un macho de quagga, variedad o subespecie ya extinguida) con una yegua árabe. También se han registrado muchos casos de cebroides en Sudáfrica durante el siglo XIX, y en Somalia y Estados Unidos durante el XX. El último caso registrado ocurrió en julio de 2010 en una reserva natural del estado norteamericano de Georgia.
[2] 2. m. Persona ruda y de muy poco entendimiento. U. t. c. adj.



LA TV Y LA CULTURA ARGENTINA
Héctor Zabala ©

LA OFERTA TELEVISIVA
A menudo se escucha por ahí que la Argentina tiene una de las mejores TV por aire del mundo. ¿Quiénes lo dicen? Bueno, los dueños de los canales, los gerentes de programación y los críticos de espectáculos de esas mismas televisoras por aire.
La opinión no parece muy imparcial que digamos: los dos primeros grupos tienen motivos obvios para decirlo y el último nunca criticará a muerte el objeto de su análisis (aunque se trate de un canal competidor) porque, en última instancia, de la mesura dependerá su pan de cada día.
Ah, también aseguran que estamos en el podio mundial los amigos, parientes, subalternos y familiares de todos los anteriores. Después alguna gente repetirá como majada de ovejas la misma letanía por bares y plazas. Y a todo esto se le llama formar opinión pública en materia televisiva.
Para sostener esta aseveración de virtuosismo, estos grupos “desinteresados” recurren al juicio de los ratings. El asunto no estaría mal si no fuera porque la medidora de ratings en la Argentina es única en su género, lo que la pone bajo eterna sospecha, aunque nadie todavía la desprestigie a diario como ocurre con el INDEC [1].

LOS PROGRAMAS LÍDERES
De todas formas, los ratings actuales no son gran cosa, incluso para los programas líderes. Hoy apenas si llegan a superar el 30% en el mejor de los casos y en horas pico.
Aun así, la realidad televisiva muestra algo insoslayable: mediocridad.
Veamos, lo que hoy, agosto de 2010, pasa como lo mejor de la TV por aire:
• un programa líder a cargo de un conductor-productor que viene haciendo lo mismo desde hace décadas, apelando a la chabacanería más procaz y a concursos (o seudo-) de baile o de canto en los que se discute mucho más la vida privada de los concursantes famosos (o en vías de serlo) que la habilidad específica para la que fueron citados (en realidad contratados);
• novelones insufribles con argumentos trillados y diálogos que recurren permanentemente a frases hechas o lugares comunes, con el aditamento de alejarse casi por completo del habla común de la calle o del espíritu del personaje;
• almuerzos cuya anfitriona se escandaliza sistemática y medievalmente de las mismas cosas desde hace añares, mientras sus invitados repiten siempre más o menos lo mismo, cuando no se aburren;
• programas de juegos que no entretienen a nadie; casi siempre, malas copias de similares europeos;
• noticieros con versiones apocalípticas que raramente se cumplen y que solo miran unos pocos masoquistas.
Y eso es todo. Esa es nuestra “gran” televisión por aire.
Ah, me olvidaba, también está:
• la retroalimentación: programas de TV por aire cuyo único objetivo es hablar de los demás programas de la TV por aire.

LO QUE LOS RATINGS CALLAN
Pero lo que los ratings no dicen, salvo indirectamente, es que para los ratos libres la mayoría de los argentinos ya se pasó a la TV por cable, escucha radio, lee a Kafka o a Coelho, hace yoga, toma mate con bizcochitos, juega al truco, alquila videos (o los baja de Internet), se dedica a la meditación trascendental (o a la intrascendental, poco importa) o sencillamente se va a la cama para dormir o justamente para no dormir.
El argumento de que las personas en las grandes ciudades (la población urbana en la Argentina llega al 90%) tiene TV por cable solo porque les molesta los “fantasmas” [2] en la pantalla y no por su mejor calidad, ya no es válido. Esto sería así al principio, digamos hace unos veinte años, pero no hoy. En la actualidad, el cable, sin ser una maravilla, ofrece opciones más entretenidas, mejores películas y programas más culturales. Su problema no pasa tanto por la calidad sino por la falta de mayores presupuestos y la excesiva repetición de videos [3], cuestiones no ajenas a la falta de anunciantes de peso.
Y si no lo creen, que alguien se tome la molestia de leer las opiniones del público en las redes sociales de Internet sobre la TV en general, y sobre la TV por aire en particular, y después hablamos.

LA JUSTIFICACIÓN DE LO INJUSTIFICABLE
Pero la TV por aire sigue en sus trece; es decir al igual que esos viejitos tercos que se niegan desde la prehistoria a cambiar de silla aunque esta se caiga a pedazos, los directores y dueños de canales por aire tampoco quieren modificar nada pese a que sus programas sigan siendo unos bodrios. Y en el mejor de los casos, cambian un bodrio por otro. Tal como postula un dicho político argentino: que se rompa pero que no se doble. Y obviamente, la TV por aire, tarde o temprano (y quizá más temprano que tarde), se va a romper.
Pero hay más. Al mejor estilo de proyección psicológica, estos dueños de los ratings utilizan un argumento interesante pero falaz: “a la gente le gusta lo que hacemos”. Esto equivale a decir: no somos nosotros los que pretendemos quitarle cultura a las personas sino que son ellas mismas las que no quieren ser cultas. Sofismo puro. Es decir, pretenden hacer del asesino una víctima o de la víctima de asesinato, un mero suicida.
Oscar Wilde escribió una vez que la gente gustaba de ver y escuchar hasta el cansancio las mismas estupideces [4] y más de dos milenios antes el comediógrafo ateniense Aristófanes solía burlarse de los ciudadanos de Megara por gustar de entretenimientos grotescos [5].
Es verdad, pero no parece ser el caso de los argentinos una vez pasada la niñez. Con todos los defectos que tenemos (y bien que los tenemos), no somos los principales consumidores de bodrios. Y si no lo creen así, entonces que citen a la propia medidora sospechada y que le pregunten por qué cuando en los canales de aire se emitían programas inteligentes, estos casos marcaron récords de audiencia, incluso muy superiores a los supuestamente programas líderes de la actualidad.
Por ejemplo:
• La serie argentina Los simuladores [6] batió en su momento todos los ratings (42%, con picos de 46%, para las mediciones más conservadoras) y aún los seguiría batiendo (después de siete años) si lo pusieran de nuevo al aire, y pese a que sus 24 capítulos se encuentran a la venta en videos desde hace mucho tiempo.
• Programas de buena audiencia, como el de una conocida conductora, duplicaba sus ratings los días en que se incluía El imbatible [7], un formato de preguntas y respuestas sobre cultura general que iba eliminando concursantes en la medida que se producían respuestas erróneas.
• Las Locas de amor, una miniserie de buen guión y sostenida por actrices de nivel [8], hizo suceso allá por 2008.
• Hasta los Simpson o Alf, dos series inteligentísimas de origen norteamericano, llegan a alcanzar excelentes niveles de audiencia cuando los directores de programación se acuerdan de ponerlas al aire o cuando no tienen otra cosa a mano para poner nervioso al canal competidor.
Y aunque ningún directivo lo diga, cualquiera de estos buenos programas citados podría constituirse —más no sea por un tiempito— en el terror de los bajos ratings de los demás canales. Los que no los emitan solo se salvarían cuando el seleccionado de fútbol esté en su respectiva pantalla, porque el amor a ciertos deportes populares es así en todos lados [9].

EL PORQUÉ DE LA MEDIOCRIDAD
Entonces, la pregunta del millón sería: ¿por qué subsisten programas tan mediocres? O lo que es lo mismo: ¿cómo es que los anunciantes los siguen apoyando y no se retiraron de la pantalla?
La respuesta es sencilla: una excelente medición no garantiza que el anunciante venda más de sus productos. Alguien dirá, pero Héctor, estás loco, estadísticamente a mayor cantidad de televidentes, mayor posibilidad de venderle cosas. Pero no, no es así. Se hace necesario discriminar: un anunciante venderá más si su público, además de numeroso, tiende a ser más maleable.
Por el contrario, cuanto más culto, menos maleable, porque tenderá a creer menos en los anuncios publicitarios y a usar más su cabecita para discernir mejor entre lo que le conviene comprar y lo que no. Por ende, lo ideal para un anunciante está en llegar masivamente a televidentes consumistas y no a tantos televidentes cultos.
De ahí que estos programas mediocres, y en algunos casos decididamente malos, los seguiremos soportando. Y si no estos, ya se las arreglarán para proyectar otros tan malos o mediocres que los reemplacen. La experiencia histórica está de mi parte: baste recordar las múltiples versiones de gran hermano y los famosos “reality” (ambos de espontaneidad demasiado sospechosa para ser creíbles), televisados hasta el hartazgo hasta hace poco.

SIGAMOS ASÍ
De todos modos, señores dueños de canales, no hay mucho de qué preocuparse: la televisión no parece ser mejor en otras latitudes (¡ni longitudes!): cuando hace años le hicieron un reportaje al excelente actor Marcello Mastroianni sobre qué opinaba de los programas de TV, simplemente contestó sonriente: bueno, podrían esforzarse un poco, ¿no? Y no estaba hablando de la TV argentina.
Así que, sigamos consustanciados en mantener este nivel mediocre, ideal para anunciantes que se precien de tales, y continuemos repitiendo como bandera: ¡televidentes, mediocridad o muerte!

[1] INDEC: Instituto Nacional de Estadísticas y Censos. La medidora es IBOPE, entidad privada que se dedica a ratings de audiencia.
[2] “Fantasmas”: los argentinos llamamos así a las imágenes múltiples y molestas que se forman en la pantalla por los sucesivos rebotes de la onda televisiva de aire en los edificios cuando se utiliza la primitiva antena,
[3] Los buenos documentales del canal History, por ejemplo, se ven afectados por el bombardeo publicitario de su propia programación tras cortes continuos. Esto espanta a la gente y quizá gracias a estas tonterías todavía subsistan los canales de aire.
[4] Oscar Wilde: El alma del hombre bajo el socialismo (1891-1904): “El público ha sido siempre, en todos los tiempos, mal educado. Constantemente se pide que el Arte sea popular para satisfacer su falta de gusto, para adular su absurda vanidad, para decirles lo que ya se les dijo antes, para mostrarles lo que debieran estar cansados de ver, para divertirlos cuando se sienten pesados después de haber comido demasiado, y para distraer sus pensamientos cuando están cansados de su propia estupidez.”
[5] Los cómicos megarenses eran famosos por tirarles caramelos al público con el fin de fomentar (y siempre lo lograban) una batalla de caramelazos, algo similar a como los colegiales modernos se deleitan en tirarse tizas cuando no está el maestro presente.
[6] Los simuladores, con guión de Damián Szifrón y protagonizado por Federico D'Elía, Alejandro Fiore, Diego Peretti y Martín Seefeld. Se trata de una agencia que mediante operativos de simulacros complejos resuelve determinados problemas de sus clientes, problemas de gente común que a priori parecen imposibles de resolver.
[7] Hoy, Susana Giménez emite de nuevo El imbatible, pero ha cambiado bastante el formato (solo lo hace con chicos) y lo incluye en su programa del domingo a la noche, único día en que ella aparece por TV.
[8] Locas de Amor, con Leticia Brédice, Julieta Díaz y Soledad Villamil. La última de las nombradas, incluso, fue protagonista con Ricardo Darín en El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella como director, película galardonada en 2010 con el Óscar a la mejor película extranjera.
[9] Esto no es privativo de la Argentina: no hay más que abrir el New York Time un día lunes y ver las decenas y decenas de páginas dedicadas al béisbol.



REALIDADES Y FICCIONES
—Revista Literaria—
Nº 1 — Agosto de 2010 — Año I
ISSN 2250-4281